Yadira, la locomotora de El Trencito

Su proyecto se ha convertido en un centro cultural, un espacio para la cooperación entre las familias y un refugio emocional.

Yadira Rubio y sus hijos Daniel y Amanda. Foto: Jorge Ricardo.

Yadira Rubio y sus hijos Daniel y Amanda. Foto: Jorge Ricardo.

El Trencito la ha salvado todas las veces que se ha visto al borde del abismo. Cuando se divorció, cuando tuvo cáncer de mama, cuando a su hijo lo perseguía la Seguridad del Estado. El trabajo con los niños es el centro de su familia, el sostén emocional, el aporte que siempre deseó darle a su país. En la parte alta de El Fanguito, hay un espacio para la diversidad y la libertad. Allí solo se habla del amor.

Las dos líneas de tren que abrazan a Paso Real de San Diego están entre los recuerdos más nítidos de su primera infancia. Hasta los 5 años vivió con sus padres y su hermana en el pueblito de Los Palacios, viendo cómo la caña iba y venía dejando en el aire el olor inconfundible de los pueblos de azúcar. Luego la mudaron a Consolación y allí se crió, bajo los preceptos de la abuela.

Quizá la más hermosa enseñanza fue el amor por la música. En la Casa de Cultura de Consolación comenzó a estudiar piano con unas maestras muy buenas formadas en los años 50. “En aquella Casa de Cultura estaban los departamentos con todo lo que tenían que tener. Había como cinco aulas de piano, otros instrumentos musicales, aulas de cerámica, de todo”.

Yadira nació en 1970. Por Paso Real de San Diego ya no pasan los trenes llenos de caña y en Consolación ya no abundan los pianos.

Yadira Rubio Hernández se quedó con las ganas de estudiar música. Había que becarla a los 8 años y su familia no estuvo de acuerdo. Su último contacto con la música fue en séptimo grado, en un grupo cuyo guitarrista era Raúl Paz. Después de pasar seis años en la Vocacional Federico Engels, en Pinar del Río, se alejó tanto de la música que, aunque seguía siendo su pasión, ya no sería una opción profesional para ella. Quería irse a La Habana y se decidió por la carrera de Historia del Arte.

Durante la universidad, fue haciéndose más profundo el interés por lo social que compartía con unos cuantos amigos. Se iban, en las vacaciones, a los campamentos agrícolas y dedicaban su tiempo libre de docencia a trabajar en el campo “con toda la disposición del mundo, de querer ayudar, de echar pa’lante. Yo sí me creía el cuento ese”.

Con esas ganas de ayudar y esa vocación por el otro, vivió el desgaste social de los 90. “Había una tristeza parecida a la de ahora. Pero aquella tristeza era más homogénea y con una escasez atroz. Ahora es diferente, pero es tristeza igual”.

Sus amigos de la carrera se reunían y hablaban largas horas sobre la situación. Les interesaba Cuba, querían vivir en Cuba, hacer por Cuba. En quinto año de la carrera soñaban con irse al Central Osvaldo Sánchez de Güines a vivir todos juntos como en una comuna hippie. Querían trabajar con los niños, hacer un proyecto con la religiosidad popular, hacer performances inclusivos con la cotidianidad de los pobladores.

Comenzaron a conformar el proyecto y a soñar con ese espacio de intercambio social durante noches y noches de emocionante desvelo. Era el año 1993. Cuando se graduaron de Historia del Arte, la situación se había agravado y no encontraron los recursos para llevar a cabo el sueño.

“No sabíamos dónde íbamos a vivir, qué íbamos a comer”. Las dificultades logísticas y la posibilidad de que les invalidaran el título si no cumplían el Servicio Social de dos años, fueron acabando con aquel sueño hermoso de vivir en comunidad. Todos se dispersaron, pero ella y su novio Ernesto se casaron y emprendieron juntos una variación de aquella ilusión colectiva a la que llamarían El Trencito.

Yadira en el portal de su casa junto a sus plantas. “El amor es un poder que produce amor”. Foto: Jorge Ricardo.
Yadira en el portal de su casa junto a sus plantas. “El amor es un poder que produce amor”. Foto: Jorge Ricardo.

Por otro lado, su vida profesional seguía su rumbo. La ubicaron en el Museo Nacional de Bellas Artes. Trabajó durante varios años en el área de relaciones públicas y por ahí pudo canalizar un poco el deseo de hacer por los demás. Hace poco se encontró con un muchacho que veinte años atrás frecuentaba el Museo: “Le dije: ‘Tú ibas todos los días con tu carpeta y te sentabas delante de los clásicos a pintar y te metías en la biblioteca y había que botarte porque el museo iba a cerrar’”.

