Cuando el cielo cobija

Foto: Denise Guerra.

Foto: Denise Guerra.

Casi un mes después del paso del intenso huracán Matthew por Cuba, reproducimos en la sección Ecos de OnCuba un reportaje publicado originalmente en Juventud Rebelde y que contiene los testimonios de tres mujeres que quedaron sin techo. Sus historias, «de tormenta en tormenta», no comenzaron el día en que el meteoro destrozó sus viviendas endebles. Ellas esperan.

Separador 02

Son los despojos de tres humildes casas de madera. Alguien que vive por los alrededores comenta que están muy cerca entre sí, aunque «muy lejos de Dios». Esta última expresión revela la religiosidad del lugar y nos adelanta el cuadro que contemplaremos en tres de esos espacios que en el lenguaje recuperativo cubano llaman «facilidades temporales». Desde la distancia, mientras nos acercamos, las alfarjías y candelines desprovistos de todo resguardo por los vientos de Matthew semejan una absurda sucesión de brazos implorantes a cuenta de sus dueños.

Lo único que deslumbra mirando desde abajo, hacia donde alguna vez hubo cobija, es la enorme esplendidez del cielo, que a esta hora de la tarde se antoja particularmente hermoso, tal vez para restarle drama al momento, aunque con alguna nube en lontananza. Esto último puede ser una muy dura señal para quienes habitan en estas condiciones. La leña húmeda no sirve para cocinar y los pedazos de techo recogidos solo se suelen emplear para escudarse de los rayos del Sol. Después de la salida del huracán las lluvias persistentes han sido una bendición para la naturaleza y un castigo adicional para los miles de habitantes en las regiones afectadas en el oriente del país.

Cuando se deja de mirar al infinito para poner los pies sobre la tierra, el alma se sobrecoge. Entre la humedad de los «trastes» sobrevivientes y las dificultades por los muchos ausentes, la vida está esquinada aquí a los tristes límites de la precariedad y la subsistencia.

En los rincones donde ahora se protegen los sobrevivientes milagrosos de tanta saña y guarecen lo poco que les quedó, todo se revela mustio, apagado, en desorden. Una de estas tres mujeres dice que realmente este es su nuevo «orden», al que deberá adaptarse, porque entre tantos daños a la redonda levantarse desde el fondo de la vida puede llevar un tiempo largo.

Desde los alrededores de los retazos de sus casas, situadas sobre un promontorio, antes privilegiado en el poblado intramontano de El Güirito, el panorama les da la razón. El paisaje no es aquel que enamoraba por el verdor de las montañas baracoesas. Las casas destechadas son otro ingrediente trágico del entorno. A la espalda, el río de Mata, que desemboca en la bahía por donde salió de Cuba el ojo del huracán, ha vuelto a llenar la ciénaga de Zamora con un agua pestilente como los mil demonios; y las Dos Hermanas parecen más un siniestro plan de juego de «palitos chinos», que un par de montañas, por tantos cocoteros y palmas amontonados o dispersos por sus faldas. Desde aquí se adivina cuán difícil será mover bien tantas piezas derribadas y salir airosos, indemnes, de este «juego» cruel de la naturaleza.

No morí no sé cómo

Ha llorado tanto en estos más de 20 días después del paso de Matthew que a Eugenia Zoila Mezón Camejo se le ha «secado el manantial de lágrimas». Lo cuenta mientras monta para el periodista una triste exposición o feria de tarecos desvencijados, porque otra cosa no le ha dejado el huracán a esta mujer, que tampoco tenía tanto antes de que esa «bestia» pasara. Impedida física, ha tenido que depender en muchos años de lo que pueden ofrecerle sus hijos, como el refrigerador que le trajo desde La Habana el militar.

