Eusebio Leal: “La Habana es un estado de ánimo”

"Como las personas, cada ciudad tiene sus huellas. Más que un conjunto de definiciones y de memorias, La Habana es un estado de ánimo. La gente llega y se pregunta ¿qué pasa aquí que me siento tan bien, que es tan grato estar?"

Eusebio Leal. Foto: Alejandro Ernesto.

Quien lo escucha, podría pensar que Eusebio Leal creció rodeado de bibliotecas y manteles bordados. Sin embargo, llegó por otro camino a ser una de las grandes figuras intelectuales de Cuba y el principal responsable de la rehabilitación del Centro Histórico de La Habana, designado por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad.

Comenzó a trabajar desde los 16 años y en esa hora alcanzó con gran sacrificio el sexto grado. A partir de entonces, su formación autodidacta ha concluido en una obra significativa como historiador, varios doctorados honoris causa y una cifra extraordinaria de premios en todo el mundo por su labor de restauración.

Esta entrevista trata sobre los sueños de Leal. Esos sueños, ligados, según afirma, a sus aspiraciones y a sus agonías, le ayudan a que no se cumpla para él lo que exclamaba Simón Rodríguez, el maestro de Bolívar: «quise hacer un paraíso para todos y creé un infierno para mí». Sin embargo, un desvelo lo mantiene en vilo: continuar la obra a la que ha dedicado su vida, con La Habana como horizonte.

¿Qué diferencia a La Habana de otras ciudades del mundo?

Como las personas, cada ciudad tiene sus huellas. Más que un conjunto de definiciones y de memorias, La Habana es un estado de ánimo. La gente llega y se pregunta ¿qué pasa aquí que me siento tan bien, que es tan grato estar?

La Habana es una ciudad ecléctica, como los cubanos, una síntesis de los elementos de la arquitectura clásica, de la moderna, de la contemporánea, del art nouveau, al punto de llegar a las Escuelas de Arte de Cubanacán. No sabemos qué pasaría si se disloca ese trazo urbano, ese diseño tan especial, en el cual puedes recorrer la línea del Malecón, desde los espacios más nuevos de la ciudad hasta el Centro Histórico, siempre de cara al mar. La Habana es la ciudad insular, la ciudad puerto, una ciudad en la que en las noches se sientan en el Malecón diez, quince, veinte mil personas a dialogar, a mirar, a tomar el fresco. La Habana es una ciudad de cara al mundo.

Se ha defendido que la ausencia de inversión inmobiliaria ha permitido conservar la ciudad, pero también ha contribuido a su deterioro progresivo. ¿Hasta dónde cree que alcanza ese deterioro?¿Qué sería imprescindible salvar?

De las cosas que pasan o pueden pasar tenemos opinión, de las que pasaron solo podemos emitir juicio. Ciertamente, tendemos más a construir que a conservar. Ahora, conservar la ciudad no puede ser un ejercicio de riqueza, debe ser más bien una inversión desde nuestra pobreza, pues de no conservar nos quedaríamos con nada.

La ciudad se salvó del boom especulativo y constructivo de otras ciudades latinoamericanas —en las cuales lo primero que sufre es el centro histórico— en aras de la «modernidad». Es la «modernidad» que en La Habana representa —muy mal— el llamado edificio de los sarcófagos, en el Malecón. Eso es lo que nos esperaba. Otro símbolo lo constituye, también, el viejo edificio del Colegio Universitario San Gerónimo, destruido en los años cincuenta del pasado siglo, para levantar una terminal de helicópteros, situada pared con pared del otrora Palacio de las Capitanes Generales españoles. ¡Qué locura, qué extravío, qué pérdida de la memoria!

La Habana es una de las mayores concentraciones urbanas de esta latitud. Es una ciudad resuelta en distintos momentos, que va desde los trazados originales hasta la Plaza de la Revolución. El nuevo centro de la ciudad se fue desplazando y llegó hasta esos grandes edificios que, conservados en un entorno adecuado, resultan grandiosos.

Una ciudad experimenta procesos de muerte y regeneración hasta cierto punto naturales. La ciudad es tan susceptible que cuando le pones la mano renace una maravilla. Eso fue lo que pasó en la llamada Casa de las Tejas Verdes, a la entrada de la 5ta. Avenida, y es lo que estamos haciendo ahora con el Capitolio. Así es como se regresa de ese tiempo de marcha y fatiga y se comienza a ver como una necesidad la conservación de la ciudad.

