Yunior García desde su altar… con su cruz

El reconocido dramaturgo se reconoce a sí mismo como “un cubano que escribe” desde y sobre Cuba, alejado de chovinismo y patriotismos baratos.

Yunior García. Foto: Radio Angulo.

Los asiduos a las salas de teatro de la capital de seguro han podido identificar alguna que otra vez a Yunior García. Con su mirada sobria y rostro serio, pareciera un juez mordaz de la puesta en escena que visita.

Lejos de esa primera impresión, el dramaturgo holguinero representa el espíritu del aficionado al buen teatro, espectador recurrente que busca en las tablas esa obra que refleje, como buen teatro al fin, la actual circunstancia de la realidad que vivimos, y/o resistimos.

Los textos de García pudieran parecer ser viscerales, aunque lejos de irracionalidad alguna. En ellos están contenidos parte de la experiencia vivida.

Lo escrito por un autor forma parte un poco de sí mismo, confiesa, y esa amalgama de experiencias las expone al público, quien sale del teatro conociendo un poco mejor al director y también actor, pero también a sí mismo.

En el medio del montaje de la postergada puesta en escena de Hembra, que actualmente puede verse en la sala Argos Teatro, bajo las regulaciones que dictan las circunstancias, accedió a responder algunas preguntas que ayudan a dilucidar ciertos patrones y constantes en sus obras; el sello que caracteriza la dramaturgia de este creador del arte escénico, uno de los más interesantes de la actual escena teatral nacional.  

Varios aspectos como la religiosidad, la migración interna y externa y la marginalidad son tratados en sus obras. ¿Por qué acercarse a estos temas? ¿Cuánto de vivencial tienen sus textos?

Creo que cada autor escribe sobre sí mismo, aunque eso no significa que todos los personajes compartan nuestra visión del mundo o que hayamos vivido cada suceso narrado. En mi caso, la religión sí formó parte de mi adolescencia.

Fui Testigo de Jehová durante cinco años y ese período me marcó de muchas maneras. Por una parte, me introduje en el mundo fascinante de los relatos bíblicos, algo que abrió mi apetito hacia otras lecturas. Aprendí sobre hermandad y cofradía. Asumí, demasiado temprano tal vez, responsabilidades ante un grupo de personas que me veían como líder y que se acercaban a mí, una polilla imberbe, en busca de consejos.

Reconozco que desarrollé habilidades para la oratoria y me entrené para el debate, aunque debo admitir que todo fue con fines proselitistas. Sin embargo, y aquí viene otro lado oscuro de la historia, pertenecer a esta religión impidió que tuviese derecho a una buena carrera al finalizar mis estudios de secundaria básica.

A pesar de tener una de las notas académicas más altas, de haber ido cada año a las escuelas al campo, de ser disciplinado al extremo, los profesores decidieron que yo no cumplía las condiciones de un “joven revolucionario integral”. De nada sirvió que citara la Constitución de la República o que mis compañeros de aula votaran en favor mío. El claustro no se dio por vencido. Aprovecharon que en esos días me enfermé de varicela, se reunieron con los alumnos sin mi presencia y les advirtieron que, de yo resultar avalado, les robaría a ellos la oportunidad de obtener una buena carrera universitaria.

Luego supe que la discusión no fue sencilla, pero el argumento que logró convencer a la mayoría fue que me harían un favor. A fin de cuentas, mis metas eran andar por ahí de casa en casa, con la Biblia bajo el brazo. Seguramente yo no aguantaría los rigores de la universidad. De modo que, al recuperarme de la varicela, descubrí que la única carrera a la que tenía derecho era la de albañilería, en una escuela de oficios.

Mis padres, que ni eran religiosos ni estaban totalmente de acuerdo con mis creencias, lograron convencer a un funcionario de educación para que me concedieran una mejor oportunidad de estudios. Y así fue. Estudié dos años Construcción Civil en un politécnico de mi Holguín natal. 

Pero la adolescencia ya estaba en proceso y comenzaron las dudas y las crisis de conciencia. A los 16 años, fui expulsado por apostasía. Me dio por discutir una directiva de la cúpula religiosa, me celebraron un juicio con varios ancianos durante siete días, y me advirtieron que nunca más podría dirigirle el saludo a otro Testigo de Jehová.

Creo que en ese momento me salió el bigote. Todo el universo que me había creado durante los últimos cinco años se vino abajo.

Debí construirme otro rápidamente. Tres meses después, me mudaba a La Habana y entraba en la Escuela Nacional de Arte para estudiar Actuación.