Eugenia Zoila ha llorado tanto que se le ha secado su manantial de lágrimas. Foto: JR
Eugenia Zoila ha llorado tanto que se le ha secado su manantial de lágrimas. Foto: JR

El resto de sus cosas no le fue posible ponerlas a buen resguardo, porque en el consultorio médico que sirvió de refugio, frente a su casa, llegó el momento en que hubo que decidir entre salvar los bienes o las personas. No abundan por estos mundos las edificaciones con techo de placa capaces de soportar un huracán de categoría cuatro.

«Mi hermano, el periodista José Llamos, cuando vino a verme me abrazaba fuerte y me decía: “Mi hermanita, no llores más”», dice todavía sorprendida.

Zoila amparó sus cositas como pudo y fue a pasar el vendaval en la casa de otra hermana en la comunidad de El Jamal. Allí la alcanzaron los «desvaríos terribles» del huracán. «Nos cobijamos en la parte de la casa que es de placa, pero la otra la arrancó de cuajo. ¡Virgen de la Caridad!, la gente se oía con una gritería que espantaba. El miedo se colaba hasta los huesos. Aquello parecía un monstruo que quería tragárselo todo. Ando con un estado de nervios que pensaba que paraba en loca.

«Hoy estuve un poco mas animadita, porque me levantaron un baño improvisa’o, y una cocinita de leña. Estaba entusiasmada porque vinieron unos huevos y unas galletas, pensé que podía hacer un congrí con un huevito frito. Ahora dicen que como es domingo lo van a vender mañana.

«Ya vinieron la técnica y el delegado y me declararon la casa en derrumbe total. Dios mío, esto no es fácil, verse uno así. Gracias a una vecina que se llevó la ropa mojada y sucia, porque yo soy un temblor; no atino a hacer nada».

No nací con suerte, señor, y me perdona

El «regalo» de Matthew a Ángela Hernández Romero, en el día de su cumpleaños 81, fue desbaratarle o arrebatarle lo poco que ha podido tener en la vida. Esta es una mujer negra de armas tomar en los predios de El Güirito, que incluso recuerda su apoyo a los barbudos de Fidel cuando estos peleaban por la región. Cuando la encontramos ahora parecía tener sobre sí una tristeza también octogenaria. Es como si con los vientos y las aguas del huracán se le hubiese ido todo lo que le quedaba de fuerza y de esperanza.

Ángela Hernández va por la vida de tormenta en tormenta... Foto: JR.
Ángela Hernández va por la vida de tormenta en tormenta… Foto: JR.

«Yo no nací con suerte, señor, me perdona. Es todo lo que te pone a pensar esta situación, lo que uno pasa en la vida. Y mira lo que me toca cuando ya estoy vieja y debería poder descansar y disfrutar de algo».

Es que este huracán no es el único de su existencia, que parece haber andado de tormenta en tormenta. No puede evitar hacer ese repaso, cuando mira lo que debía ser su techo y sus muy pocos bienes desaparecidos o destruidos. En su casa, que ya perdió el techo en otro ciclón, nunca ha habido un aparato de frío, ni tampoco un televisor. «Un día vinieron los de Trabajo social y me hicieron firmar un papel porque me iban a vender un televisor a la mitad del precio. Todavía lo estoy esperando».

En el patio de su casa oreaba un colchón, que al día siguiente rompería para sacarle las tripas. Porque ella está triste, pero no se dejará morir, ni dejará que nadie la humille. Después supimos que la guata de su colchón era de fibra de coco.

Angelita es tan pobre en bienes, como tan suntuosa su alma. Por ello nos aclara que su pobreza no ha sido porque le huyera al trabajo, pues en realidad eso es lo único que ha hecho encima de esta tierra. Durante 16 años integró una cooperativa, y como socia hizo de todo: sembrar guineo inmune, yuca, maíz, chapear, guataquear… hasta que enfermó su madre y tuvo que dedicarse a su cuidado. Ahora se sostiene con una pensión de 200 pesos y la ayuda que le pueden dar sus hijos, una de las cuales perdió ya también a su esposo y su casa fue duramente afectada por el huracán.

