José María Vitier: sonata para memoria y piano

"Vivir Cuba desde adentro, en su día a día, ha sido una experiencia de permanente intensidad, llena de luces y de sombras."

José María Vitier, junto a su piano y rodeado de las obras de su esposa, la escritora y pintora Silvia Rodríguez Rivero. Foto: Otmaro Rodríguez.

Esta historia arranca en 1936. Dos amigos, condiscípulos y aprendices de poetas, vislumbran en el graderío del habanero Teatro Campoamor a unas muchachas de las que quedarían prendados para siempre. Los galanes son Cintio Vitier y Eliseo Diego; las damiselas, las hermanas Fina y Bella García-Marruz. A partir de ese momento, una serie de venturosos acontecimientos, en la que participaron prominentes varones letrados[1], fueron sentando las bases para la conformación de dos de las familias más importantes dentro de la cultura nacional: los Vitier-García-Marruz y los Diego-García-Marruz.

A estas estirpes pertenecen, además de los padres prominentes, miembros de la mítica generación de la revista Orígenes[2], Sergio y José María Vitier, ambos músicos; el cineasta y dibujante Constante Diego (Rapi), el poeta, periodista y narrador Eliseo Alberto Diego (Lichi) y la traductora y escritora Josefina de Diego (Fefé).

José María Vitier (La Habana, 1954), es reconocido por igual como autor de música de cámara, orquestal y coral. Compositor, además, de canciones y de partituras para cine, su labor como pianista y creador se recoge en más de treinta CDs, por los cuales ha recibido numerosos reconocimientos nacionales e internacionales. Es, sencillamente, un músico al que le quedan estrechas etiquetas como “culto” o “popular”. Un gran músico cubano, valdría decir; lo que, teniendo en cuenta el apretado firmamento de nuestra manifestación cultural más aportadora al ámbito universal, no es elogio menor.

Allegro

¿Puedes fijar el momento en que por primera vez tuviste conciencia de la música? 

No guardo un recuerdo tan preciso que pueda llamar una “primera vez”, pero lo cierto es que en el entorno de mi infancia la música estaba presente de un modo muy especial. Pienso que fue en alguna de las reuniones dominicales en casa de mis primos, en Arroyo Naranjo, donde escuché por primera vez tocar el piano delante de mí.

Mi abuela materna, Josefina Badía, era una excelente pianista, y cada domingo interpretaba en aquellas veladas un repertorio que incluía piezas clásicas, sonatas de Beethoven y César Frank, con mi padre al violín; y ópera, con mi tío Sergio García-Marruz, médico y tenor aficionado. Mi abuela ejecutaba cualquier género pianístico, popular o culto, y la impresión de vitalidad y alegría que trasmitía creo que marcó de un modo profundo mi sensibilidad. Ella, que murió cuando todavía yo era pequeño, fue la que dictaminó antes que nadie acerca de mi aptitud musical. Yo heredé su añejo piano Wurlitzer, que me acompañó casi hasta el final de mis estudios.

¿Por qué elegiste el piano como instrumento de expresión?

Aunque mi padre tocaba el violín en casa, y muy bien, por cierto; y mi hermano ya estudiaba música y se perfilaba como un guitarrista brillante, el piano ejerció sobre mí una primera seducción irresistible. No el piano de los grandes virtuosos, sino aquel piano aliado de la reuniones familiares, el piano que acompañaba las canciones que escuché a mi madre cantar junto a su hermano jazzista, Felipe Dulzaides, el piano de Bola de Nieve, de Rita Montaner, el de Antonio María Romeu o el de los tumbaos de Benny Moré, que se oían en casa en un entonces nuevo tocadiscos Phillips.

¿Que elige un niño de 6-7 años? He dicho que el piano quizás me eligió. Pero eso, más que una certeza, es un deseo.

Es sabido que entre los profesores y los estudiantes de arte se establece un vínculo muy peculiar, que tiene elementos paterno filiales, puramente didácticos y de colaboración artística. Entre todos los profesores que intervinieron en tu formación, menciona tres de los más significativos.