Ahí está buena parte de quién soy y cómo escribo: mito y liturgia, herejía y castigo, paraíso perdido y negación del infierno. Pero sobre todo… libre albedrío. Jamás he sabido trazarle un destino cerrado a ninguno de mis personajes. Ellos deciden por sí mismos en cada página. Nunca hacen o dicen lo que imaginé de ellos al concebirlos. 

Yunior en su obra Yacuzzi, donde también actúa. Foto: Twitter del dramaturgo.

Sus textos, por lo general, tienen como protagonistas a personajes jóvenes. ¿Cuánto ha cambiado esa juventud que retrataba desde sus tiempos de estudiante en el ISA, hasta actualidad?

Vivimos en un país donde la palabra cambio, paradójicamente, suena subversiva. Pero amén del esfuerzo de los conservadores y los dogmáticos, las generaciones ya no son las mismas. Los jóvenes de hoy han rozado otros referentes, se han comunicado con el resto del mundo de otra forma.

Ya no tenemos el periódico oficial como única ventana a las noticias, ni debemos conformarnos con dos canales de televisión. Aunque es cierto que hay características que marcan a los jóvenes, sin importar de qué época se trate, los nuestros ya no son tan fáciles de adoctrinar.

Mi teatro comenzó debatiendo la libertad desde la perspectiva de los apetitos y los sueños. Había mucho desenfreno en Malos presagios, Baile sin máscaras y Todos los hombres son iguales. Esos personajes querían extender los límites de lo correcto, en un sentido más carnal. Pero desde Semen me fueron interesando otras fronteras.

Yo tampoco soy el mismo. Ya ni siquiera soy técnicamente joven. Estoy cerca de los 40 y me resulta imposible escribir con aquella frescura y aquel desenfado. Hago todo lo que puedo, créeme, por seguir manteniendo vivo al Yunior inmaduro, rebelde y sinvergüenza. Al menos, cuando escribo teatro. 

También ha incursionado en el cine. ¿Veremos más obras suyas de este tipo en el futuro? ¿Qué le aporta como creador el trabajo en el cine?

El cine nació como corto documental y más tarde fue apropiándose del teatro, hasta encontrar su propio lenguaje. Hacerlo, para mí, es como atravesar una frontera. Procuro desprenderme de lo teatral y aprehender el idioma de los fotogramas en movimiento. No estoy demasiado interesado en llevar yo mismo mis obras de teatro al cine. Prefiero que otros directores lo hagan. Para dirigir una película, elijo comenzar desde cero, desde una imagen y una idea. ¡Son procesos tan distintos!

Ahora mismo, estamos desarrollando la producción de un cortometraje y, al mismo tiempo, el guion de un largo. Hablo en plural porque el cine, sin la presencia del productor, es como un helicóptero sin hélice. En mi caso, tengo la suerte de que mi compañera de vida, Dayana Prieto, es capaz de levantar del suelo nuestras ideas.

Quisiéramos llevar a la pantalla esa otra Cuba que ha quedado un poco olvidada en nuestra memoria cinematográfica. Nos interesan las historias de las llamadas áreas verdes, del “interior”, de la Cuba de extramuros. Nos hemos inventado una estética que nos sirve de guía, sin permitirle que se vuelva una camisa de fuerza. A esa visualidad que imaginamos, a falta de un nombre mejor, la hemos llamado sugar western.

¿Qué le llama la atención del universo femenino, también presente con regularidad en sus piezas?

Tengo varios hermanos, pero quien se crió conmigo fue mi hermana Uchy. Así la llamé cuando aprendí a balbucear y todavía no soy capaz de decirle su nombre verdadero. Mi hermana fue mi compañera de juegos, mi amiga y a veces mi otra madre. Quizás por esa relación tan especial que hemos tenido siempre, las mujeres son para mí seres extraordinarios, mucho más decididos y fuertes que los hombres.

Para mí, Edipo es una simple víctima de su corta visión. Yocasta encarna más misterio, porque pudo sospecharlo todo y decidir callarse, porque quién sabe todo lo que había en esa cabeza y los trágicos griegos no supieron contarnos. La madre de Hamlet es más interesante que su hijo esquizofrénico y dubitativo. Y si nos apuramos, Romeo es un tonto insufrible al lado de Julieta.

Amo a las mujeres más allá de lo carnal. Admiro profundamente su complejidad y su intelecto. No puedo decirte nada más. Tal vez los sicólogos me entiendan mejor que mis maestros de teatrología. Pero no es que yo decida escribir personajes femeninos más interesantes que los masculinos en mis obras. Simplemente… me salen así.

https://youtu.be/JjuGxbaRh9o

Usted ha apostado por hacer teatro en Holguín. ¿Cuán complejo resulta para los creadores de otras provincias insertarse en el circuito nacional, circunscrito a la capital del país?

