Un escritor maldito en horario de almuerzo (I)

De regreso de casi todo, Antón Arrufat, uno de los intelectuales más importantes de Cuba, se instala frente a su destino como quien se para en una esquina.

Antón Arrufat. Foto: Ángel Marqués Dolz.

“Me estoy muriendo”, dice a su joven chofer ante la pregunta por unos párpados enrojecidos —blefaritis— y un almuerzo que, pese a su acostumbrada frugalidad, lo ha perturbado. Pero no se le puede tomar al pie de la letra. Dramatiza. El tono de la frase es sobradamente ampuloso, como para dejarnos saber (saborear) su impostura. Ante todo, es un hombre de teatro, y fue una obra de teatro, hace cincuenta años, la que lo puso en la puerta de un exclusivo club: el de escritores malditos. El resto, la construcción de un paria intelectual y de un héroe para sí mismo, fue obra de políticas de Estado.

Medio siglo atrás, Antón Arrufat ganaba el premio de teatro de la UNEAC con Los siete contra Tebas. Tenía 33 años. Uno de sus contemporáneos, Heberto Padilla, hacía otro tanto en el apartado de poesía con Fuera del juego.

Laureados por jurados internacionales, ambos libros servirían, en lo adelante, para demonizar a sus autores y reposicionar las fronteras, siempre nerviosas, de la ideología, cuyos operadores dictaron el dentro y el fuera de lo aceptable. Es una tensión sempiterna. Las potestades discursivas de los artistas han sido siempre un terreno en disputa. Aquí y fuera de aquí.

En su libro El 71 Anatomía de una crisis, el investigador cubano Jorge Fornet se refiere a un estado de sospecha sobre los intelectuales, a partir de “una ideología que, deliberadamente, o no, fomentó el antintelectualismo y subordinó el discurso literario a un gesto político al que le debía sujeción”.

Bajo ese prisma, resulta coherente que tanto Los siete… como Fuera del juego contuvieran para el pensamiento oficial “puntos conflictivos en un orden político, los cuales no habían sido tomados en consideración al dictarse el fallo”, tal como subrayara entonces la declaración de la UNEAC que disintió del veredicto de los jurados y expresó “su total desacuerdo con los premios concedidos”.

“La dirección de la Unión [encabezada por el poeta Nicolás Guillén] encontró que los premios habían recaído en obras construidas sobre elementos ideológicos francamente opuestos al pensamiento de la Revolución”, acuñó el documento.

El 1968 no fue un año cualquiera. El contexto bullía y se vivía bajo presión: imparables estatizaciones, lógica de plaza sitiada por el asedio estadounidense, estrés político-militar, fracaso del proyecto guevarista en la región latinoamericana y una mayor ansiedad por instrumentalizar los procesos culturales, combatir las religiones y depurar las minorías sexuales y políticas. ¿El superobjetivo? Cincelar una sociedad unánime como garantía de su blindaje frente a los poderes extranjeros.

A todas estas, Moscú demandaba más mimetismo a cambio de escalar en los compromisos con la isla. Tras el abortamiento de las reformas en Checoslovaquia, los soviéticos querían atar los cabos sueltos, y los cubanos, que favorecían a la izquierda guerrillera, continuaban siendo los díscolos del Caribe. La pluralidad, entonces, no era una palabra respetada.

“Muy pocos saben, ni yo mismo recordaba que hace cincuenta años…”, dice Arrufat mirando el pulido piso de mármol de su casa de la calle Refugio, mientras vacila en seguir hablando y se mece, lentamente, en un sillón de rejilla, haciendo peligrar la entrevista con un silencio que por prolongado es casi una invitación a terminarla antes de que comience.

“Cuando fui a ver al oftalmólogo —se anima de pronto— porque veía sombras a mi alrededor, como fantasmas que me rodeaban, él me contestó, después de aplicarme los aparatos: ‘Para eso no tengo ningún remedio’”.

Su tono ha regresado a ser voluptuosamente sardónico, como obra de un espíritu burlón que pronto, a despecho de sus achaques, volverá a su lidia con la memoria. Es el momento en que Antón Arrufat decide subir el telón de su vida pasada y que toda conversación, la suya, es la mera certidumbre de un desastre para cualquier cuestionario. 