El muchacho, un poco más gordo, con el pelo más largo, pero con la misma carita de aquellos años, se asombró de la memoria de Yadira. Ella se sabía los públicos de memoria; sabía que aquella viejita iba todos los domingos, que aquel señor se paraba largo rato frente a los cuadros de Fidelio Ponce.

A la par de su trabajo en el Museo, se iba fundando la obra de su vida, cuya génesis está en dos experiencias de intercambio con niños. Ernesto había trabajado durante meses en una escuela en La Habana Vieja, como una actividad de extensión de la asignatura Arte Colonial impartida por Yolanda Wood en Historia del Arte. Yadira colaboraba como voluntaria los sábados en los Servicios Educacionales del Museo. Era un taller que fomentaba la creatividad del niño a través del juego y la creación. Allí se formó con Elba Gutiérrez y anotó en una libretica, como escolar sencilla, todo lo que le parecía importante.

Esas dos experiencias fascinaron a la joven pareja y fueron el aliento definitivo para crear algo juntos en 1995. En aquella época vendían muñequitos de barro para poder comer y Ernesto, que además de músico e historiador del arte era artesano, se ponía a modelar en la puerta de la casa.

Un día los niños del barrio lo descubrieron y se deslumbraron con aquella actividad. Entonces se miraron como alumbrados y Yadira le dijo: “¡Este es el momento! ¡Vamos a enseñarles a hacer figuras de barro!” Desde entonces la casa ha estado llena de niños. “Al principio era un caos porque no teníamos idea de cómo organizar aquello”.

La sala de la casa con los niños de El Trencito haciendo un juego de palabras. Foto: Jorge Ricardo.

Por su trabajo en el Museo tuvo la oportunidad de participar en un evento internacional de promoción cultural para niños y adolescentes y aprendió diferentes maneras de organizar una sesión. Se dio cuenta de que el juego es la principal actividad del niño y tenían que partir de eso para lograr lo que se proponían. Cada uno por su lado fue captando herramientas y dieron con los juegos cooperativos, que era lo que la intuición les dictaba.

“Estábamos claros de que no queríamos formar ceramistas. Queríamos que se sintieran bien, que se sintieran útiles, que se respetaran entre ellos. Ese espacio de libertad lo fuimos entendiendo en la medida en que ellos mismos nos iban pidiendo cosas”.

La vida de El Trencito ha sido de prueba y error, de darse cuenta de lo que los niños necesitan y trabajar en función de esas necesidades. Una vez, en 1996, en el Centenario de Amelia Peláez, el Museo Nacional de Bellas Artes lanzó un concurso en homenaje a su obra. Todos los niños de El Trencito quisieron participar y Yadira y Ernesto pasaron días con la casa llena pintando hasta tarde en la noche. Como ocurre en todos los concursos, ganaron unos pocos y la mayoría se quedó sin premios. Tuvieron que lidiar entonces con la tristeza y la frustración de sus niños que tanto empeño habían puesto en pintar. Con ese llanto se dieron cuenta de lo que no querían hacer y poco a poco fueron llegando a la metodología que tienen hasta hoy.

Aunque se pautan las líneas fundamentales de las sesiones, siempre hay espacio para la improvisación. Puede ser que un día pauten hablar de los animales y los niños lleguen deprimidos porque se quemó una casa del barrio y no quieren hablar de jirafas ni de elefantes.

Encontrar la forma de interactuar con los niños de diversas edades les llevó tiempo y estudio. A finales de los 90 ya tenían clara la idea de lo que querían lograr con su proyecto. “Cada dibujo es diferente, porque todos somos diferentes. Hay que respetarse, hay que ser libres, siempre y cuando no dañes al otro”.

El Trencito en la calle 28 entre 17 y 19. Foto: Jorge Ricardo.

Mientras buscaba incesantemente nuevas herramientas de trabajo con niños, Yadira hizo algunas investigaciones y propuestas de proyectos para implementar en el Museo. Una de ellas fue la capacitación de guías voluntarios. Había muchas personas jubiladas que visitaban con frecuencia el Museo y daban clases de artes plásticas en escuelas cercanas. Su idea era que se les ofreciera una serie de beneficios y que, a cambio, condujeran visitas de escuelas, centros de trabajo y otros grupos. Muchas veces no había suficientes guías disponibles y estaban esas personas con la sabiduría y la vocación para guiar.

