Un cubano en el Arena Corinthians de Sao Paulo

Holanda-Chile en el Arena Corinthians de Sao Paulo

A las 4.30 am, mis ojos ya salían hacia Sao Paulo.

El sábado pasado incumplí 31 años. El dato no es trascedente. Excepto porque ese día, sin más protocolos que un sobre artesanal, varios amigos colombianos me regalan una entrada para el Holanda-Chile del 23 de junio, en el Arena Corinthians de Sao Paulo.

Los verdugos de la corona española juegan un partido con objetivo más que definido, evitar el cruce en octavos con la selección brasileña. Y gracias a un regalo, casi un accidente pirado de lógica, de todo lo que pudo planear la FIFA, un cubano podría presenciarlo. Pienso en tanto crack de barrio, del Pedro Marrero, que merecía estar ahí miles de veces más que yo, un torpedero de quinta y media punta de novena, de potrero. Pienso en el desamparo de no tener una bandera cubana en la que enroscarme, con la que anunciarme. Yo, que he terminado por asumir esa sensación de que la copa tiene que quedar en América, me decido por el ¡Vamos Chile!

Para levantarse, si es que duerme, un cubano con entrada para un partido del Mundial no necesita que suene un despertador de oferta, un campanario, la corneta ronca de un bicitaxi o el antológico grito de balcón que clama por ¡Dayana! A las 4.30 am, mis ojos ya salían hacia Sao Paulo.

El mundial dentro del Mundial es un fenómeno fantástico. Desde el metro los chilenos me adoptan con sus cánticos. Me prestan su alegría. Tanto que al llegar a la estación del Arena Corinthians, pintada de naranja, rojo y verde amarela, ya estoy metido en medio del yo soy chileno, ese sentimiento no lo puedo parar. Y ellos sonríen cuando les robo su estribillo y donde va chileno le pongo un altísimo yo soy cubano…

En los predios del estadio los holandeses están en pura fiesta (entiéndase puntualmente pura curda) en medio de algo que suena como el primer demo grabado por una banda vikinga. Se mezclan con los chilenos. La gente se junta, se mete en las fotos, las bebidas y los abrazos ajenos. Un espectáculo de integración que por transitorio no deja de ser fascinante.

Dentro, el estadio comienza a rugir. Y el rugido te hala. Y te lo piensas dos veces antes de pasar la puerta, un portón demasiado pequeño para la enormidad que libera. Entras y se te llenan los ojos. Velas al velador para acercarte al césped. Te le cuelas para sacar una foto de un Robben, o un Alexis. Y más que una foto te parece una hazaña. Subes a tu lugar. Gritas con los otros. Insultas al árbitro que está a tanta distancia y gargantas que sabes que jamás te escuchará. Pero no importa, el insulto no es para ser escuchado, es para ser lanzado. Te detienes un segundo. Una pausa para pensar en tanta gente que no está. ¿Qué hago yo aquí? Pero acaban de empujar a Alexis en el área y te das cuenta de que aquí no hay replay, no hay pausas y, sin pausas, llegan los goles holandeses. Y tú sientes los tímpanos al límite de su capacidad cuando miles de gargantas rugen acá dentro. Las naranjas por el gol, las chilenas por la fe. Piensen, 62000 gargantas rajándose cada cuerda en un sólo instante. La verdadera canción del Mundial.

Acaba el partido. Voy saliendo y un brasileño al que le ayudo con una foto me pregunta: ¿y tú de dónde eres? De Cuba, respondo. ¡Cuba, qué bien!, y se da la vuelta. Dos pasos más allá se voltea y con expresión incrédula vuelve a preguntar: ¿y tú que pintas aquí?, sonrío. Un accidente pirado de lógica, no sé, una esperanza, respondo. Él no entiende nada pero me abraza ajeno y me desea suerte. Lo veo perderse tras la oportunidad de gritar a la única camiseta albiceleste que vi entre las 62 000 que hicieron coro hoy aquí. Miro el sobre artesanal donde ya está de vuelta mi entrada. Pienso en mi cancha de potrero, en la que quizás cuando hable de este día, pueda entrar como parte del once inicial.

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