"Fuera del juego" fue el libro que inició el Caso Padilla. En la imagen, a la venta junto a Los siete contra Tebas, también condenado al ostracismo por décadas, en un anaquel de La Habana Vieja. Foto: Ángel Marqués Dolz.
«Fuera del juego» fue el libro que inició el Caso Padilla. En la imagen, a la venta junto a Los siete contra Tebas, también condenado al ostracismo por décadas, en un anaquel de La Habana Vieja. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Abel, Whitman y un pueblo llamado Yonkers

Hace unos días me encontré en el teatro Alicia Alonso Lorca con Abel Prieto. Amigo mío desde hace tiempo. Tuvo la suerte de ser escuchado y de que se introdujeran en la cultura cubana una serie de cambios que él sugirió… No en la cultura cubana, me expresé mal: en el tratamiento del Estado y del Partido a una serie de escritores y artistas que estaban puestos en un rincón por muchas causas o por ninguna o por necesidades, las que fueran, y él convenció al Comandante de que era una medida equivocada. Lo mismo hizo con Los Beatles y Fidel fue a la inauguración de la estatua de Lennon en el parque del Vedado. Tales cambios, y muchos más, partieron de consejos de Abel.

Este país ha sufrido por imitación de la antigua Unión Soviética y por culpa de Estados Unidos. Las culpas de la Unión Soviética son recientes, pero las de Estados Unidos son muy viejas. Creo que empezaron en el siglo XVIII. Es peligrosísimo tener un enemigo cercano tan poderoso.

Como le ocurre a México…

Ah sí, la famosa frase que se le atribuye al Emperador Porfirio Díaz… “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”.

En realidad pertenece a Nemesio García, un escritor y académico olvidado.

Yo no sé si Ud. ha leído un libro extraordinario, traducido y publicado en este país, del historiador Lou Pérez, Cuba en el imaginario de Estados Unidos. En ese libro se demuestra que el interés de los norteamericanos por nuestro país es muy antiguo. Yo, que admiro tanto a Walt Whitman, un poeta extraordinario, sufrí un trauma singular cuando leí en su libro de ensayos Perspectivas democráticas que Cuba debería, por cercanía geográfica, pertenecer a Estados Unidos. Me quedé asombrado que un poeta tuviera ese afán de posesión, y pensara que este país, que habla otro idioma, que tiene otra tradición, no era nada más que un robo de España. Pese a todo, considero que es un gran poeta, y no voy a pelearme con él definitivamente por haber dicho esa tontería.

Escribí un ensayo sobre este pequeño descubrimiento que nunca he publicado. Se llama Lo que fuimos para Whitman. No lo he publicado ni lo publicaré mientras viva: no vale la pena atacar a un poeta tan grande.

Ahora se puede ver a muchos estadounidenses curiosear por estas calles. Antes no podían poner un pie aquí. Espero que confirmen que Whitman estaba equivocado…

Todo lo que a uno le prohíben le pone en la boca el gusto de la prohibición y le entran ganas desesperadas de hacerlo o de tenerlo. Reacción sumamente humana. Los norteamericanos, cuyo gobierno les ha prohibido la entrada a este país durante tantos años, y le han dicho que esto es una barbarie, sienten una curiosidad desesperada por venir. Y los que logran venir, andan por ahí caminando, mirándolo todo, con la cabeza llena, sin duda, de ideas y opiniones que le han dicho durante años…

Por culpa del gobierno de Estados Unidos dependíamos económicamente de la Unión Soviética. Los presidentes norteamericanos son seres torpes. Doce presidentes pasaron y ninguno logró nada, excepto Obama.

Hace poco visité la universidad de Princeton y estuve en Nueva York, ciudad en la que viví algún tiempo, y fui a un pueblo cercano, llamado Yonkers, donde viví varios años. Me acompañó un profesor mexicano de la Universidad, gran amigo, Rubén Gallo.

¿El pueblo ha cambiado mucho?

No, no ha cambiado mucho, felizmente. Todavía está la casa de madera que habité y donde escribí como loco.

¿Se emocionó?

Lo que parecía olvidado volvió, lo que creí carecer de resonancia en mi vida, volvió de pronto. Caminé por ese pueblecito, almorcé donde solía hacerlo, cogí el tren que cogía todos los días, porque yo trabajaba en una librería en el Village, con un librero italiano que se hizo millonario vendiendo libros en español a la universidad de Columbia. Hice uno de esos libros, una antología de poesía hispanoamericana por la cual él me pagaba un dinerito.