Esta y otras propuestas estaban basadas en experiencias de museos de otros lugares del mundo y se acoplaban muy bien al contexto cubano, pero no fueron aceptadas en su momento. Ver que sus proyectos no eran puestos en práctica aun cuando no dependían de soporte económico, la desencantó. Sentía que el mundo del museo estaba divorciado del vínculo social que ella anhelaba. Se hastió del arte contemporáneo, del elitismo y la petulancia de algunos artistas. Se fue del Museo llevando consigo lo aprendido y se abrió un mundo totalmente nuevo para ella.

Trabajó durante muchos años, hasta julio de 2023, como comercial en Atrio, la empresa de proyectos del Ministerio de Cultura. Al principio le corrían las lágrimas frente a las facturas y los contratos. Formada en el amor a la música y las artes, no entendía nada de números ni tablas de Excel. Pero desde la fundación del centro se mantuvo, por muchos años, fiel a ese espacio y ha aprendió de arquitectura, de diseño de interiores y de restauración de obras patrimoniales.

“Soy muy leal y muy fiel. Nada más que he tenido dos trabajos con 52 años”. Siendo comercial aprendió también a respetar otros oficios. Comprendió que hay especialistas que se creen con la verdad en la mano y menosprecian otras profesiones. Gracias a ese aprendizaje, el respeto y la humildad son principios de su proyecto comunitario. Sus niños son iguales y diferentes. Cada uno tiene su ritmo y sus gustos y ella los ha enseñado a compartir en comunidad sin renunciar a su individualidad.

Los niños se maquillan entre ellos y eligen sus vestuarios. ¡La obra está por comenzar! Foto: Jorge Ricardo.

La casa de Yadira es la casa del barrio. Aunque muchos de los juegos y las dinámicas se hacen en la calle, el punto de confluencia es ese lugar, sin grandes lujos ni decoración ostentosa. Su abuela permutó su casa de tres cuartos en Consolación para que su nieta tuviera donde vivir en La Habana. Cambió su jardín y su patio, sus comodidades y sus rutinas hogareñas por un pequeño cuarto en El Vedado, con paredes y techo de madera. Pero la vida recompensó el gesto de la abuela y la casita de Yadira se ha convertido en la morada de muchas alegrías.

El Trencito ha tenido sus paradas. La primera fue en 1997 cuando nació Daniel, su primer hijo. Ella tuvo que irse a Pinar del Río y luego a Cárdenas unos meses porque se cayó una parte del techo de su casa. Luego retomaron el trabajo con niños y se sumaron varios amigos que los ayudaron durante el segundo embarazo. Cuando nació su hija Amanda también hicieron una pausa. Pero esas pausas han representado un tiempo hermoso con sus hijos que son los que hoy la ayudan a mantener a El Trencito sobre las líneas.

La gran parada fue entre 2013 y 2018. Se unieron la separación de Yadira y Ernesto con la construcción de una casa y su padecimiento de cáncer de mama. La crisis del divorcio, que fue muy dura para ella después de veinte años de relación, dos hijos y trabajo conjunto, le impidió a Yadira concentrarse en su labor. La construcción de su casita, que era de madera, y el esfuerzo por tener un mejor lugar para vivir con sus hijos, además de la lucha contra el cáncer y los ocho meses de quimio hicieron una grieta enorme entre ella y El Trencito.

“Son paradas que la vida te pone, también para repensarlo todo. Pero tienes que sacarle lasca a lo malo”. La etapa trágica, como llama el período de aceptación de la enfermedad, le duró poco. Quizá porque, enseguida, todo el que la amaba hizo un alto en su vida para ponerse en función de ella.

La ayudó mucho Enrique, su pareja de aquel momento. Además, tuvo el apoyo incondicional de sus padres, de sus hermanos, de sus hijos y de sus mejores amigos. Sabe que sola no habría podido sobreponerse, pero el cariño que recibió se convirtió en la fortaleza que necesitaba para curarse. Entre una quimio y otra se montaba en el Willy del vecino y cargaba lozas para la construcción de la casa. Estaba dispuesta a seguir, pero le faltaba El Trencito.

“Era una necesidad que tenía yo, que había tenido Ernesto y que ahora están teniendo mis hijos. Sin eso, sentimos la vida incompleta. Es algo que va más allá de obligaciones, de planificación de vida. Es algo inexplicable”.

Yadira y sus hijos preparan los materiales para una sesión de El Trencito junto a su perro Frijolito y su gata Amigue. Foto: Jorge Ricardo.
Yadira y sus hijos preparan los materiales para una sesión de El Trencito junto a su perro Frijolito y su gata Amigue. Foto: Jorge Ricardo.

En 2018, con casa nueva y sanada en todos los aspectos, decidió arrancar de nuevo. Pero estaba sola, su compañero de tantos años ya no estaba para liderar junto a ella el proyecto que habían fundado juntos. Pero estaban sus hijos, nacidos y criados en El Trencito. “Les dije: voy a empezar sola”.

