Irma en La Habana: las averías de adentro

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

Foto: Claudio Pelaez Sordo.

El miércoles 13, el hito de Malecón y G descansa en un charco de calle 3ra, a varios metros de Casa de las Américas.

Un hombre –camisa planchada, aguileño el rostro, presionado contra la puerta de abordaje– que viaja en un P2 lleno, cuya ruta viene por estos días consumándose en las proximidades del hospital materno de Línea, aún tiene una gracia a flor de piel. El hombre dice “Caballeros, no hay por qué ir como un tamal en hoja, avancen, que al final de la guagua tienen música relajante, café y asientos libres”. El huracán voló las láminas del techo y abatió la parada última de E y 3ra, pero los pasajeros del P2 se echan a reír.

En la pizzería de 23, frente al restaurante El Cochinito, una mujer riñe con la dependiente, y gracias a la intervención de los propios trabajadores del lugar, el conflicto no pasará a mayores cuando la dependiente salga de atrás del mostrador y la mujer le lance la pizza de doble queso que acaban de servirle.

La dependiente en este punto se refrena. Una persona que lanza una pizza va en serio, va a rajatabla, su amenaza es grave. Se conoce que nadie que transite por La Habana, y menos en La Habana que molió Irma, pide una pizza de precio módico por otra razón que no sea matar el hambre y, si una persona llena el hambre con ira y la sustituye, ya eso encierra una amenaza real. Luego a la mise-en-scène se le añade la probabilidad fáctica de que la mujer tirando el disco chato que convertiría en su almuerzo, es una persona también desatándose contra más de 72 horas sin servicios de agua, electricidad ni gas para cocinar. Reconociéndose temperaturas que rondan los 33 grados Celsius, quiere decir más de 72 horas sin ventiladores, por consiguiente, de mal dormir, lo que asiste a la irritabilidad.

La tarde del domingo 10 se agota más pronto que en los días habituales. Es el mismo proceso escalonado, el velo que cae bajo las reglas naturales de siempre, pero, cuando el sol se ponga, la capital de Cuba –salvo algunas excepciones– quedará a oscuras con un ritmo ligero. La noche, más bien, se desploma como han venido haciendo los árboles, los techos y otras estructuras. Los ciclones empiezan por doblar y derribar lo sólido, los objetos materiales, la vida concreta, luego se ocupan de abatir las cosas que simplemente existen.

El estado de ceguera temporal al que nos lleva la noche de domingo, en el que nos ha sumido el huracán Irma, solo nos permite orientarnos por los focos de los carros, para poder adivinar, con la ayuda de estos y en un plano abierto, dónde poner las avenidas y dónde las aceras, muchas de ellas con el paso cortado por las ramas partidas, el barro y la hojarasca. El viento había ido de ulular, el sábado, en el resguardo de los interiores, al trueque macabro de los paisajes al asomarnos. A la reconfiguración de los espacios. Como Irma barrió en la madrugada de La Habana, sin fluido eléctrico, nada más nos permitió medir el desastre por los sonidos, su ópera trunca.

La voz de la destrucción

Antes de que todo se funda en el patrón de oscuridad al que nos referimos, el del domingo, la gente ha comprobado que, a la altura del enlace de calle 5ta y Paseo, Vedado, el mar no ha cedido. Las olas son grandes peces de espuma que se empinan por encima del muro del malecón y se rompen en el suelo, después nadan lisas sin más encrespamiento hacia arriba y se empozan para formar espejos donde los edificios se voltean de cabeza y las cimas son pisoteadas por quienes chapotean cruzando de un borde al otro, la profundidad que hay a los pies del hotel Cohíba deja generalmente su reflejo intacto, sacudido y rasgado por momentos.

En 7ma y Paseo todavía el agua cubre a un sótano casi hasta el tope. El nivel que lograra alcanzar dejó una marca en algunas paredes, como un autógrafo. Bárbara señala la línea de humedad con el rostro quieto. Dice que, viviendo en un área próxima al malecón, hace alrededor de treinta años, sabe cómo encarar serena los accesos del mar.

