Brasil, devuélveme a Brasil

Neymar

Los brasileños han esperado esta Copa en una mezcla de orgullo, indignación, alegría, y pasión, mucha pasión.

      La tecnocracia del deporte profesional ha ido imponiendo un fútbol

de pura velocidad y mucha fuerza, que renuncia a la alegría,

atrofia la fantasía y prohibe la osadía.

Eduardo Galeano: El fútbol a sol y sombra

 

Menos de una semana y cuatros partidos se meten entre el momento en que pongo a rodar estas líneas y la final de la Copa del Mundo de Brasil 2014. Ha sido rápido. Siempre lo es. De lo contrario no sería genial. Ese engranaje que forman lo efímero y lo intenso, lo instantáneo y lo virulento, es lo que hace del mundial un espectáculo insuperable. Como esas noches en las que pasa todo lo que nos faltó en un siglo. Esas noches tan intensas como rigurosamente cortas.

Los brasileños han esperado esta Copa en una mezcla de orgullo, indignación, alegría, y pasión, mucha pasión. Pero por encima de todo, del PT, la FIFA, la política y sus dragones siempre ávidos de monedas, los brasileños esperaron esta Copa con unos deseos enormes de recuperar la magia impar que siempre distinguió a su querida seleção. Esa que tantas veces hizo enorgullecer a este país. Pero, ¡ay magia! te has ido de Brasil.

Las alarmas sonaron desde el día del estreno con Croacia. No era para menos. La nerviosa pierna de Marcelo marcando en propia puerta y la pésima coreografía de Fred convertida por la FIFA en cobro de penal, no hicieron ninguna gracia por aquí. Luis Felipe Scolari con esa mentalidad industrial que ha asumido para guiar a su equipo en el mundial repite una y otra vez que a él sólo le interesa la victoria. Aunque esa filosofía carbonice la esencia misma del delicioso estilo con que siempre ha jugado la selección brasileña.

Pero sucede que muy a pesar de lo que diga Felipão, la victoria, aunque pueda llevarnos (más en el fútbol) a una absurda ceguera, no es suficiente bálsamo para cicatrizar la herida que deja en Brasil la organización de este mundial. No es, ni será bálsamo para los seguidores de la canarinha, donde sea que se encuentren, este juego de fuego de mortero, esta puesta en escena con guión de fútbol americano. Este Brasil donde nada seduce. , dicen mis socias brasileñas, el cabello de David Luiz y las nalgas centáuricas de Hulk. Repito, nada seduce.

O tal vez sí. El admirable despliegue de Neymar. El único que no hace pensar en esta selección como una banda de antimotines, de leñadores de pantalón y botas cortas. Me entristece este Brasil, da saudade. Y es una tristeza duplicada, transcontinental. Nace al lado de mis amigos brasileños tan necesitados de la magia que conocen, de algo más que el marcador para repartir como consuelo en las favelas. Algo que escape a la misión y la estrategia. Al marketing, al estado de sitio donde no se permite ya la fantasía.

Y de inmediato pienso en tanta gente en Cuba. Tanta gente allá que escogió a la canarinha por la magia y se ha quedado una y otra vez sin el conejo, sin chistera. Pienso en la suerte de la televisión a colores. Como no sea por el verde-amarela de la camiseta, nada diferencia a esta tropa de asalto, a esta horda de vikingos, a este Brasil, como Brasil. Y finalmente temo por el fútbol todo. Él éxito suele legitimar los estilos, aunque estilo sea lo que menos tiene esta selección brasileña. La victoria de esta filosofía comercial, tan reduccionista, podría condenarnos a varios años de un fútbol rancio, con sabor metálico. De industria pesada.

Nos ha estafado la magia esta tropa de soldados con su centurión clamando fuerza, músculo, sudor. Con esa invocación de pasa el balón, el hombre no. A cambio sólo ha dejado el vértigo. Vértigo ante Croacia, vértigo ante México, calma ante Camerún ya eliminado y qué vértigo, infarto ante Chile. Era evidente. Chile vio cuán anaerobio es este Brasil de alternativas y se le vino encima dándole de comer su propio trigo. De probar su propio acero. Alexis Sanchéz y compañía se atravesaron a lo duro, de tal modo que la diferencia entre la fiesta y la catástrofe nacional se pudo medir con la regla verde de un nené de preescolar. Dos centímetros de error, dos segundos de horror en aquel disparo de Mauricio Pinilla que a menos de un minuto para irse a los penales, se astillaba en el larguero brasileño.

Y lo peor estaba por llegar. Porque Brasil, vergüenza de Brasil, ya no se encarga a los goles del “Fenómeno”, a las risueñas gambetas de Ronaldinho, a los zurdazos indomables de Roberto Carlos. Brasil se encarga hoy a los templarios que cuidan su muralla. A David Luiz, Thiago Silva, Julio César. Al Cristo en Río, que abrió sus manos para tapar el desastre que asomó en Belo Horizonte.

Y así fue. En ronda de penales el Cristo de extremidades tan enormes, tan abiertas, tapó junto a Julio César. Brasil los necesitó a ambos como nunca. Y juntos, prestándose el oficio, Julio de Salvador y el de Río de brazos en gesto de portero previo al cobro, salvaron a Brasil de la catástrofe. ¿Acaso de también de la vergüenza?

La saga continuó frente a Colombia a pesar de los vaticinios previos de un juego abierto y con alternativas. Brasil salió de nuevo a un campo de batalla. ¡Qué con el cuchillo, con el hacha entre los dientes! Si las pasiones o el nacionalismo pudieran engañarnos, ahí está la insobornable verdad de la estadística. Más de 30 porrazos recibió la ingenua intención de toque colombiana. Una vez más sobrevoló el balón el medio campo, sin infantería, a fuego de mortero. Artillería pesada pasando por encima de las piernas, del fútbol, de una filosofía. Todo bajo la complicidad de un Juan Velasco Carballo que dejó en Suiza las tarjetas y otras cosas más sagradas.

Y como en toda batalla sobrevino el daño colateral. Frustrado, Camilo Zuñiga embiste a Neymar y quiebra las únicas vértebras que se movían en el campo brasileño con magia, con la cinética de la alegría. Lástima de partido. Lástima de estrategia, lástima de batalla. Paréntesis. Suerte de golazo de David Luiz que por un momento recordó la maravilla. Lástima de Copa que en 90 minutos se quedó sin dos de sus estrellas. Pero sobre todo, lástima de Brasil que se dirige sin su 10, que es, sin fantasía, hacia Alemania. Ironía. La magia mediocampista de los que una vez fueron los tanques teutones, contra la artillería pesada de los que una vez nos conquistaron a ritmo del jogo bonito.

Y finalmente, lástima de todos nosotros, acá y allá, pidiendo de algún modo, que antes de que nos ciegue el dolor de la derrota, o la alegría comercial de la victoria, Brasil nos devuelva la magia de Brasil, de su alegría. Implorando a lo Eduardo Galeano que “aparezca en la cancha, aunque sea una vez, algún descarado carasucia que se salga del libreto y cometa el disparate de gambetear a todo el equipo rival, y al juez, y al público de las tribunas, por el puro goce del cuerpo que se lanza a la prohibida aventura de la libertad”.

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