Me tranquiliza que solo tenga que mencionar tres. La lista de mis profesores es interminable, y sigue abierta. Pero específicamente en el ámbito “académico” del piano, son justamente tres los esenciales.

Cecilia Echevarría fue mi primera profesora, en la barriada de La Víbora. Tuve una gran suerte de empezar con ella. No solo era una maestra competente en términos musicales, sino, sobre todo, era y es, una persona culta y de fina sensibilidad. Supo conducirme en mis inicios de forma tal que hizo leve la convivencia de los juegos con los deberes del aprendizaje. Realizó bien su trabajo; de otro modo, todo hubiera sido diferente, o no hubiera sido. Ella misma, humildemente, sugirió a mis padres que yo merecía tener una guía de mayor rango. La recuerdo con verdadero cariño y gratitud. Comenzar el camino musical de la mano de una Cecilia fue, por lo menos, un buen augurio[3].

De Cecilia pasé a Margot Rojas, considerada la mejor pedagoga de piano en esos años, y era, además, famosa y un poco temida por su severidad y rigor. Daba las clases en su casa, en El Vedado, cada lunes.

Margot era una extraordinaria maestra, y con ella mi concepción del piano como “carrera” se enserió definitivamente. De la noche a la mañana me enfrenté a un nivel de exigencia desconocido para mí. El piano dejó de ser un juego más, y descubrí ese lado problemático y riesgoso que tiene esta profesión. Su magisterio resultaba realmente estresante, por lo menos para aquel adolescente que yo era. Pero he vivido agradecido por los consejos prácticos inolvidables que recibí de ella; y recuerdo sus manos, increíblemente pequeñas, pero capaces de vencer cualquier dificultad, a base de pura sabiduría técnica.

Muchos años después volví a verla en ocasión de un documental del ICAIC sobre mi vida artística. Nos aparecimos en su casa, con cámaras y micrófonos para obtener algún testimonio suyo acerca de mí. No fue tan elogiosa como hubieran deseado los realizadores y yo mismo. Ella, luego de admitir escuetamente que yo tenía cierto talento, centró su declaración en el hecho de que nunca me había esforzado lo suficiente. Un regaño en toda regla. Por poco no puede ni ponerse en la película…

Preparado concienzudamente por Margot, entré en el Conservatorio Amadeo Roldán a los 14 años, y allí recibí clases de piano con César López. De César he hablado muchas veces; siempre he reconocido que fue el profesor que más influyó en mi formación, no solo como pianista, sino también como artista; y en muchos sentidos, además, como persona.

César, a pesar de ser solo 10 años mayor que yo, era un gran profesor y un hombre de vastísima cultura y de una curiosidad intelectual insaciable. Su pasión por el conocimiento abarcaba todas las artes y el pensamiento humanista más avanzado. La clase de piano podía versar sobre los más diversos asuntos, desde la actualidad cultural y los “estrenos” cinematográficos de la semana, hasta las filosofías ancestrales, el saber holístico, la religión y la política. Con él aprendí a aprender, y eso no es poco decir.

La música, en su concepción, era solo una forma más del conocimiento, y un lenguaje en resonancia interactiva con la totalidad de los saberes. A él le debo, en gran medida, la maduración de mi vocación como compositor, que el presintió y apoyó.

¿Tienes una definición particular de música?

Existen innumerables definiciones, que van desde las académicas de manual hasta las más cursis que ha generado arte alguno. Ninguna lo deja a uno ni medianamente satisfecho.

Me parece que las definiciones más atinadas son las que se enfocan en su carácter abstracto, y de ese modo reconocen tácitamente la imposibilidad de una definición concreta. La música es un devenir: ya eso podría ser una especie de definición; el Tiempo es su medio natural y, por lo mismo, comparte con ella la misma indefinición esencial.

Sobre esa base es que yo me inventé mi propia fórmula, que es esta: “La música es el arte que nos permite recordar lo que no ha sucedido”. A mí me funciona.

Durante una presentación en Colombia. Foto: Carlos Lema.

Háblame de tu rutina creativa. 