Hamburguesas, capitalismo y repatriación

Cada vez que iba a trabajar me invitaba a almorzar hamburger. La comida más barata. Al lado de la librería había un lugar de comida rápida y me decía “lo invito a almorzar”. Y aquel hombre de dinero me invitaba a comer hamburger. Tal vez esa sabiduría en el ahorrar, y en hacer buenas ventas le dio dinero, claro. Al final es una habilidad.

¿Ser rico es una habilidad?

Si Ud. ve la casa que tenía el italiano Gaetano Massa, un inmigrante que llegó con una mano adelante y la otra atrás a Nueva York, y terminó comprándose una residencia extraordinaria en Nueva Jersey… Creo que tuvo que ser muy hábil.

¿No le gusta ese país?

Me gusta su literatura y el arte de ese país, me gusta su poesía. Hay poetas extraordinarios: Whitman, William Carlos Williams, Edgar Lee Masters, Emily Dickinson, Elizabeth Bishop… Poetas a los que su propio país no les gustaba del todo, y cuando esto ocurre se escriben buenos poemas: cuando al poeta no le gusta del todo el lugar donde vive.

Pero el resultado final es que Ud. siempre optó por vivir y morir aquí. Pudiendo hacerlo, ¿nunca se planteó irse a otra parte?

Cuando viví en Estados Unidos hace más de sesenta años, empecé a trabajar en esa librería que te contaba. Era un trabajo de escritor. No era vender libros, sino que tenía que hacer antologías hispanoamericanas y empecé a publicar en un periódico de alguien que hablaba español que se llamaba La Prensa, y también empecé a tomar clases de inglés por la noche.

Nunca llegué a escribir bien en inglés y al cabo de tres o cuatro años de estar allí, me di cuenta de que yo no iba a ser un escritor cubano-americano. Vine para acá en el 58. Además, ellos me botaron porque estaba ilegal. Me botaron finamente… Me dieron tiempo, “tómese cuarenta y ocho horas para regresar a su país”, me dijeron. Tal vez me hubiera abierto camino, pero decidí que era mejor regresar.

¿Considera correcta esa decisión?

Chico… nunca más la he puesto en duda. Además, para mí no es excesivamente difícil salir de viaje. He estado en Europa, vivido en España, en Italia. Después de Los siete contra Tebas, cuando pasaron por alto tal “acontecimiento”, empecé a salir de nuevo y cuando uno sabe que mañana saca un pasaje y se va a México o Argentina un tiempo, creo que no se detiene a pensar que debe vivir fuera.

Antón Arrufat en su casa en la calle Refugio. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Antón Arrufat en su casa en la calle Refugio. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Un escritor a ras del suelo

Cuando Ud. estaba en el purgatorio de la biblioteca no podía salir de Cuba.

No. Fueron nueve años. Un purgatorio casi de Dante. Un poco La Divina Comedia. Catorce años estuve sin publicar.

Allí me iba a ver la gente. Trabajaba en el sótano, que tenía ventanas que daban a los jardines, y los curiosos se paraban a mirarme.

Era un atractivo como de feria… También un escarmiento, ¿no?

“Mira, por comemierda lo que le pasó. A mí no me va a pasar nunca”, tal vez se decían a sí mismos esos futuros escritores.

¿La pasó muy mal allí?

Bueno, no podía hablar por teléfono, no podía recibir a nadie. Descubrí, un día de trabajo que llegué muy temprano, una de las acciones del castigo: mi nombre como escritor había desaparecido de los catálogos de la biblioteca y mis libros de sus almacenes. Era una de las estratagemas para que dejara de existir. Uno de los efectos de mi no-existencia. Nadie podía saber que yo estaba allí. Si alguien preguntaba, naturalmente, no existía.

¿Qué hacía en el sótano? Comencé a organizar las publicaciones periódicas. Eran cientos y cientos, tiradas en cualquier parte. Empecé a hacer paquetes con una soga y un cartón. En el cartón ponía los datos de la revista o el periódico.

Tenía que levantarme a las 6 de la mañana, subirme a una guagua, la ruta 43, y llegar a las 8 en punto. Cuando no llegaba a la hora indicada, me pasaban la raya roja y debía quedarme por más tiempo. Limpié mucho el piso y los baños. Me castigaron varias veces. En un juicio en el consejo de trabajo me sentenciaron seis meses a limpiar el piso de la biblioteca.

