Oscarito y la leyenda china

Una amistad que comenzó en 1965, en los tiempos en que sentado en una banqueta y frente a una mesa de dibujo, Silvio Rodríguez escribía sus primeras canciones. Ese es el motivo inspirador de este texto que OnCuba reproduce; un homenaje a la amistad y una reflexión sobre la historia cubana de las últimas décadas.

De izquierda a derecha Silvino García, Silvio Rodríguez y Oscar Cuesta, en 1966. Foto: Tomada de Segunda Cita.

En abril de 1965 cumplí un año de vida militar y por entonces estaba destacado en el campamento de Managua, donde servía a la vez en dos unidades. Esto sucedía por una disposición que prohibía a los “reclutas” –como se nos decía a los llamados a filas por la ley de servicio militar obligatorio– realizar trabajos administrativos hasta que no cumplieran dos años de preparación combativa. Por eso, aunque por nómina pertenecía a la unidad de comunicaciones del Estado Mayor, mi verdadero trabajo lo realizaba en la revista Venceremos, órgano oficial del Ejército de Occidente, que era un departamento de la Dirección Política.

El local de Venceremos estaba situado en un edificio pequeño, donde había otras oficinas. Nuestra revista tenía el estricto espacio para dos burós, una mesa de dibujo y, al fondo, un mínimo cuarto oscuro. Aunque el propósito de estas palabras no sea este, al rememorar aquel espacio y aquel tiempo me vuelvo a ver sentado en una alta banqueta frente a la mesa de dibujo, escribiendo mis primeras canciones. Sentado allí mismo se las canté después a mis compañeros, jóvenes como yo, reclutas como yo, con escasísimos permisos para salir a la calle, como yo.

Por aquellos días, proveniente del segundo o del tercer llamado a filas, ingresó a la revista otro joven, algo mayor que yo, para encargarse de una página de Ajedrez que íbamos a publicar. Aquel muchacho, pese a su juventud, había sido Comisionado Nacional del juego ciencia. Usaba unos grandes espejuelos, parecidos a los míos, y era de personalidad reflexiva, observadora y generalmente discreta –excepto cuando nos quedábamos solos, porque entonces soltaba los más mordaces comentarios sobre cualquier cosa. Como yo, era una persona interesada en la lectura y no le pareció raro que mis más preciados bienes fueran una maltrecha enciclopedia, amarrada con una soga, y libros de literatura, ciencias y hasta poesía. Ambos habíamos sido niños de circunstancias complejas y ambos creíamos en la Revolución, aunque nos diferenciábamos en que él tenía una mente sumamente objetiva y yo era bastante distraído. Pero lo cierto es que simpatizamos y, además de compañeros, nos hicimos amigos; lo fuimos tanto que empezamos a vernos en la calle y, cuando concluimos la etapa militar, seguimos viéndonos.

Su nombre era Oscar Cuesta Torres, y vivía en La Habana Vieja, en la calle Paula, casi frente a la casa natal de José Martí.

Otra de sus virtudes, que contrastaba con mis lamentables características, es que era muy organizado. La primera persona que pasó a máquina una canción mía fue Oscarito. Fue algo que yo no le pedí, que él hizo por su cuenta, por lo que todavía conservo un file azul con mis tres o cuatro primeras canciones, presilladas también por él.

Como nos daban pocos pases –a mí menos que a él, por no ser militante–, a veces nos fugábamos. La fuga era una actividad en la que yo me las daba de experto, no tanto por inteligente como por llevar más tiempo en el campamento y conocer las características de sus accesos. De todas aquellas fugas, durante años Oscarito me estuvo echando en cara el fatídico día en que él dijo que tomáramos por un camino y yo le convencí de ir por otro, donde nos topamos al jefe de Unidad que, por aquel encuentro inapropiado, nos suspendió los siguientes tres pases. Por estas y otras aventuras nos fuimos convirtiendo en una pareja de desgarbados reclutas que hablaban de cine, literatura, política o mujeres (a mí me gustaba Brigitte Bardot pero él prefería a Gina Lollobrigida).

En mis últimos meses de servicio militar fui trasladado a la revista Verde Olivo, aunque él siguió pasando por mi casa, donde se ganó la confianza de todos. Por su parte siguió desarrollándose en la actividad política y después de desmovilizado fue promovido como cuadro profesional de la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC). A mediados de febrero de 1972, coincidimos en Moscú. Él estaba allí en una actividad del Komsomol y yo regresaba a Cuba desde la RDA, después de participar en un festival de canciones. Creo que fuimos juntos al museo Pushkin. De aquel día conservo una foto con él, algo borrosa, en el cementerio de Novodevichy, cerca de la tumba de Maiakovsky.

Creo que ya por entonces mi amigo dirigía el departamento de Cultura de la UJC de la provincia de Matanzas. En eso estaba cuando llegué a esa hermosa ciudad, en 1973, buscando muchachos que integraran el Movimiento de la Nueva Trova (MNT), que la UJC acababa de apadrinar. Oscarito fue quien me resolvió pernoctar en un albergue y gracias a la confianza que teníamos pude reunirme con el Comité Provincial y plantear algunos asuntos. Uno de ellos fue sobre el grupo Nuestra América, oriundos de Cárdenas y de Varadero, que eran los trovadores más interesantes de la provincia y a la vez católicos practicantes. Por entonces las relaciones Estado-Iglesia eran bastante menos diáfanas que hoy, y para llegar a ellos pasé mucho trabajo, porque los compañeros de la UJC me los escondían. Una mañana decidí esperarles a la salida del preuniversitario en que estudiaban y pude preguntarles directamente si deseaban integrar el MNT. Con tremendo entusiasmo dijeron que sí.