No soy metódico para nada, ni tengo rutinas creativas. Me gustaría decir que necesito esa “paz interior”; pero, en realidad, trabajo mejor manejando ciertas dosis sostenibles de stress. En las circunstancias de la vida diaria, considero este defecto casi una virtud.

Por lo demás, trabajo a cualquier hora. Entendiendo como trabajo no solo el acto de escribir las notas, sino el proceso interior, y anterior, de imaginarlas.

Pero prefiero las primeras horas del día, antes del amanecer.

Alguien que no sea artista difícilmente puede entender la epifanía que se produce cuando das con un hallazgo o recibes la visitación de ese algo de lo cual eres médium. 

Es difícil de entender también para el propio artista. Y quizás imposible de describir verbalmente. Pero es el momento más feliz que nos depara la aventura creativa. El hallazgo en sí puede ser un ejercicio solitario de presunción, en cambio produce un efecto de equilibrio, de justa medida descubierta, algo que quizás pueda resonar en otro ser, ya que crear es siempre confiar también en que alguien escucha. Aunque se trate solo de sonidos, cada hallazgo se siente como una pequeña victoria silenciosa.

Narra tu relación con tu hermano Sergio. 

La relación con mi hermano no es algo a lo que pueda referirme con la razonable brevedad que impone una entrevista. Pero lo intentaré.

Era seis años mayor que yo, por lo menos al principio. Eso significó un “destiempo” que gravitó en nuestra relación, porque mi infancia fue su adolescencia; mi adolescencia, su juventud; mi juventud, su madurez… Claro que son términos relativos y un poco engañosos, pero resumen bien lo que quiero decir. De diversas maneras, en cada etapa de nuestras vidas su papel fue determinante para mí. Una relación compleja tramada en semejanzas y contrastes, de acercamientos entrañables y lejanías no solo en la música, sino en muchos aspectos de la vida.

Para hablar de Sergio[4] habría que parear adjetivos irreconciliables: caballero y mendigo, heroico y callejero, romántico y soez… ¡Quijote y Sancho! Sergio fue una persona irrepetible, que dejó tras de sí una verdadera leyenda urbana de hombradía y consecuencia, y, al mismo tiempo, fue un músico, en mi opinión, sencilla o complejamente extraordinario.

La música nos fue acercando cada vez más. Me enseñó algunos secretos de la música cubana que solo él sabía. Lo extraordinario es que era, en muchos casos, el inventor de esos secretos. Ahora siento que en sus últimos años fuimos más hermanos que nunca.

Los hermanos Sergio y José María Vitier. Foto: Cortesía del entrevistado.

A lo largo de tu carrera has trabajado con varias agrupaciones y formatos. Muchas de las veces en el papel de líder. ¿Cómo es convivir con músicos? ¿Cómo es dirigirlos?

La convivencia con los músicos casi siempre es una fiesta y, a la vez, una increíble fuente de inspiración. La clave de esa comunicación es la posibilidad de confrontar el trasvase de mi propia singularidad a la de los intérpretes. Creo que valen la pena los riesgos de ese proceso. Mi experiencia ha sido siempre dirigir mi propia música, desde el formato más simple, hasta la dirección de orquestas sinfónicas, incluyendo la ópera, aunque no fui formado en esa profesión.

Fue casi un imperativo lo que me condujo a dirigir mi música; entre otras cosas, porque un compositor que dirige su propia obra parece generar una especie de valor añadido que el mercado reconoce favorablemente. Trato de hacerlo con humildad, pasión y…humor. Siempre tengo muy claro que la única forma efectiva de hacer valer mi autoridad de autor es la fe compartida en un mismo ideal musical. Dejar que ese ideal nos dirija a todos. Y que la Música sea el verdadero líder.

¿Son duros los ensayos?

Sí, mucho. Pero tengo que reconocer que hay algo que ocurre en los ensayos que puede ser fantástico y no se repite después, aunque debiera, en los conciertos. Es la magia del primer acercamiento, de la primera vez, ese vértigo de asomarse al sonido naciente, exponerse y compartir ese riesgo personal en un círculo reducido, que suele ser más exigente que el “público en general”.