Amanda, su hija menor, fue la primera que se lanzó a acompañarla y Yadira vive orgullosa de esa decisión que la ha hecho una mujer más sabia y más noble. A los pocos meses Daniel se sumó. “Fue maravilloso. No tuve que enseñarles nada. Aprendieron viendo cómo su mamá y su papá trabajaban”.

Poco a poco los roles fueron acomodándose, sin que nadie lo determinara. Ernesto siempre había sido el más animador, el más escandaloso, el que guiaba los juegos más movidos y ella se encargaba de los juegos de creación más tranquilos, de toda la logística, de mirar El Trencito desde afuera, de estar ahí para adelantarse a las necesidades individuales sin parar la dinámica grupal. Durante quince años eso fue parte de su vida.

Ahora sus hijos venían a ocupar ese espacio. Daniel es como su papá. Amanda los apoya en las dinámicas y los juegos con toda su imaginación y alegría. Además, sus estudios de psicología en la universidad la han preparado más para poder lidiar con el espacio de confluencia que es El Trencito y, a la vez, lo aprendido con sus padres y el trabajo en la comunidad lo pone en práctica en la carrera.

Aunque los muchachos hayan salido la noche anterior, aunque se hayan ido de fiesta, aunque hayan tenido una noche de amor loco, el domingo a las 10 de la mañana están frescos como una lechuga y listos para recibir a los niños como si se tratara de un ritual sanador.

Durante la pandemia, como todo el mundo, El Trencito se paró. En 2022 arrancaron con una fuerza tremenda.

Cada domingo llega más de una docena de niños de diferentes edades: de 11 años, de 15, de 6 y hasta de 3. Siempre está Andy, de 23, con la mente de un niño de 5 años por las grandes secuelas neurológicas que le dejó un accidente cuando era bebé. Estar en El Trencito es bueno para él, y también es muy bueno para los demás. Al principio asustaba a los otros niños, algunos se burlaban, pero gracias a la guía de Yadira y sus hijos, hoy todos lo ayudan, lo quieren y lo respetan.

“Andy es el amor en estado más puro”. En El Trencito no hay condiciones para entrar y no se le da baja a nadie. Hay niños que han llegado con 4 años y a los 12 siguen asistiendo. Se reúnen, sin distinciones, a pasar la mañana del domingo. Las familias saben que sus hijos están bien cuidados. “Por aquí han pasado cientos de niños en los años que llevamos”. Casi siempre son muchos dentro de la casa y hay que sacar el sofá para que quepan. “A veces se me sale la chancleta pinareña y meto un grito”.

La profe Yadira, como le dicen los niños y hasta sus propios hijos durante la sesión de El Trencito, mantiene el orden y los enseña a respetar turnos y cuidar los materiales.

Daniel y Andy junto a otros niños en la sala de la casa. Foto: Jorge Ricardo.
Daniel y Andy junto a otros niños en la sala de la casa. Foto: Jorge Ricardo.

Yadira tiene una especie de pacto no escrito, mediante el cual no se revelan las interioridades de las familias que llegan a ella. Solo una vez fueron más allá y acompañaron a una niña a la estación de policía para hacer una denuncia por maltrato de su padrastro. Esa vez saltaron la línea, pero entendieron que no les correspondía asumir ese rol, pues la policía desestimó la denuncia por tratarse de “un asunto de familia”, aun cuando la niña llegó aterrada por la violencia sufrida durante largo tiempo en su casa.

Yadira sabe que no pueden resolver los problemas de la comunidad, pero El Trencito se ha convertido en un centro cultural, en un espacio para la cooperación entre las familias de la calle 28 y en un refugio emocional. 

Por momentos han sido itinerantes y han ido a otros barrios como El Canal del Cerro, Jesús María, en círculos infantiles y en escuelas. “Nos hemos unido a otros proyectos que miran la realidad cubana desde abajo. A partir de las necesidades de la comunidad”.

En El Trencito han nacido niños poetas, niños que pintan, niños felices, niños que recibieron el cariño que en sus casas no tuvieron. Uno tiene 34 años y no vive en Cuba, pero nunca se ha desvinculado de Yadira. Muchos han encontrado en ella una figura maternal. Ha sido madre de sus hijos y de muchos otros. Incluso hoy es profe de hijos de antiguos niños de El Trencito que son hombres y mujeres. Está orgullosa de ello y de la relación que tiene con Daniel y Amanda.

