La máquina de limpiar cangrejos

Maikel "La Máquina". Foto: Didier Cruz Fernández.

La Máquina se llama Maikel Aguado López y tiene 31 años.

La última vez que los apostadores vinieron, estaba acuclillado en el piso de su casa, desguazando cangrejos.

—Este es el tipo —señaló uno de los hombres.

Los demás se pararon en la puerta de Maikel. Él apenas levantó los ojos, nunca les presta mucha atención. Está acostumbrado a la curiosidad de la gente y a esos apostadores que vienen de vez en cuando.

—De verdad que es rápido —admitió uno.

Sacaron un cronómetro, otro trasteó un poco su celular. Comenzaron a tomar el tiempo. Al cabo se escuchó en el grupo una risita nerviosa.

—Socio —uno de los hombres se acercó a Maikel—, de verdad que usted es La Máquina, el “Guan”, el Uno.

Acto seguido extrajo un fajo de billetes del bolsillo, contó veinte de a 100 pesos y se los tendió a uno de los que vino con él. Luego se pasó la mano por la boca.

—A este tipo no hay quien le gane sacando masa de cangrejos —dijo con falsa alegría y tomó el camino hacia el cercano parque de La Güira.

Limpiar cangrejos es un trabajo que exige práctica. Foto: Didier Cruz Fernández.
Limpiar cangrejos es un trabajo que exige práctica. Foto: Didier Cruz Fernández.

—Aquí ha venido muchísima gente —asegura la mujer de Maikel, sacando la cabeza por detrás de una pared—, pero hasta ahora no hay nadie más rápido que él.

La Máquina levanta los ojos y sonríe:

—Ayer traje más de ochenta cangrejos. Empecé a las ocho de la mañana y terminé a las dos de la tarde. Yo solo.

Por detrás de la conversación se oye el toc-toc inflexible de la paleta sobre el bloque de madera, el único sonido que se escucha por las mañanas en esta casa de cangrejeros. La dinastía que fundó el abuelo, Luis López Torna, llega hoy hasta sus hijos y nietos y probablemente algún bisnieto herede el oficio que Luis ejerció por más de treinta años en los maniguales de Caibarién, villa marinera del centro norte de Cuba.

—Para coger los cangrejos hay que caminar bastante, unos diez o doce kilómetros —explica Maikel, con la cabeza gacha, concentrado en su trabajo—. A veces por la prima noche, la madrugada o por la mañana, bien temprano.

—Es un oficio emocionante, divertido —añade Alexis Castillo López, un primo de Maikel que, aunque lejos del paso de este, también se afana sobre una pila de cangrejos—. Lo malo es que uno puede tropezarse con perros jíbaros, avispas. Y siempre están los mosquitos.

—¿Perros jíbaros? —pregunto.

—Sí, ellos también salen a cazar cangrejos —Alexis me mira con los ojos entrecerrados—, aunque son inofensivos cuando están solos.

Saca un macho grande del saco, y le arranca las patas y las muelas.

—Sin embargo, en manada son peligrosos —agrega—. A veces hemos tenido que cruzar canales o subirnos a una mata huyendo de ellos.

En la zona costera de Caibarién hay cangrejos todo el año, pero en verano ocurre una sobreabundancia, la llamada “corrida”, que coincide con la época de apareamiento y migraciones. También influye el movimiento de la luna, me asegura Alexis, sobre todo cuando está en menguante.

—Sacamos uno o dos sacos por noche —dice Maikel y le tira un pedacito de masa al gato negro que espera a su derecha.

El gato atrapa la carne en el aire y, no satisfecho con la ganga, va directo a rebuscar en el montón de cascarones que crece frente a La Máquina. El montón de Alexis es mucho más pequeño.

Foto: Didier Cruz Fernández.

El proceso para extraer la masa de los cangrejos dura de cinco a seis horas, dos o tres veces lo que demora cazarlos.

—Sacar la masa también es fácil para el que sabe —afirma Maikel—. Pero muy poca gente tiene práctica en esto.

—Una cosa es ser rápido y la otra es sacar la masa con la menor cantidad de huesos posibles —explica Alexis, arrugando el entrecejo.