En cuanto a las modificaciones que surgen, hay que considerar que la música, como escritura, está muy lejos de la precisión, diríase, definitiva, que gozan otras escrituras como la literaria. O más bien que la escritura imprecisa de la música da por sentada la interpretación subjetiva y diversa de los signos, por personas ajenas al proceso creativo.

Esta circunstancia, sin embargo, para mí puede ser altamente estimulante.

Cuando me ha tocado asistir a interpretaciones de mi música, en general no me disgusta que se aparten de mi ideal interpretativo. O en otras palabras, no creo que en música haya una sola forma correcta de hacer las cosas; incluso, puede haber una que me satisfaga más que la mía original.

Es difícil juzgarse a uno mismo. Igual te pregunto: ¿En cuál de las obras de tu catálogo tú crees que acortaste más la distancia entre lo vislumbrado y lo conseguido? 

Es cierto que es difícil juzgarse uno mismo, pero es el único juicio que me parece razonable intentar. Viendo lo hecho hasta ahora, si tuviera que escoger una sola obra, como en el juego de la “isla desierta”, creo que escogería la Misa cubana a la Virgen de la Caridad del Cobre, una pieza que concebí junto a mi esposa, que aportó los textos en castellano que la integran, y fue la fuente inspiradora de todo; tiene una relación muy estrecha con nuestra vida y la de nuestro hijo; su resonancia en nosotros ha crecido con el tiempo. Ella simboliza para mí mucho más que música. Es la certeza de un vislumbre, y no creo que pueda aspirarse a más que eso.

 

De izquierda a derecha, Silvia Rodríguez, José María Vitier, Fina García-Marruz y Cintio Vitier. Foto: Cortesía del entrevistado.

Andante

¿Cuándo comprendiste que tu familia tenía un gran peso en la cultura cubana?

Hasta la adolescencia yo no tenía ninguna conciencia de pertenecer a una familia “importante” para la cultura. Esa sensación no formaba parte de mi vida familiar, porque no era el estilo de mis padres hacer ese tipo de ostentación, ni mucho menos imponerla en casa.

Pero en aquella casa con dos bibliotecas se despertó espontáneamente en mí una temprana voracidad lectora, que rápidamente dio cuenta de todo Salgari y Verne, para caer en Defoe y Stevenson, y, de pronto, Jack London me sacudió. Saltando de libro en libro y de un modo azaroso, descubrí a otros poetas antes que a mis padres. Especialmente Martí. Recuerdo el encontronazo de mi primera lectura de Whitman y Vallejo. Fue en una escuela al campo, año 68, yo tenía 14 y me abrí a la poesía. Eso allanó el camino, y entonces llegaron las dos grandes antologías poéticas: Testimonios, de mi padre; y, un poco después, Visitaciones, de mamá, y ahí es que cobré conciencia de la obra que se escribía en mi propia casa. Al mismo tiempo sentí que aquel descubrimiento rebasaba mi propia pequeñez, y me señalaba un camino. Con el tiempo aprendí que ese camino era también una batalla. Y yo acepté ese compromiso, que no ha cesado nunca.

¿Puedes relatar un día específico de tu infancia en que aparezcan tus padres?

Durante mi primera infancia mi madre todavía no trabajaba fuera de la casa, así que yo estaba básicamente con ella. Papá trabajaba en la Escuela Normal de Maestros, enseñando francés, y al regreso solía encerrarse, literalmente, en su biblioteca, y durante horas podía oírse el tableteo de su Underwood. Mi madre, me he preguntado muchas veces cuándo escribía en aquellos años, porque estaba siempre conmigo o haciendo cosas en el hogar. Pero los dos, cada uno en su estilo, fueron padres muy amorosos, y me gusta comprobar que no puedo elegir un día venturoso específico de mi infancia junto a ellos. ¿Quizás una tarde en la playa, una noche en Viñales, o una mañana de Navidad en nuestra casa? ¿Cuál elegir? Viví innumerables días felices a su lado.

Cintio en las fotos aparece con semblante severo.