En los primeros años en el sótano, tales castigos sucedían, se volvían reales. Luego, con el curso del tiempo, sucedió algo inesperado. El único hombre que trabajaba en la biblioteca de Marianao era yo, el resto estaba compuesto por treinta mujeres. Entonces, cuando me castigaban con limpiar el piso, ellas se ofrecían a limpiar por mí, yo las ayudaba un poco y otras veces me ponía a leer. Eso ocurría a las seis y media de la mañana, antes de que llegara la directora y las sorprendiera.

Encontró solidaridad…

Lenta. Al principio terrorpánico. Creían que era un asesino al que tenían allí, después se dieron cuenta de que no era nada, de que era un tonto…

¿Y lo era?

No, no lo era, pero no tenían por qué tenerme miedo. Yo no hacía nada. Y acabaron hablando bien de mí en las asambleas de trabajo. Las mujeres de la biblioteca se levantaron porque la dirección no quería que yo entrara en la universidad, porque debía irme a las 2 de la tarde del trabajo, abandonar el sótano. Las empleadas me apoyaron, y las que me tenían más miedo fueron las que mejor hablaron de mí para que me admitieran en la universidad. Cuando salía de la Biblioteca estaba hasta las 11 de la noche en la Escuela de Filología, estudiando Bibliotecología, la única carrera que pude escoger, porque tenía relación con mi trabajo.

Y antes, ¿por qué no estudió en la universidad?

En los 60 estudié un poco en la universidad, pero me aburrí. Me puse a escribir y no seguí estudiando. Estudiaba leyes, por eso entré en la universidad enseguida, porque no tenía que hacer exámenes de ingreso y entonces empecé a estudiar para proteger mi salario.

¿Y en la biblioteca cuánto ganaba?

197 pesos.

No estaba mal para la época.

197 que era lo que me pagaban antes, en Casa de las Américas, lo que me pagaban en Revolución [periódico], lo que me pagaban siempre. Cuando fui para allá [la biblioteca] respetaron el salario. 

Ud. no apeló su situación en ninguna instancia administrativa, ni jurídica. ¿La aceptó sin más?

Yo fui para allá sin que me dijeran por qué. A mí me recibió [Luis] Pavón y me dijo: “Mira, vas a trabajar a la Biblioteca Nacional. Estás sancionado”. Fui a la Biblioteca Nacional. El director, que ahora se me ha olvidado quién era [Sidroc Ramos] me dijo: “Ni muerto vas a trabajar aquí. Qué va. Tú sabes lo que es que vengas a trabajar a la Biblioteca Nacional, el gentío que va a venir a verte…”.

¿Esa fue la razón?

Esa fue la razón que dijo… “El gentío que va a venir a verte aquí y los problemas que vamos a tener contigo aquí y la gente preguntando dónde está él, dónde lo han puesto, y la gente corriendo por aquí, por la biblioteca, a ver dónde tú estás. Tú eres un espectáculo… Vete para tu casa que yo te diré a qué biblioteca te asigno”.

Y estuve un mes en mi casa sin hacer nada. Bueno, leyendo y escribiendo, lo que siempre hice. Pasado el mes, me asignaron, término suave, en la biblioteca de Marianao, lo más lejos que se podía.

Yo cogía la 43 en Neptuno. A las 6 y media de la mañana, cuando abrían la panadería de Neptuno, y después venía en la 98, donde conocí a Abel Prieto, porque vivía cerca y cogía esa ruta también. En ella conocí a Paquito D’Rivera. Era delgado. Llevaba la flauta en su estuche. Tal vez el director poseía imaginación para completar la sanción: el edificio de la Biblioteca me recordaba un monasterio medieval, ventanas ojivales, pasillos sombríos, un sótano.

Virgilio

Y en ese período en que Ud. era poco menos que un apestado, ¿sus amigos siguieron tratándolo?

Algunos me dieron la espalda y otros como Virgilio Piñera fueron a verme a la biblioteca, y no los dejaron entrar… Él, que era la persona más cobarde del mundo para los demás, siempre hizo gestos de hombre valiente. Escribió un poema “Antón en la Biblioteca”, que se ha publicado entre sus poemas póstumos.

Ud. tiene unos recuerdos muy vívidos de Virgilio Piñera. No se le borra.

Sí, se me borra. Uno no puede recordarlo todo.

¿Va extraviando los recuerdos?

Van y vienen, entran en diferentes zonas de la mente y ahora hablo de Virgilio Piñera y empiezo a acordarme de muchas cosas. Escribí un libro sobre él y cuidé su reaparición en la cultura cubana. Unos días antes de morir, me dijo: “Cuida mi obra”.

