¿Y el público, qué bolá?

Foto: Kaloian Santos Cabrera

Foto: Kaloian Santos Cabrera

Ahora mismo, más allá de la inestabilidad del equipo nacional de cara a los juegos de Toronto y de los chispazos aun inextintos en torno al caso Yulieski Gourriel, solo hay dos cuestiones importantes para los simples mortales que no pueden vivir sin el béisbol en Cuba: ¿quién más se irá? y ¿quiénes se quedarán a jugar la Serie Nacional?

De los que se marcharon se habla todos los días en la calle, y la lista pica y se extiende. Desde figuras establecidas como Alexei, Céspedes, Pito y Chapman hasta codiciados prospectos como Tomás, Moncada y Ruiz —con prisa y sin pausas— se ha ido configurando una extensa constelación de jugadores cubanos de todas las categorías en el firmamento del béisbol profesional.

Y eso alegra pero también mete miedo, porque no solo el Cuba A se ha mudado de país en los últimos años, sino también el B, el C y buena parte del resto del alfabeto. Sirva como ejemplo que la mayoría de los nombres recogidos en la lista de 20 prospectos cubanos de la revista Baseball America en este 2015 — entre ellos Yadiel Hernández y Luis Yander La O— ya cruzaron el charco, lo cual nos deja en una situación tan o más calamitosa que la forzada en los años noventa con el retiro masivo de las estrellas “veteranas” de la época.

Eso con respecto a los que se van. Entre los que se quedan hay infinitos novatos, jugadores de rendimiento sobre la media y los guapos de siempre, un grupo de peloteros que hace mucho optó por jugar en el país y hoy exhiben una hoja de servicios honorable. Son ellos y no otros, los Tabares, Borrero, Malleta, Duarte, Ciro, Michel, quienes cobijan bajo sus camisetas, abajo y a la izquierda, lo que queda del alma trémula y sola de la Serie Nacional.

Ojo, que también están los directivos, atrapados como liebres por una Historia que requiere de una revolución creativa y urgente, y no de reformas lentas y grises, concreteras que terminan por diluir las expectativas deportivas y económicas de los jugadores. Gente que, como diría el filósofo presocrático Urquiola, vive de la pelota y no para la pelota.

Y por supuesto, también queda en Cuba, junto a la arrogancia y el anticlímax perpetuo de unos narradores vitalicios, el público, el último eslabón de la cadena alimenticia, los diminutos peces que llenan los estadios pero que a la hora cero, por mucho que pataleen o toquen la conga, pasarán entre los dientes de la tenebrosa Moby Dick.

Es así, y resulta lamentable. Tremendamente estoico durante años, el público cubano del béisbol tiene ahora una sobredosis de frustración, intuye con razón que ha sido presa del engaño y se resigna a los días largos y aburridos que vendrán.

Porque, hablando en plata, si ahora no tenemos tantos peloteros de calidad en la Serie, de qué nos sirven las postales de colección que nunca llegaron, las iniciativas en los estadios, las publicaciones dedicadas al béisbol, las gorras y los implementos, las postergadas estructuras de una Comisión empeñada en matar al mismísimo Harry Potter; de qué nos valen los récords, las segundas vueltas y los refuerzos, los hipermonitoreados partidos internacionales en la tv, las contrataciones en el exterior (estudiadas una y otra vez como si fueran parte de un programa espacial conjunto); y el público, qué nos importa ese público totalmente enamorado, violento y tierno, que con impotencia ve palidecer a su doncella en manos viles.

Quizás sea ese el mayor pecado que ha cometido el béisbol organizado en Cuba: negarle la voz (y el voto) a los verdaderos propietarios de esta historia: los cubanos y cubanas amantes del béisbol, gente que, a fin de cuentas, sabría hacerlo mucho mejor. ¿Qué bolá?

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