Democracia y violencia

La “democracia quinquenal” ya no le basta a los jóvenes, exigen una que los convierta en “soberanos” todo el año.

Foto: Mafalda Rissetti Zuñiga.

Nuestras democracias son disfuncionales y promueven la violencia social. Desde Ecuador, Chile o Bolivia hasta Francia, Nicaragua o Cataluña, las diferencias entre gobernantes y gobernados se dirimen en las calles, con enfrentamientos que se tornan cada día más violentos.

La participación ciudadana se limita exclusivamente a acudir a las urnas cada 4 o 5 años para votar por uno u otro candidato, con la certeza de que nadie volverá a oír la voz del pueblo hasta las próximas elecciones, da igual que el elegido cumpla o no sus promesas de campaña.

El “voto de castigo” fue una forma de expresar el descontento pero al final se ha convertido en un “voto masoquista” porque encumbra a personajes como Trump, Bolsonaro o Macri, quienes provocan más daños a la sociedad que los políticos a los cuales se pretendía castigar.

Entre elección y elección, el sistema “democrático” no cuenta con herramientas para que “nosotros el pueblo” podamos ejercer de forma vinculante nuestra voluntad soberana sobre los grandes temas nacionales, desde las jubilaciones o la salud pública hasta la deuda externa.

En Argentina, por ejemplo, el ciudadano que “castigó” en las urnas al gobierno peronista, tuvo que soportar después que Macri aumentara las tarifas de los servicios públicos, endeudara el país, devaluara la moneda o encarcelara dirigentes sociales, sin posibilidades legales de frenarlo.

En las siguientes elecciones la mayoría de los argentinos rectificaron pero ya su poder adquisitivo había descendido vertiginosamente, el número de pobres creció hasta el 40% y la deuda externa ronda los 50 mil millones de dólares. Una caída que llevará años remontar.

En Bolivia el pueblo en referéndum le dijo que no a la reelección de Evo Morales pero no pudo hacer nada cuando el Presidente de todas formas se convirtió en candidato. El asunto terminó con un Golpe de Estado militar y su habitual cuota de persecución, represión y masacres.

Otro de los asuntos que cuestiona lo democrático de las actuales democracias son las Constituciones, concebidas como un monolito inamovible, a pesar de que no contaron con el respaldo de la mayoría de la población actual, sino de sus abuelos, bisabuelos y más antiguos ancestros.

En Estados Unidos se defiende el a derecho a portar armas porque hace 200 años era necesario. En España se mantiene una monarquía que fue una condición para salir de la dictadura. Igual que ocurrió en Chile, donde no aprobar la carta magna de Pinochet implicaba que el general siguiera al mando.

Sin embargo, ninguno de esos compromisos fueron asumidos por los jóvenes que hoy viven en esos países. Una democracia funcional debería contar con herramientas que permitan a los miembros de todas las generaciones de la nación expresar –sin temas tabúes– sus criterios sobre la ley de leyes.

El hecho de que la Constitución española no permita cuestionar el sistema monárquico o que la Ley de Leyes cubana determine que el socialismo es inamovible resulta un verdadero abuso de poder de cara a los ciudadanos que no habían nacido cuando se tomaron esas decisiones.

Los gobiernos se atrincheran en esas constituciones y sus leyes accesorias para frenar las demandas de la ciudadanía. Durante años les ha funcionado pero la gente ya empieza a darse cuenta de que sus necesidades están por encima de una legalidad que administran los políticos a placer.

Las protestas callejeras empiezan a mostrarse como el único camino por el que “nosotros el pueblo” podemos imponer nuestra voz soberana, frenando “paquetazos económicos” del FMI o cambiando constituciones, heredadas de las circunstancias en que vivían nuestros abuelos.

La respuesta gubernamental es tan violenta y masiva que las imágenes de Francia, Ecuador, Cataluña, Chile, Bolivia o Hong Kong se confunden. Una represión que está dentro de la ley aunque enfrente al pueblo soberano y deje miles de muertos, ciegos, heridos y detenidos.

Los antimotines son concebidos como apagafuegos pero lo cierto es que hoy parecen avivarlos. Los rebeldes, llámense “chalecos amarillos”, “ponchos rojos”, “CDR”, o “línea del frente” aprenden, se organizan, se hacen más osados y aumentan cada día su capacidad de resistencia.

Algunos gobiernos han recurrido a los militares, con lo cual entra en la ecuación un elemento mucho más violento y dañino para la democracia. En la historia de América Latina la participación de las fuerzas armadas en política ha dejado decenas de miles de desaparecidos, asesinados y torturados.

En Bolivia, la primera mujer dictadora de América Latina ha promulgado un decreto que otorga total impunidad al ejército y la policía para reprimir las protestas. Así queda perdonado cualquiera crimen que comenta uno de sus miembros contra la población civil, contra “nosotros el pueblo”.

La espiral de violencia apenas comienza pero puede aumentar de forma dramática. En los años 60, cuando en muchas partes del mundo la gente perdió la confianza en sus sistemas políticos, se multiplicaron las protestas y surgieron guerrillas hasta en la civilizada Europa.

Aún podemos evitar que nuestros hijos y nietos vean que la violencia es la única forma de ser escuchados, de parar el aumento de precios en las tarifas, de evitar la subida de la gasolina, de prohibir las armas, de cambiar la Constitución o incluso de alcanzar la independencia.

La “democracia quinquenal” ya no le basta a los jóvenes, exigen una que los convierta en “soberanos” todo el año. Puede parecer mucho pero en realidad solo reclaman un sistema en la que los políticos sean ejecutores de las decisiones que tomemos “nosotros el pueblo”.

*Este texto fue originalmente publicado en Cartas desde Cuba. Se reproduce con la autorización expresa del autor.

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