Papá, en realidad, tenía un carácter mucho más expansivo que mami, una espléndida sonrisa que empleaba a diario y una risa sonora y generosa que está en sus mejores fotos. No guardo un recuerdo “severo”, ni tampoco lecciones explícitas de intención formadora. Papá disfrutaba la vida en familia y su cotidianidad era sosegada. Tenía un modo inequívoco de entregar cariño, sin aspavientos. Algo que fui comprendiendo con los años, y que me gusta llamar “el pudor del cariño”. Era un ser amoroso.

¿Representó alguna dificultad en tu desarrollo artístico ser hijo de Fina y Cintio?

De ninguna manera. Mi desarrollo artístico solo pudo beneficiarse con eso de mil formas. Nunca sentí esa “presión” de ser hijo de escritores de semejante calibre. Y eso que pertenecer a esta familia no siempre fue una llave que abriera todas las puertas, ni lo es todavía. Pero la sensación que prevalece en mí es la de haber sido extraordinariamente afortunado.

Muchas veces, y creo que cada vez más, cuando he tenido que enfrentar mis propias circunstancias adversas, he tratado de imaginar cómo habrían reaccionado ellos, y ahí he hallado siempre una auténtica lección de vida.

De izquierda a derecha Fina García-Marruz, José María Vitier, Cintio Vitier y José Adrián Vitier. Foto: Cortesía del entrevistado.

Háblame de Fina, dame tu visión de ella como hijo.

Hace poco escribí unos versos que quizás constituyen algo así como la semblanza que me pides, y me excusa de darte una respuesta que, me temo, sería interminable.

TUS PALABRAS

Qué lentas ahora me estremecen
tus palabras, madre.
Mientras las leo en la tarde y casi llueve
y casi recuerdo, a retazos,
todo.
Yo era un niño que jugaba y te miraba
escribir
con aquel trazo tan ágil,
la letra menuda y urgente,
en medio de los trajines de la casa,
en las pausas entre una y otra puntada
o entre uno y otro hervor, en la cocina.

Yo no sabía qué anotabas en aquellas libretas

escolares de pasta veteada en blanco y negro,

ni por qué te quedabas de repente tan seria

mientras el lápiz volaba sobre el papel rayado.
Yo era un niño.
Yo jugaba a los soldaditos en las losas del piso

mientras tú temblabas de amor por cada cosa,

sentada cerca de mí, en la silla incómoda del cuarto,

compartiendo mis juegos con tu silencio.
Cada uno inmerso en sus secretos.

Por cierto, la batalla entre los dos bandos de soldaditos,

rojos y azules, no ha terminado todavía.
Nada termina en realidad.
Solo ha pasado el tiempo.
Pero algo cambió para siempre.

Ahora tú eres la niña.
Y yo soy el que tiembla.

Dentro del Grupo Orígenes, sin contar a tu familia ni a los Diego, ¿quién es tu personaje inolvidable?

Sin ninguna duda, Lezama: ejercía una atracción magnética, que en mi caso no se basaba en la comprensión o incomprensión de su obra, eso vino después, sino en todo hálito de humanidad que trasmitía. Su capacidad de asociación verbal, que era ilimitada, así como su asombrosa cultura real, que se sumaba a otras culturas imaginarias en constante interacción y hervor a fuego lento, y que hacían de su conversación un arte incomparable. Me impresionó vivamente en cada oportunidad que tuve de verlo, y esa impresión ha crecido con el conocimiento de su obra. Pero lo que más me conmovió de su persona, definitivamente fue la llaneza de su carácter, su fineza, su humor y descubrir que detrás de aquella monumental sabiduría había, sobre todo, un hombre bueno, y de un sorprendente candor.

¿Cuál es tu recuerdo más recurrente de Eliseo?

