Al-Shabab o los mensajeros de la muerte

Para las mentalidades de ese grupo, con la sharía instalada en el centro, los occidentales son infieles y por consiguiente enemigos.

Una de las bases de los terroristas de Al-Shabaab en el sur de Somalia. Foto: allafrica.com

En lengua árabe, Al-Shabab significa “Los Jóvenes”. Pero no estamos hablando aquí de una organización juvenil del mundo norafricano, sino de un grupo terrorista ligado a Al-Qaeda, como se sabe fundado en 1985 por Osama bin Laden y varios asociados durante aquella nefasta invasión soviética a Afganistán.

Su misión consiste en lo mismo que el lector adivina de antemano: “guerra a muerte contra los enemigos del islam”, tarea que emprenden afiliándose a una de las vertientes más puritanas del fundamentalismo: el wahabismo, que prosperó en Arabia Saudita después del descubrimiento del petróleo en los años 30 del siglo pasado. Esto permitió a los saudíes emprender una sustantiva inversión de capital para expandirlo alrededor del mundo árabe, aprovechando el hecho de que en su territorio se encuentran la Meca y la Medina, dos de los santos lugares del islam.

El surgimiento de Al-Shabab constituye una consecuencia del vacío de poder que sobrevino en Somalia después del fin del gobierno de Siad Barre (1969-1991), que provocó una alta fragmentación social y el resurgimiento de autoridades tradicionales y religiosas que, entre otras cosas, se focalizaron en regular a su manera, la “tradicional”, las relaciones sociales.

También de la reacción que provocó la invasión a Somalia por parte de Etiopía (2006) apoyando a un gobierno derrotado militarmente por la Unión de la Cortes Islámicas (UCI) con el presidente Sharif Sheihk Ahmed (2009-2012) al frente. Esta presencia de actores regionales e incluso internacionales en el conflicto, que como se conoce no es inédita, generó actitudes hostiles hacia los países occidentales y limítrofes. Y, por supuesto, sirvió como sustrato ideológico a los efectivos de Al-Shabab.

Kenia los conoce bien. Entre 2008 y 2015, recibió un total de 272 ataques del grupo. Suele haber consenso entre los estudiosos de que lo hacen, en primer lugar, por razones oportunistas, es decir, para llamar la atención sobre su existencia y viabilidad, una manera de atraer reclutas y de diseminar el miedo.

Aquí opera una suerte de macabra relación causa-efecto característica del terrorismo: mientras más grande y brutal sea el ataque, el grupo se percibirá más grande y poderoso de lo que realmente es. No es, en rigor, muy numeroso: en 2014 sus efectivos se estimaban en alrededor de 7,000-9,000 individuos.

Una revisión sumaria de sus acciones retrospectivas arroja que, en efecto, han atacado no solo a Nairobi, sino también a Mandera y Garissa, en el noreste de Kenia, así como facilidades turísticas de esa nación africana. Este ha sido otro de sus objetivos preferenciales, y redundado en la caída del número de visitantes, el cierre de hoteles y la subsiguiente pérdida de empleos en la llamada “industria sin humo”, por demás abrumadoramente compuesta por ciudadanos occidentales.

En 2013 ocurrió uno de los sucesos con más horripilantes y sangrientos protagonizados por estos tipos: la matanza de Westgate, el principal centro comercial de Nairobi, la capital keniana. Al mediodía del 21 de septiembre, efectivos suyos irrumpieron en la instalación lanzando granadas y disparando indiscriminadamente contra los compradores, incluyendo mujeres, niños y ancianos que nada tenían que ver con sus problemas ideológico-existenciales, ni con la política.

El recuento oficial fue de 72 fallecidos: 61 civiles, 6 efectivos de las fuerzas de seguridad y 5 terroristas. Pero aun hoy no se tienen por buenas esas cifras. La Cruz Roja local, una de las instituciones más fiables, contabilizó muchas más víctimas. Se dice que los trabajadores del centro comercial fueron amenazados para que callaran.

Tampoco se sabe a ciencia cierta la cantidad de asaltantes, si murieron todos en el operativo, si se inmolaron o si algunos escaparon durante la evacuación disfrazados de clientes.

De cualquier manera, este hecho resume tal vez tal vez como ningún otro la naturaleza de esos “jóvenes”. “Con la matanza de Westgate”, escribió un estudioso, “Al-Shabab quiso demostrar, una vez más, que la muerte es igual para todos los que considera sus enemigos”.

Pero fue, paradójicamente, un tiro en el pie. En agosto de 2014 el gobierno somalí lanzó la operación “Océano Índico” para barrer con los enclaves y bases de Al-Shabab en su territorio. Un mes después, en septiembre, un ataque estadounidense con aviones no tripulados liquidó a su líder, Ahmed Abdi Godane, también conocido como Mukhtar Abu Zubair.

Informes de inteligencia dados a conocer a los medios señalaron que el raid aéreo había constituido no solo un importante golpe al cerebro de Al-Shabab, sino que también había tenido un efecto psicológico-moral sobre la organización, eventualmente atravesada por pugnas internas y disensiones que han redundado incluso en el asesinato de comandantes y otros dirigentes, muchos entrenados en los campos de Al Quaeda en Afganistán y con experiencia de combate contra los militares estadounidenses.

Tres años después, en julio de 2017, Alo Jabal, otro de sus principales cabecillas, fue liquidado en un nuevo bombardeo de Estados Unidos. Muhamad Husein, como se llamaba en realidad, dejó de matar a civiles inocentes en la localidad de Tortoroow, también en el sur somalí.

“Estados Unidos llevó a cabo esta operación en coordinación con sus socios regionales como respuesta directa a las acciones de Al-Shabab, incluidos los recientes ataques contra las fuerzas somalíes”, indicó un comunicado.

El grupo ha sido golpeado, aunque no liquidado. Continúa actuando desde sus bases de operaciones en el sur de Somalia. Pero objetivos potenciales para ellos apetecibles –por ejemplo Addis Abeba o Kampala– les quedan muy distantes y les resultan logísticamente difíciles de alcanzar después de esos batacazos.

Su mejor alternativa consiste entonces en seguir incursionando en localidades fronterizas con Kenia como Mandera, donde secuestraron a los médicos cubanos Landy Rodríguez Hernández y Assel Herrera Correa matando a un policía que los custodiaba, pero dejando vivo al chofer y un segundo agente.

Aunque no se tiene información al respecto, resulta poco probable que haya sido un acto específicamente dirigido contra los cubanos. Para las mentalidades de ese grupo, que tiene a la sharía instalada en el centro, los occidentales son infieles y por consiguiente enemigos, más si colaboran con un gobierno al que se oponen por las armas. En noviembre pasado hicieron lo mismo con Silvia Romano, joven italiana de una ONG educacional. Cinco meses después, se ignora su paradero.

El gobierno de Kenia ha asegurado que a las agencias de seguridad  se les ha dado la misión prioritaria de buscar y rescatar a los dos galenos cubanos para asegurar su regreso. Un dato positivo, pero debe tenerse en cuenta que esos mismos servicios no están exentos de ineficiencia y corrupción. Ha habido acusaciones y evidencias de vínculos con estos grupos en la policía y el ejército kenianos.

Han entrado en el escenario los ancianos de la localidad como mediadores, esos que en las culturas africanas tienen el valor de la sabiduría, la experiencia, la prudencia y el pragmatismo, factores que pueden saltar barreras aparentemente infranqueables.

“Los ancianos de nuestro clan se involucrarán con las contrapartes en Somalia para garantizar la seguridad y el regreso seguro de los médicos”, dijo el funcionario al diario Sunday Nation.

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