Suelo subir al techo del hotel Saratoga para apreciar desde allí el urbanismo que nos distingue, para contemplar los grandes jardines en torno al Capitolio, el Prado, el Parque de la Fraternidad Americana. Ahora ya se nos muestra la ciudad con sus virtudes y no solo con sus defectos. La Habana está en movimiento. Hoy se restaura el Teatro Martí, el Gran Teatro de La Habana, el Capitolio, el Malecón, la Universidad, el Cementerio de Colón, el Prado. Llegará un momento en que las piezas de ese rompecabezas acabarán por reunirse.

Usted ha dicho que las ciudades no solo se diseñan, sino que se elaboran por las personas que las viven. ¿Cómo esa concepción de la ciudad como organismo vivo se vincula con las necesidades de la restauración de un centro histórico habitado?

Un proyecto, hasta cierto punto, es siempre una camisa de fuerza. Hemos venido comprobándolo con aciertos y errores. Siempre dije: «que se queden los que se morirían si se van, y que se vayan los que se morirían si se quedan». Muchos llegaron a La Habana por necesidad y se ubicaron en una casa cuyos espacios siempre admitían uno más. Como resultado, la habitabilidad ha estado amenazada por problemas de superpoblación.

Si tomamos como modelo uno de los edificios de la Plaza Vieja, el de los vitrales, recordamos que ahí vivían más de sesenta núcleos familiares, la mayoría de entre cuatro y seis personas. Para romper con esa precaria situación, restaurar el edificio y garantizar mejores condiciones de vida, fue necesario crear 104 nuevos apartamentos.

Cuando nosotros vamos a restaurar para re-habitar —porque para ese edificio volvieron 14 familias— las personas que se van tienen asegurada una vivienda digna. Eso supone distintos problemas y a veces pasan cosas insólitas. Te puedes encontrar a quien quiere «desglose» —una de las palabras mágicas que solo conocemos los cubanos—, algo terrorífico que puede consistir en querer tres apartamentos por lo que poseía en ese momento —porque está divorciado, pero vive allí con la hija y su marido, que también está divorciada y que no tiene a donde irse, etcétera.

Por ello el proyecto ha sido un proceso de diálogo profundo con la comunidad, y a veces de discusiones. El reordenamiento lo hemos hecho desde arriba, pero también intentamos hacerlo desde abajo, manteniendo un diálogo que se manifiesta en los cientos de cartas que recibo, en las que me da la gente por las calles y en la cavilaciones del Plan Maestro, la entidad multidisciplinaria que elabora una visión global de lo que sucede en el Centro Histórico al integrar la población en riesgo, el trabajo con la tercera edad, con las personas discapacitadas y el enfoque de género.

El Centro Histórico ha sido un laboratorio. Si se pudiesen reunir los elementos que están restaurados pero se encuentran dispersos geográficamente en la ciudad, el patrimonio restaurado sería tres veces más grande que el de San Juan de Puerto Rico, cuatro veces más grande que el de Cartagena de Indias y más monumental que el de ambos. La monumentalidad de La Habana es también un signo de su diferencia: no se trata de un pueblito pintoresco, sino de una gran ciudad donde convive la gran Plaza de San Francisco, la gran Basílica Menor del Convento de San Francisco de Asís, al lado de una pequeña casita de pescadores.

Hay muchos homenajes que la Oficina del Historiador de la Ciudad le ha prodigado a personas vinculadas a la historia de La Habana y del país. ¿Cuál es el mejor monumento que puede concebir a la obra que aquí se ha hecho?

La Basílica de San Francisco de Asís. Cuando yo era niño la Basílica era un ministerio, pero de adulto la conocí como un mercado. En él se aglomeraban montañas de verduras y en el centro había un frigorífico para guardar las carnes. Luego figuró como escenario para una novela televisiva. Al final, quedaron solo las pulgas y el olvido. El símbolo es, entonces, la Basílica, en el momento en que Fidel Castro entra, restaurada, y se quita la gorra frente al Cristo que pende del escenario. Ese es el momento que quiero recordar, el momento en que pudimos revertir el olvido, la destrucción y la vulgaridad, y triunfó la razón pura, aunque sea acaso romántica. Esa visión romántica del mundo es la única que puede revolucionar lo aparentemente perdido.

Salir de la versión móvil