Su voz. O sería mejor decir “sus voces”. Alguna vez intenté describirlas y escribí algo, un fragmento de lo cual te transcribo:

La voz de Eliseo era grave, indisoluble de su ansiosa respiración, aquellas pausas de fumador impenitente, ese jadeante silencio que competía con su palabra hablada y hacía brotar en su voz los versos como al final de la incurable fatiga de un combate; voz de lector, también, de humeante conversador. Lenta y llena de su propio eco como de un secreto que uno podía compartir solo al hablar con él. Recuerdo también su otra voz, conspiradora, cómplice, como de actor secundario, que alguna tarde me contó directamente a mí, sin testigos, sus sigilosas andanzas más secretas. Respeto esos secretos. Ahora me quedo con la voz de sus poemas, la de su mejor papel, actuando o jugando a ser él mismo, como si las cosas más serias de este mundo, todo ese saber contenido “entre la dicha y la penumbra” de su poesía, no fueran más que una ancestral travesura.

De los primos Diego, ¿con cuál tuviste mayor afinidad?

Mencionar uno solo de los tres será siempre injusto. Pero creo que si te digo que fue Rapi, el coro de los primos aprobaría mi elección.

Rapi fue una persona irrepetible. Incomparable, incluso, consigo mismo; porque era un ser en estado de constante auto-reinvención. Constante, por cierto, era su paradójico nombre de pila. Un tipo polémico, brillante como artista, riente, siempre agudo; y, por momentos, trágico. Veraz, fabulador. Pero sobre todo, insaciablemente adicto a la ternura. Me fui hermanando con el paso de los años, y después de su partida no he cesado de hacerlo.

José María Vitier y Rapi Diego.

Eres el padre de José Adrián, también poeta. ¿Su educación en algún modo te aclaró zonas oscuras –si es que las hubo– de la relación que tuviste con tus padres?

Fuimos padres muy jóvenes, y el nacimiento de nuestro hijo fue y sigue siendo el momento más feliz de nuestras vidas. Estábamos llenos de ideas de cómo debíamos ser como padres, y de cómo construir, más que una relación, una verdadera alianza con nuestro hijo, una amistad para siempre, una confianza sin límites. Eso implicó claramente una reflexión de nuestras propias experiencias filiales. Quiero pensar que en alguna medida logramos esa alianza, pero eso tendría que responderlo José Adrián.

Quizás todas las generaciones abrigan esa ilusión de superar la precedente, y en ese sentido nuestra aspiración era acortar al mínimo la inevitable distancia generacional.

Lo que sí puedo asegurar es que nunca se termina de aprender a ser buen padre, lo que de paso nos da una segunda oportunidad de volver a ser mejores hijos. De un tiempo a esta parte ya me interesa más lo que aprendo de mi hijo que lo que aspiro a enseñarle. Pienso mucho en eso.

Todos los padres cometemos errores, los míos no son una excepción. Uno tarda mucho en descubrirlos y aceptarlos, y es normal tratar de evitarlos, pero hablar de ello públicamente me parece que es cometer un nuevo e innecesario error. Aquí me acojo al mandato de unos versos que mi madre escribió, seguramente enfrentada a esa misma amarga pregunta que ahora me haces:

“No juzgues mis errores, hijo mío. No podré resistir si la inocencia me juzga”.

José María Vitier y Silvia Rodríguez. Foto: Cortesía del entrevistado.

Alguien dijo que el modo menos azaroso de avanzar por la vida es de dos en dos, de la mano de alguien. Silvia Rodríguez Rivero, escritora y artista de mérito también, es esa presencia que recorre quizás el tramo más importante de tu plazo vital. ¿Es difícil amar a una artista?

Nos conocimos hace 48 años, un 17 de julio, en un bar de La Habana, y desde ese mismo día, o más bien, desde esa noche, estamos juntos. Desde aquel tiempo y hasta hoy nos hemos acompañado en cada etapa de la vida, y todo lo que hoy somos y tenemos lo logramos juntos. La familia, el hogar, el trabajo y el amor. Todo lo hemos vivido como pareja, y mientras más pienso en eso, más me parece un auténtico milagro.

Si hablamos del trabajo artístico, Silvia fue quien vio en mí lo que yo mismo desconocía, y luchó y lucha cada día porque yo alcance mi expresión más plena. Y puede hacerlo porque tiene ante todo un intenso sentido artístico de la vida.