“Me lo cuentan todo. Sus problemas, su vida sexual. Hasta un punto, porque cuando van a entrar en detalles les tengo que decir: ‘ya, no sigas’”. Aunque la comuna hippie no llegó a realizarse, Yadira ha logrado una pequeña expresión de aquel sueño en su casa, con sus hijos y sus niños de El Trencito.

Dayran maquilla a la profe Yadira para la obra de teatro. Foto: Jorge Ricardo.
Dayran maquilla a la profe Yadira para la obra de teatro. Foto: Jorge Ricardo.

Trabajar con niños purifica, saca lo mejor que se tenga en el corazón. Por ellos Yadira ha sanado tantas veces, ha logrado salvarse y mantener unida a su familia a pesar de los vientos huracanados. El Trencito les ha servido para equilibrar la energía de la casa, para el propósito de su vida, para dejar fuera las presiones a las que se han visto sometidos como familia a partir del activismo político de su hijo Daniel, en las redes Danielito Tri Tri. Desde el 27 de noviembre de 2020 él comenzó a implicarse de una manera muy comprometida en los acontecimientos liderados por los artistas.

“Lo conversábamos todos los días. Nunca le llevé la contraria; aunque no estuviera de acuerdo con el modo, sí estoy de acuerdo con sus planteamientos. Solo le pedía que escuchara mi punto de vista”. Fueron meses de mucha vorágine para ella, en los que trataba de interceder por su hijo, entre miedo y orgullo. “¡Yo lo veía tan lindo!”. Le parecía hermoso ver cómo su hijo defendía su verdad en un espacio público tan agresivo. “Yo no lo habría hecho igual, yo ya tengo mucha edad; pero comencé a despertar y me decía a mí misma: ‘¡Dios mío, él tiene razón!’”.

En medio del miedo, de su preocupación por las detenciones de Daniel y la persecución, volvió el cáncer de mama en 2021. Pero de esa batalla también salió victoriosa, porque debía librar otra más fuerte: mantener unida y sana a su familia, pues su hija menor apoyaba a Daniel de forma activa. Su misión era acompañar a su hijo en todo momento. Cuando “fueron a verla” ella les dijo: “Yo pienso igual que él, aunque no actúe igual, aunque no confronte de la misma manera, y mientras no estén preparados para un diálogo abierto donde la diferencia esté presente, no tenemos nada que hablar”. Y me cuenta que el hombre le dijo: “¡Ah! ¡Ya yo sé por qué Daniel es así!” Y ella está feliz de que su hijo sea así, a pesar de los dolores de cabeza. Le gusta su voto político de vestir de blanco todo el tiempo y le gusta su manera de defender lo que cree justo.

Danielito Tri Tri y su madre protectora. Foto: Jorge Ricardo.
Danielito Tri Tri y su madre protectora. Foto: Jorge Ricardo.

Aún recuerda el día que estaba en su trabajo y desde el celular, por una transmisión en vivo, vio cómo se llevaban a su hijo y Amanda salió a defenderlo. Mientras sus compañeras de trabajo estaban alteradas, ella mantuvo la calma, pues aquella situación se había repetido a diferentes escalas otras veces. Hasta tenía un procedimiento para esos casos y sabía más o menos lo que iba a pasar: “A él se lo van a llevar y no me van a decir para dónde lo llevan. Yo voy a ir a todas las estaciones de policía y en algunas me dirán la verdad y en otras me dirán mentira. Y así hasta que lo encuentre”.

A pesar de aquella rutina absurda, ese día en el que su hermana intercedió fue definitivo para él. Luego el budismo lo ha concentrado bastante. “Yo no sé de dónde saqué fuerzas para enfrentar todo aquello. Mucha paciencia con él, mucha paciencia con el poder político”.

A Yadira y sus hijos muchas cosas los han empujado a irse de Cuba. Pero ellos hacen El Trencito como si nunca se fueran a ir. “No somos tan ingenuos de pensar que esto está malo y otro país es una maravilla. Sabemos que vamos a morder el cordobán en cualquier lugar al que vayamos. Sabemos que vamos a perder parte de nuestra identidad, lo hemos hablado mucho entre los tres”.

Yadira y sus hijos Daniel y Amanda. Foto: Jorge Ricardo.
Yadira y sus hijos Daniel y Amanda. Foto: Jorge Ricardo.

Irse nunca ha sido un objetivo en su vida, en 2019 los tres viajaron a España y regresaron. No tienen plan, no saben ni cuándo ni a dónde irán en el futuro. Mientras, se refugian en los niños, siembran árboles, hacen obras de teatro, pintan, cantan, juegan, como si no hubiera un mañana, orgullosos de El Trencito, donde solo se habla del amor.

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