Si ahora Virgilio Piñera es Virgilio Piñera se debe a que insistí en que lo publicaran e hice aquel homenaje cuando cumplió 100 años, y traje a un grupo de intelectuales del extranjero para que hablasen de él. Duró cuatro días el homenaje, mañana y tarde. Y a partir de ahí se le empezó a publicar, se habla de él, se explica en la universidad, sale en la televisión su foto a cada rato.

Resilencia y té

Escritorio de Antón Arrufat. Foto: Ángel Marqués Dolz.
Escritorio de Antón Arrufat. Foto: Ángel Marqués Dolz.

Antón, y en aquellos tiempos de tanta cerrazón, tenía la esperanza de un cambio. ¿Cómo se veía entonces, en medio de un callejón sin salida?

Mira, cuanto me hace daño lo olvido. Forma parte de mi manera inconsciente de defensa. Y eso, si me pudo hacer daño, lo olvidé. No desde que salí: lo olvidé allí mismo, en el sótano donde estaba encerrado. Terminé haciendo murales con dibujos pegados, arreglando la biblioteca y haciendo actos culturales. Era un castigado que hablaba en los actos públicos de la biblioteca, actos que yo mismo organizaba.

De pronto, pusieron una directora, la mujer de Gustavo Eguren, y resultó insoportable. Antes de ella las directoras me vigilaban, tenían órdenes de hacerlo, de descubrir si estaba escribiendo algo, me castigaban mucho, aumentando el horario de trabajo, ordenando que me quedara más tiempo. Se pasaban el día en eso, regañándome y vigilándome. Recogían los papeles que botaba en la basura del sótano. Era una cosa enfermiza. Me da risa recordar esto. Una tarde que paseaba por el Vedado (ya estaba libre), caminando por la calle 17, me detuve a contemplar una casa, al lado de la UNEAC, de la que estaba enamorado (estoy enamorado de numerosas casas, quisiera escribir un libro que se llamara Las casas que nunca tuve), y de pronto descubrí que una de aquellas directoras estaba sentada en el portal. Me detuve: “¡Eh! ¿Ud. que hace ahí?”. Ella se paró muy sorprendida de verme: “Aquí vive mi hija. Pero pase, pase, lo invito a tomar el té”.

“Ahora sí es verdad que hay un cambio”, pensé. Así que aquella que me perseguía, que no me dejaba sobrevivir en la biblioteca, me invita a tomar el té. Y entré y nos sentamos a tomar el té. Me pidió excusas. Y como siempre, lo mismo que me confesara Luis Pavón un día por la calle cuando me tendió la mano: “A mí me ordenaron que lo hiciera, yo cumplía órdenes. Ahora no lo haría”.

Fin de la penitencia: anonimato y restitución

Para volver atrás, cuando estaba María Helena Talléz, la mujer de Eguren, mis amigas levantaban las extensiones cuando ella iba a hablar por teléfono y escuchaban la conversación con su marido: le daba las instrucciones de cómo tratarme en la biblioteca. Quien oyó fue corriendo y me dijo: “Te van a hacer aquí la vida imposible”.

Era una cosa terrible aquello, pero un día, pasado el tiempo, Gustavo Eguren habla con María Helena Talléz y mis amigas levantaron el teléfono y oyeron la conversación entre ellos dos y me dijeron: “Antón, van a poner a Armando Hart de ministro de Cultura, y eso va a implicar un cambio en tu vida”. Entonces escucharon que Eguren le dijo a su mujer: “Eso que hacías con él, deja de hacerlo, porque de un momento a otro las cosas van a cambiar y por tanto a ti no te conviene”.

Cuando comenzó el nuevo ministro, me sacaron del sótano bibliotecario y me mandaron a trabajar a la revista Revolución y Cultura, sin firmar los trabajos porque tenía que pasar un año para que pudiera firmarlos. Yo arreglaba los textos de muchos colaboradores (tú sabes que hay gente en este país que escribe muy mal) y publiqué numerosos artículos que no están firmados, hasta que al año me dijo el director –que se llamaba Miguel Ángel Botalín, que era de Santiago de Cuba y que ahora se dedica a pintar cuadros– “Ya puedes firmar”.

Lea la segunda parte de esta entrevista:

Un escritor maldito en horario de almuerzo (II)

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