—¿Y cuál es el secreto para hacer este trabajo?

Maikel para de golpear sobre el bloque de madera y me indica el exterior de la casa, donde se ven los calderos y los restos del fuego mañanero.

—Hay que cocinarlos al vapor para que la masa salga blanquita y se desprenda del cascarón.

Allí, junto a los calderos, están las cabezas de los cangrejos decapitados y montones de desperdicios como el formado delante de Maikel.

—El cangrejo vivo es azul, pero cuando le das suficiente vapor se pone amarillo —levanta dos por las tenazas y me los acerca a la cara—. El color lo define todo. Si no se pone amarillo, todavía está crudo.

Esquivando desperdicios, sacos con cangrejos y hasta sus propios nietos, el abuelo Luis cruza la salita. “Está medio sordo y ciego”, murmura Alexis, señalándolo. Como si lo hubiera escuchado, el abuelo posa la mano sobre la cabeza de La Máquina y grita:

—A este le enseñé yo a cazar cangrejos.

Se ríe en voz alta y comienza a contar la historia de cuando llevaba a Maikel con 12 o 13 años a caminar por los montes.

—Se quedaba dormido apoyado en el gancho.

—¿Por las noches? —pregunto.

—No, de día —dice el anciano y suelta una carcajada nerviosa.

Limpiando cangrejos. Foto: Didier Cruz Fernández.

Llega un hombre con un nailon pequeño que le alcanza a Alexis:

—Échame aquí dos laticas de masa.

Cuando recibe de vuelta el nailon, el hombre paga con un billete de 20 pesos.

—¿Ustedes salen a vender la masa de cangrejo?

—No, la gente del pueblo viene aquí mismo a buscarla —confirma Maikel—, tenemos muchos clientes.

—Vienen de Placetas, de Santa Clara, de Camajuaní, de Remedios —agrega Alexis—. ¡Hasta de La Habana! Aquí vienen de todos lados.

Les digo que debía ser duro mantener esa clientela.

—No, porque nosotros salimos a cazar todos los días —Maikel abre las manos, llenas de pequeñas cicatrices—. A veces descansamos un día, sábado o domingo, pero lo de nosotros es coger cangrejos.

—¿Siempre hay tantos como ahora?

—De diciembre a abril se pierden un poco, pero los sacamos de las cuevas con un gancho.

Alexis con el gancho con que caza cangrejos. Foto: Didier Cruz Fernández.

Alexis se pone de pie y busca el gancho, que estaba guardado en el baño. Es un alambre de grosor medio, curvado en el centro y con una pequeña lengüeta en la punta. Bien derecho, el gancho le sacaría una cuarta a Alexis.

—Tiene 1 metro y 85 centímetros —dice el cazador mirando el alambre—. Las cuevas miden de dos a tres metros, incluso más. Por eso es tan importante la habilidad del cangrejero.

—¿Hay algún método para sacar los cangrejos de las cuevas?

—Es un trabajo que lleva mucha práctica. Hay que abrir la cueva, cortar las raíces (si las hay) con un machete y rebuscar en ella. Las cuevas tienen muchas vueltas. A veces el cangrejo se esconde arriba y uno tiene que jorobar el gancho —aumenta con la mano la curvatura del alambre— para cogerlo.

Mientras Alexis conversa conmigo, Maikel va dando cuenta rápidamente de su pila. Para regresarlo al diálogo, le pregunto si tiene muchos rivales en Caibarién.

—No, rival yo no tengo ninguno.

Alexis mueve la cabeza y asegura:

—Ni mi tío Luis, que también caza cangrejos en Cambaíto, es tan rápido como él.

—Sesenta o setenta latas de masa yo solo —Maikel abre de nuevo las manos—, eso no lo ha hecho nadie en Caibarién. Ni lo han hecho, ni lo van a hacer.

El abuelo Luis vuelve a cruzar la salita. “A estos los enseñé yo a cazar cangrejos”, repite. Maikel alza la vista.

—¿Y cómo me dicen a mí? —le grita a su abuelo, pero como no le contesta, el mismo Maikel se responde:

—¡La Máquina! ¡La Máquina!

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