Ese sentido y el instinto infalible del amor le permitieron asumir los más diversos retos para conducir mi carrera, desde la creación de cada proyecto hasta su conversión palpable en hecho artístico. Una labor muchas veces anónima pero siempre tenaz e inspirada.

Comencé a componer bajo el influjo y la emoción de nuestro encuentro, y esa emoción y ese influjo ha crecido con el tiempo, de modo que la vida en común es inseparable de mi trabajo como creador.

Desde hace un tiempo Silvia ha encontrado en la pintura un hermoso y personalísimo camino de expresión, que añade un flujo de energía fresca y original a nuestras vidas. Ella pinta escuchando mi música y yo compongo rodeado de sus cuadros. De modo que entre nosotros siempre están naciendo cosas nuevas. ¿Cómo va a ser difícil amar a una artista? Más bien es la promesa cumplida de la felicidad como un Arte mayor.

No quiero que me narres hechos, sino sentimientos. ¿Qué representaba para ti aquellas jornadas en que los Vitier y los Diego se juntaban al calor de cualquier celebración?

Mi memoria de esas jornadas es sobre todo la de las reuniones a lo largo de todos los domingos de mi infancia y hasta el umbral de la juventud, fundamentalmente en la quinta que tenían en Arroyo Naranjo los Diego: Eliseo y su esposa, mi tía Bella García-Marruz, y sus tres hijos, mis primos hermanos Rapi, Lichi y Fefé. Acudía mi abuela materna, Josefina, sus otros hijos, Sergio García-Marruz y Felipe Dulzaides, con sus respetivos hijos que hacían más nutrida la tropa de los “primos”. Allí llegaba sin falta Agustín Pi, su esposa y sus hijos, que desde entonces considero como familia. También recuerdo otros amigos, como los poetas Octavio Smith, el Padre Gaztelu y Cleva Solís. Más esporádicamente, Samuel Feijóo; si estaba en La Habana, también aparecía.

A pesar de haber tantos pesos pesados de la cultura cubana, aquel grupo humano constituía algo bien diferente a una “tertulia” literaria.

“Arroyo”, como lo llamábamos, fue nuestra “fiesta innombrable” y el cerrado círculo de los amigos más entrañables. Allí pasé los días más felices que puedo recordar de mi infancia.

Cuando los Diego se mudaron a El Vedado, su nueva casa siguió siendo, ya no solo para mí, sino para mi esposa Silvia, y para un creciente número de amigos de nuestra generación, un refugio gozoso, verdaderamente aquel “sitio en que tan bien se está” del poema de Eliseo, donde gustar a plenitud de todos los oficios del arte y del cariño. Pero aquel “Arroyo” quedó como un mito familiar insuperable. Cuando lo recordamos hoy, todos lo que por allí pasamos, compartimos el sentimiento de un paraíso perdido.

José María Vitier y Silvia Rodríguez. Foto: Cortesía del entrevistado.

Presto

Una de tus producciones discográficas se titula Cuba dentro de un piano. Me gustaría saber qué obras o aspectos de la realidad crees que expresan de una manera significativa “lo cubano”.

Un libro: el Diario de Campaña de Martí.

Una obra pictórica: Niños (1938), Fidelio Ponce.

Una obra musical: la Berceuse campesina de Caturla.

Un rasgo de la sicología colectiva: La ilusión.

Una tradición: El café fuerte en la mañana.

Una edificación: El Santuario de la Virgen de El Cobre.

Un plato: Uno de postre, dulce de guayaba y queso crema.

Ya sé que uno no escoge dónde y cuándo nacer, pero sí se puede asumir una posición con respecto a esos dos “accidentes”. ¿Cómo te va con tu condición de cubano? ¿Qué es lo mejor de ser cubano? ¿Qué es aquello no tan bueno que entraña esa condición?

Mi condición de cubano solo fue accidental en su origen. El resto ha sido una elección que confirmo todos los días. No lo considero un valor añadido, sino una forma ineludible de ver mi vida. En cuanto al “cuándo” nacer, es un buen ejercicio por el que me he dejado seducir a veces. Pero al final siempre me conduce al mismo punto. No cambio el tiempo que me ha tocado vivir por ningún otro.

