Deporte y transgénero, viejas reglas en un mundo nuevo

Los detractores de la inclusión a las deportistas trans se escudan en una hipotética desigualdad deportiva basada en el conteo hormonal.

Alba Palacios, primera futbolista transgénero de España. Foto: Rafa Herrero.

Nadie dudaría de las diferencias y desigualdades que hay entre la Copa América masculina en Brasil y la Copa del Mundo femenina en Francia. No obstante, hay una –entre varias– línea de conexión subterránea entre ambos eventos futboleros: producen género. Contornan una descripción, por ende, una prescripción en torno al ser “hombre” y “mujer”. Porque el fútbol, como el trabajo, el cine o el amor, ordena pensamientos y disciplina cuerpos. Pero claro, la vida social, por su propia inercia, genera disidencias a las que le cuestan encasillarse entre lo blanco y lo negro. Lo que sigue es una reflexión sobre los grises del deporte.

Hasta no hace tanto, las mujeres transexuales sólo eran noticiables en el mundo del fútbol latinoamericano en cuanto los medios “las descubrían” acompañando a alguna estrella del fútbol masculino. Con la “fiesta” de Ronaldo, la “polémica” de Romario, el “lío” de Andrés Chávez, el “escándalo” de Carlos Salcido o el “secreto” de Icardi, buena parte de esas coberturas –y sus comentarios– destilaban la profunda transfobia que merodea al fútbol en particular y a la sociedad toda. El deporte, ámbito formador de ideas y sentimientos, se aprende a confundir desde la más tierna edad entre lo heredado y lo elegido.

Hay historias que, tozudamente, insisten en ir a contrapelo. Alba Palacios, con 33 años de edad, es –hasta donde sé– una de las primeras mujeres trans del mundo en jugar federada dentro de una liga femenina. Antes de eso, jugó 20 años al fútbol masculino en la tercera regional del fútbol español, su país natal, bajo una identidad impuesta. En 2017 inició un tratamiento con hormonas a base de estrógenos destinados a frenar la producción de testosterona. Meses después, buscando club, se topó con el equipo madrileño Las Rozas CF.  Allí encontró inclusión, amistad y goles. Gracias a la Ley de Identidad y Expresión de Género e Igualdad Social y No Discriminación y la Ley de Protección Integral contra la LGTBIfobia de la Comunidad de Madrid, debutó a mediados de 2018. Alba abrió el juego.

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Los detractores de la inclusión a las deportistas trans se escudan en una hipotética desigualdad deportiva basada en el conteo hormonal. En otras palabras, las deportistas trans, al tener más testosterona que sus pares cis (aquellas personas donde el sexo biológico coincide con su género autopercibido), tendrían mayores capacidades atléticas –salto, fuerza, velocidad, resistencia, etcétera.

El Comité Olímpico Internacional define, por ejemplo, que ninguna persona inscripta en las competencias “femeninas” puede superar los 10 nanogramos por mililitro de sangre en los 12 meses previos a competir. Con ese razonamiento se inició la polémica que envolvió a la atleta sudafricana Caster Semenya quien, tras ganar la final del Campeonato Mundial de Atletismo de Berlín de 2009, generó sospechas acerca de su sexo. Luego de un test exigido por la Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo (IAAF) que mostró niveles superiores de testosterona en Caster, distintos sectores pidieron la anulación de la competencia. Sudáfrica protestó denunciando racismo y colonialismo. Finalmente hubo un acuerdo: Caster mantuvo la medalla y el dinero del premio, asumiendo el compromiso de someterse a tratamiento hormonal. Citando a Michel Foucault, no hay nada más arbitrario que la politización de la sangre.

Caster Semenya. Foto: Televisa.

El debate es álgido. No solo por la polémica que supone reproducir desigualdades sociales en nombre de las hormonas; sino también porque hay evidencias que cuestionan el argumento biologisista desde su propia lógica. Joanna Harper, exatleta y única persona transgénero que trabaja en el Comité Olímpico, expresó que a los nueve meses de haber iniciado su transición, sus marcas habían bajado un 12 por ciento. Lo cierto es, entonces, que estamos frente a un mundo naciente que todavía se piensa con esquemas moribundos. Hoy no hay posiciones unánimes y la reglamentación depende de cada país y cada deporte.

En esa ambigüedad, los casos de deportistas trans proliferan por el mundo entero. En el voleibol brasilero, Tiffany Abreu fue la primera transexual en jugar la superliga profesional. La tenista trans norteamericana Renée Richards, primero fue impedida de jugar el Abierto de Tenis de EEUU en 1976, hasta que apeló y obtuvo un fallo a favor al año siguiente. Rachel McKinnon se convirtió en la primera ciclista transgénero en ser campeona mundial. Mary Gregory, levantadora de pesas, perdió todos sus títulos al ser considerada “biológicamente hombre”.

Tiffany Abreu. Foto: Marcelo Ferrazolli / Volei Bauru.

En el fútbol internacional no hay reglamentación específica sobre personas transgénero, pero existe una normativa sobre verificación del sexo, un test que corre por cuenta de cada federación nacional. La FIFA sólo interviene en caso de transgresión.

Estas lagunas posibilitaron una historia como la de Jaiyah Saelua, el primer futbolista transgénero en disputar torneos internacionales y profesionales de fútbol masculino. Aunque Jaiyah no tiene club, vistió la camiseta de la selección Samoa Americana durante la Copa del Mundo Alemania 2006 y en las eliminatorias para Sudáfrica 2010. Su llegada al seleccionado se dio después de que Samoa Americana fuese considerada “La peor selección del mundo” ya que en las eliminatorias para el mundial 2002 perdió 13- 0 contra Fiyi; 8- 0 contra Samoa; 5- 0 contra Tonga; y 31- 0 contra Australia. La selección mejoró abruptamente con la llegada del entrenador holandés Thomas Rongen. Todo este proceso puede verse en el documental Next Goal Wins.

Jaiyah Saelua. Foto: sportsgazette.

Si el deporte es práctica corporizada, ¿por qué reducir la identidad del atleta a lo genital? Si trae salud, ¿por qué patologiza? Si libera, ¿por qué confina? Si proclama diversidad, ¿por qué el binarismo? El deporte no “refleja” la sociedad; la construye. Es una escuela de socialización. Y el deporte moderno, moldeado en el iluminismo industrial, prescribe la reglamentación: competitividad, explotación, jerarquía y lucro. Pero también ese mismo deporte emula el ideal democrático de la igualdad de oportunidades; de la creación como acto; de la diversión como ética, del placer como experiencia. En esos tensos juegos está la disputa. Porque, como dicen Corriente y Montero, “la historia, evidentemente, está llena de ingratitud para quienes no saben jugar”.

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