Otro rollo (que años después Oscar contaba muerto de risa) fue cuando un compañero del Ministerio del Interior fue a ofrecer una conferencia sobre el diversionismo ideológico al Buró del Comité Provincial de la UJC, y me invitaron a presenciarla. Aquel compañero, un cuadro de provincia, en un momento de su exposición puso sobre la mesa unas cuantas revistas extranjeras con portadas picantes y explicó que eran ejemplos de diversionismo. Todo marchaba más o menos bien hasta que extrajo una revista ICAIC y dijo que aquella publicación también lo era.

Yo por entonces era parte del Grupo de Experimentación Sonora, y Alfredo Guevara había sido uno de los más decididos defensores de mi generación. Gracias a dirigentes como él y como Haydée Santamaría los trovadores jóvenes y las canciones que hacíamos no fuimos estigmatizados para siempre, como algunos querían. Sabiendo aquello y conociéndome, cuando pedí la palabra Oscarito me hacía muecas para que me callara, pero fingí no verle y hablé. Lo dicho provocó tal situación que a las 10 de la mañana se cortó la conferencia, dijeron que por almuerzo. No fui invitado a la sesión vespertina.

Cuando Oscar terminó en Matanzas, lo nombraron subdirector de Juventud Rebelde. Yo tenía muchos amigos en aquel periódico, sobre todo en los departamentos de dibujo y diseño, algunos de los cuales conocía desde el Mella, además de los poetas del Caimán Barbudo. En aquel ambiente de prensa volvimos a compartir algunas otras aventuras, ya menos a menudo, en parte por sus responsabilidades y también porque desde mediados de los 70 empecé a viajar más seguido.

El 28 de enero de 1989, oliéndome lo que venía, comencé, en la cima del pico Turquino, una gira nacional que titulé Por la Patria. En 1990 tuve la fortuna de hacer un concierto memorable, en el Estadio Nacional de Chile. Desde un punto de vista estrictamente profesional, para mí no fueron malos tiempos, pero las realidades del mundo y de mi país no eran muy prometedoras. Las últimas veces que me encontré con Oscar fue por entonces. Su familia se había marchado al exterior y se le veía desmejorado, incluso físicamente. Cruzamos opiniones. Comprendí que por sus circunstancias estuviera menos optimista que yo. Después, a veces, nos comunicábamos por teléfono; luego hubo un largo tiempo sin contactos hasta que, hace unos años, un mal día, supe que había muerto.

Oscar Cuesta fue uno de esos amigos que, en la memoria, marcan épocas. Hubo tardes y noches en que caminábamos La Habana, discutiendo sobre cualquier cosa, siempre con respeto, yo tratando de no ponerme a tiro de sus sarcasmos. Gracias a él conocí a Silvino García, primer cubano de nuestra historia que obtuvo la norma de Gran Maestro, y a Arnoldo Águila, que escribía cuentos muy imaginativos. Yo le presenté a mis amigos trovadores, actividad que disfrutaba mucho. Una de las cosas que siempre recuerdo de Oscarito es que, ante acontecimientos personales o colectivos, a veces le gustaba decir: “¿Será para bien, será para mal?”, la frase clave de una antigua leyenda china que después yo también he usado, en memoria de mi amigo.

He aquí la leyenda:

Había una vez un campesino chino, muy pobre, pero sabio, que trabajaba la tierra duramente con su hijo. Un día el hijo le dijo: “¡Padre, qué desgracia, se nos ha ido el caballo!”

“¿Por qué lo llamas desgracia?”, respondió el padre. “¿Será para bien, será para mal? ¿Quién sabe? Veremos lo que nos trae el tiempo”.

A los pocos días, el caballo regresó acompañado de una preciosa yegua salvaje. “¡Padre, qué suerte!”, exclamó el muchacho. “Nuestro caballo ha traído una yegua y ahora nos la quedaremos.”

“¿Por qué le llamas suerte?”, repuso el padre: “¿Será para bien, será para mal?  ¿Quién sabe? Veamos qué nos trae el tiempo.”

Unos días después, el muchacho quiso montar la nueva yegua y ésta, no acostumbrada al  jinete, se encabritó y lo arrojó al suelo. El muchacho se quebró una pierna.“¡Padre, qué desgracia!“, “¡Me he quebrado la pierna!“

El padre, fiel a su costumbre, sentenció: “¿Por qué lo llamas desgracia? ¿Será para bien, será para mal?  ¿Quién sabe? ¡Veamos lo que nos depara el tiempo!”

El muchacho no se convencía de la filosofía del padre, sino que gimoteaba en su cama. Pocos días después pasaron por la aldea los enviados del emperador, buscando jóvenes para llevárselos a la guerra. Vieron en la casa del anciano a un joven entablillado y lo dejaron, siguiendo de largo.

Entonces el joven comprendió la sabiduría de su padre: ni lo adverso ni lo afortunado son absolutos, a ambos hay que afrontarlos con prudencia, y dar tiempo al tiempo.

*Este texto fue tomado de Segunda Cita. Se reproduce con la autorización expresa de su autor.

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