Antes de que el huracán arrecie, ella estará con los niños y sus objetos preciados en un piso elevado, viendo los dinteles cubrirse a poco por las crispaciones del agua. Sus vecinos de calle B entre 3ra y 5ta, ponen a secar el televisor en el portal, no saben en qué estado se encuentra, lo descubrirán con el restablecimiento del servicio energético, de momento es solo una pequeña caja mortuoria. Por estos días, el privilegio mayor tiene el tono de un gran zumbido, molesto y constante: el que sale de los grupos electrógenos.

A lo largo de las áreas señaladas, se montaron chiringuitos que venden galletas dulces por 10 cup, o pan con mortadella y, en la mejor variante, con lechón. El miércoles a las once de la mañana, por calle D, sacan agua embotellada y latas de refrescos. Se produce una aglomeración instantánea que las fuerzas de la policía vigilan desde la acera contigua. No hubo peleas.

El pan con croqueta en las cercanías, cuesta un solo cup. La croqueta es un cilindro de harina sobre harina marrón, ácido y frío. Una bomba, TNT estomacal cuyo carácter comestible da la medida del apetito de su consumidor. Varios productos de lo que venden los chiringuitos, está a los precios de siempre, no son precios de situación de emergencia, sino los mismos con los que nos tropezaríamos en los carnavales de La Habana.

Era de esperarse que el mar confabulado con las rachas saqueara más hacia abajo. Donde había un Bar Bohemio que duró unos meses remplazando al Dimar, queda un armazón por el que merodean las voces de un grupo que esperará su reajuste y reubicación laborales. Los quioscos Dimar, vendedores de productos marinos fritos, no tienen sentido en un país sin industria pesquera, y están siendo suplantados por otros tipos de servicios. Los trabajadores, en cambio, están siendo suplantados por el vacío. Un dependiente de las ventas de cerveza y pollos al carbón que se extienden hasta calle E, al filo del malecón, dice que la administración les hizo custodiar lo escaso que siguió en pie después del huracán, porque en la noche, con la plenitud del apagón, estaban saqueando los materiales del lugar. Admite que no se iba a arriesgar frente a un ladrón, que lo dejaría robar portones y cualquier objeto a placer.

-Eso le toca a la policía, es trabajo suyo y no de él –dice una mujer a su lado. Agrega que es natural que quieran aprovecharse de la situación favorecida por Irma y ejemplifica con el policlínico de Coco y Rabí, donde había personal cobrando 1 cuc a los vecinos por recargarles la batería de los teléfonos móviles, y en otros lugares por guardarles la comida en refrigeración.

En una larga zona hecha pedazos hasta Línea y 16, a una familia, por esta dirección, se le inundó la vivienda, erigida en un sótano. La familia se muestra renuente a declarar a la prensa “independiente”, una mujer madura, al parecer la cabeza del núcleo, dice que va a hablar exclusivamente al gobierno revolucionario y que, de los miles de dólares que nos pagarán de seguro por lo que publicáramos, a ella no le tocaría un centavo. Otra señora nos llama inmorales.

Han sido horas tensas, a veces abstrusas. El amasijo en que nos ha situado el huracán, a casi una semana de embestirnos, incluye los sentimientos.

En Línea y E, a la izquierda de un restaurante con cierto refinamiento, detrás de un Cupet desabastecido como la mayoría de los Cupet, pero ahora cerrado por los estragos del ciclón, Irma arrancó de raíz un árbol. A la base del árbol, se arrima un hombre. Le pide a otro, que carga un balde, haga el favor de sacarle una foto. La imagen que sale es la de un hombre de estatura mediana, en el centro de una circunferencia de madera, que tendrá un diámetro que supera por mucho la talla del fotografiado. Matemáticamente, el hombre viene a ser el radio. El otro lo felicita por la idea ejecutada, le dice que así, con la captura, ese grueso, los tantos años asidos a la tierra tumbados en apenas horas, se ofrece una noción lograda de lo que consiguió Irma en La Habana. El hombre salva el retrato para sus archivos.

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