Desde que fundamos Trébol Teatro, decidimos no quejarnos, ni culpar de nuestra suerte a la fatalidad geográfica. Trabajamos duro. Movimos nuestras obras, aunque fuera en camiones alquilados. Sobornamos a los conductores de los ómnibus nacionales para que nos dejaran montar las escenografías. Creamos un festival, que, gracias a Yasser Velázquez, a la AHS y al apoyo del Consejo de las Artes Escénicas se convirtió en el evento más importante del teatro joven en el país. Invitamos allí a los mejores creadores y críticos. Luchamos, como buenos taínos, nuestra yuca.

Lo más importante era tener una obra cuya calidad y factura nos dejara satisfechos. Luego moveríamos cielo y tierra para aumentar su visibilidad y alcance. Fuimos conscientes de que no basta con las buenas intenciones ni con ofrecer lo mejor de nosotros.

Es preciso mantenerse actualizado, encontrar los mejores referentes, trabajar en lo técnico, elevar lo artístico, aumentar nuestra cultura escénica, intercambiar con los maestros para absorber su experiencia, no aferrarnos a fórmulas, explorar nuevas maneras discursivas, superarnos, ir por más en cada puesta en escena.

En Trébol practicamos libertad y democracia. La dirección general del grupo rotó entre varios de los miembros. Jamás quisimos caer en el pecado provinciano de aferrarnos a alguien e impedir que se vinculara a otros procesos. Cada actor que pudiese trabajar en otros colectivos aumentaba el prestigio de nuestro grupo y le abría a él o a ella nuevos horizontes. Y las puertas siempre quedaban abiertas para cuando quisiera regresar.

Actualmente, el grupo radica en La Habana. Pero eso solo significa otro puerto. Parafraseando a Carlos Celdrán, allí donde habitemos… está el público. Nuestro primer espectador sigue siendo el cubano, donde quiera que se encuentre. Seguimos deseando girar por cada rincón del archipiélago con nuestras obras, aunque debamos seguir tomando trenes, alquilando camiones o sobornando al conductor de un ómnibus para montar una bañera, como si fuera parte de nuestro equipaje.

JACUZZI De Yunior Garcia Aguilera

 

Varios aspectos de la política cultural del país lastran el quehacer de artistas, en su mayoría jóvenes. ¿Cómo luchar contra esa censura? ¿Qué cambios beneficiarían un mayor entendimiento entre institución y artista, en el entorno teatral?

La censura no existe, pero los censores sí. Y dan tanta pena que no pienso dedicarles ni un solo párrafo.

Como dramaturgo, busca reflejar en el teatro la sociedad y el momento que le tocó vivir. ¿Qué otra Cuba quisiera contar, diferente a la que vive y expresa en sus obras?

Cuba es mi altar y mi cruz. Me gustaría ser más postmoderno y decirte que soy ciudadano del cosmos. Pero no es cierto; donde quiera que vaya… seré un cubano que escribe. Incluso si descubren vida en Marte y yo fuera abducido, no les hablaría a los marcianos como terrícola, sino como cubano.

Eso no es nacionalismo o patriotismo barato, mucho menos chovinismo, ni siquiera identidad. Tengo serios problemas con esa palabra, porque ni sé bailar rumba ni voy a la pelota los fines de semana.

Creo que hay muchos aspectos culturales que son singularidades nuestras, pero no necesariamente hay que usar para todo el término “identidad”. Soy cubano porque sí, sin necesidad de un carné o una certificación de nacimiento. Escribo sobre Cuba porque sería una estafa si hablara de otra cosa.

Cuba, como dijera uno de mis personajes, mejor que yo mismo: “no son ni las palmas, ni el calor, ni el puerco asado, ni los baches, ni Fidel, ni el malecón, ni la bandera. Es poder, qué sé yo… ver a mi madre, coño, cuando me dé la gana. Y aparecerme en su cumpleaños y decirle: vieja, no te traje nada, pero estoy aquí… Y darle un abrazo. Es conversar en la calle con cualquiera a cualquier hora. Es poder reírme aunque no tenga un peso. Es saber que a dos casas hay alguien que te vio nacer y que está dispuesto a correr contigo cuando haga falta. Es cagarte en la madre de alguien cuando hay un apagón. Y encender una vela y ponerte a cantar. Y escuchar la algarabía de todo el mundo cuando vuelven a poner la luz. Eso es Patria: no sentirse solo”.

Nadie puede quitarme eso. Si me quitan eso, ¿qué me queda?

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