Ángela se refugió del ciclón en el consultorio médico. «Allí estuve ocho días al ver cómo quedó esto, hasta que me dije: “Aquí será muy consultorio, pero mi casita es mi casita y tengo que rescatarla”».

Ángela se sentía desorientada cuando la visitamos. No le habían entregado las tejas de fibroasfalto para su facilidad temporal, porque le dijeron que en su caso le darían el techo definitivo.

«Ya usted puede ver cómo estoy. Las tejas que pudimos rescatar solo sirven para taparme del sol, y ahora llueve más adentro que afuera». También supe por los brigadistas solidarios que pusieron la corriente aquí, que el servicio en la casa, donde el ciclón arrancó el contador, me lo tienen que reponer los trabajadores del municipio, aunque no sé cuándo será eso. Ya en el barrio entero hay luz y yo todavía no tengo. Pero la gente no sabe quién es esta negra todavía. Yo sé pelear por lo mío, y si tengo que llegar hasta Raúl lo hago».

Me arrincono en una esquina, como una rana

A sus 96 años Paulina Leiva Leiva ha visto y perdido muchas cosas. Tres de sus retoños ya no están entre los vivos; su esposo del alma, a quien siguió siempre por estos mundos, ya puso en reposo eterno sus huesos. Hace un año se quedó ciega. Y como si todo lo anterior no bastara, Matthew le destruyó buena parte de su humildísima casita.

A sus 96 años Paulina Leiva ha perdido muchas cosas en esta vida. Foto: JR.
A sus 96 años Paulina Leiva ha perdido muchas cosas en esta vida. Foto: JR.

Sentada en una esquinita, donde le repusieron algo de techo, se le ve intentando adivinar este nuevo destrozo de su micromundo, en el que no puede orientarse porque todo ha cambiado de lugar.

«Cuántos ciclones he vivido me pregunta usted, pues unos cuantos. Y mire que he vivido en unos cuantos lugares. El del 1931 en Yumurí. En Cayo Boruco, donde teníamos una finquita herencia de mi marido, el Hilda y el Flora. Los más recientes aquí. Pero la verdad que ninguno fue como este, que le pusieron Matthew, aunque yo lo hubiera bautizado, si es que merece bautizo ese cabrón, “el barredor”, porque este sí se acomodó y aprovechó bien».

A Paulina la fuerza y la luz interior le rompen las costuras de la ropa. «Oiga, tantas cosas quisiera decir que mejor es uno callarse. Cuando regresé de casa de mi hija, aquí al lado, que está en pie de puro milagro, ese “animal” había sacado el escaparate desde el cuarto y lo había puesto en la sala. Mire usted qué forma de arreglar las cosas ese bicho. Al aparador le arrancó la parte de atrás. Dicen que en Cayo Boruco, donde vive uno de mis hijos, no dejó nada, que se ve hasta el mar de como barrió, y que allá todavía no ha ido nadie.

«Ya usted puede ver que con unas pencas de coco y otros pedazos de tejas me han monta’o esta cobijita. Estoy durmiendo en mi cama, pero mojada. No podía quedarme en casa de mi hija, porque aparte de que aquella se está cayendo, no cabe tanta gente. Y esta es mi casita. Aquí están todas mis cositas. Cuando estaba bien hacía de todo. Mi patio estaba limpiecito y todo sembrado de frijoles, porque a uno no se le pueden dormir los frijoles en la barriga. A los que antes no trabajaban creo que este ciclón los pondrá a doblar el lomo, porque ahora al menos tienen que picar los palitos y hacer algo. Yo tengo que seguir como estoy, viviendo y durmiendo hasta que me llegue el día.

«Qué hago si viene otro ciclón me dice usted, pues me engurruño en una esquina, como una rana, a ver si puede llevarme. Y digo, me dejaron como una rana en una esquina. Este ciclón era hombre, ahora falta la mujer, hasta noviembre el juego no está canta’o.

«Aunque yo creo que ya esos demonios tienen que irse para siempre para el “golfo del mar”, y no salir más».

Salir de la versión móvil