Lo “no tan bueno” es ver como esa misma condición de cubano es tan frecuentemente amenazada y distorsionada por una sarta de estereotipos de nuestro modo de ser como cubanos, que a veces nos colocan ante la mirada del mundo y, peor aún, ante nuestra propia mirada, como seres incapaces de profundidad y grandeza. Por eso hay que recurrir una y otra vez al mejor de todos los cubanos, y escuchar cuando nos dice, “Yo no sé qué misterio de ternura tiene esa dulcísima palabra: ‘Cubano’, que si se la pronuncia como se debe parece que es el aire como nimbo de oro y es trono o cumbre de monte la Naturaleza.”

Y eso es lo mejor de ser cubano, tener esa mirada alzada a los ideales que fundaron nuestra historia. Sentir ese orgullo sano. Vivir Cuba desde adentro, en su día a día, ha sido una experiencia de permanente intensidad, llena de luces y de sombras. Pero me tientan más las luces que las sombras, y trato de que mi trabajo creativo así lo refleje. A veces me parece una tarea imposible. Para terminar con este tema interminable, aquí tomo prestadas estas palabras de mi hijo José Adrián, que comparto apasionadamente: “Para intentar cosas imposibles, creo que he nacido en el lugar correcto”.

Si te fuera dado cambiar algún aspecto de la realidad inmediata, ¿cuál sería? ¿Y de la realidad nacional?

En mi realidad inmediata, en el sentido de “personal”, me bastaría ver que las personas que amo fueran, de una vez y por todas, felices.

Y de la realidad nacional…

Uno quisiera vivir para ver que muchas cosas cambiaran; sin embargo, paradójicamente, quisiéramos que algunas otras no cambiaran nunca. Así es la naturaleza compleja de esta vida que vivimos. Pero te respondo lo más directamente posible. Están sucediéndose algunos cambios que creo que la mayoría de los cubanos saludamos con esperanza, y también con justificada impaciencia. El país tiene que acompasar el ritmo de esos cambios al ritmo general de un entorno internacional, que es vertiginoso, y para ello se necesita información, valor y sagacidad. Si vemos la nueva Constitución, eso es, sin dudas, insuficiencias y contradicciones aparte, un buen paso. Para empezar, creo que deberíamos hacerla cumplir tal cual está aprobada. Una cultura de apego a la ley debe imponerse como un nuevo tipo de liderazgo al que los cubanos no estábamos habituados. Un liderazgo supra personal, invisible, pero omnipresente, que emane de la propia justeza y eficacia de las leyes. Eso ya sería un cambio significativo, y la premisa de muchos otros cambios necesarios.

¿Cómo imaginas Cuba dentro de diez años?

Como soy de natural optimista, no voy a ampliar el plazo que propones, aunque me parece demasiado corto.

Imagino un país en el que vivir sea más que sobrevivir, más que defenderse de adversidades propias y ajenas; una sociedad que no tema de sí misma y en la que la posibilidad del progreso de cada ciudadano esté protegida por leyes que obliguen a todos por igual, permitan el despliegue de las potencialidades colectivas e individuales; una sociedad que honre la semejanza de sus ciudadanos y respete sus diferencias, y en la que se premie la honestidad y el mérito. En síntesis, que cada quien pueda cumplir su destino sin transgredir el de los demás, ni su propia conciencia. Tengo la esperanza de que dentro de diez años esta misma pregunta pueda responderse de un modo más sencillo. En todo caso, la esperanza de que así sea, es un riesgo que siempre valdrá la pena correr.

 

Notas:

[1] Los poetas Gastón Baquero, Ángel Gaztelu y Octavio Smith.

[2] Fundada por José Lezama Lima y José Rodríguez Feo. De 1944 a 1956 se publicaron cuarenta números.

[3] Santa Cecilia es la patrona de los músicos. También es el nombre del personaje central de la emblemática novela Cecilia Valdés o la Loma del Ángel, de Cirilo Villaverde, convertida luego en zarzuela por Gonzalo Roig.

[4] Sergio Vitier (La Habana, 1948-2016).

 

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