Lunes de octubre: memorias cubanas desde las calles de Quito

Tres cubanos que vivieron en la capital ecuatoriana los sucesos de insurrección popular contra el paquetazo del presidente Lenin Moreno brindan su testimonio y reflexión sobre esas jornadas ya históricas.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Testimonio de Alejandro Ramírez Anderson (fotógrafo cubano)

Los buses, que hace 14 días se habían extinguido como los dinosaurios en protesta por el alza del precio de la gasolina estipulada en el decreto 883, aparecen hoy en las calles de Quito, todos clonados en medio del trajín cotidiano. Nadie dimensionó lo que estaba pronto a suceder. Nadie sabía que, dentro de unos días, aquel decreto quedaría sin efecto gracias a las movilizaciones encabezadas por el movimiento indígena de Ecuador.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

¡Un cigarro!

Nunca imaginé que un cigarro fuera un objeto necesario para reponer el estado de salud de una persona. El ahogo, la flema, los mocos escurriendo, la tos con arcada y las sensaciones de vómito provocados por los gases lacrimógenos pueden ser aplacados casi completamente cuando le das dos bocanadas a un cigarro. He tenido, como buen fumador, diversas ocasiones en que el compartir un cigarro se vuelve un acto social de compañerismo, pero el verdadero concepto de cigarro solidario, el que hermana, en el más profundo sentido de la palabra, lo aprendí ahí, detrás de los escudos hechos de antenas parabólicas o bajo las barricadas construidas con los adoquines de las calles.

La lluvia de bombas lacrimógenas y enceguecedoras lleva en un primer momento a un desorden; es como entrar en un trance de angustia por la falta de visión, la asfixia y el no poder controlar los signos vitales propios más elementales, sobre todo para quienes no estamos prevenidos. Inesperadamente aparece una mano salvadora con un cigarro, ofreciéndome, lejos de todo lo repetido tantas veces como el peor veneno que significa la nicotina y el alquitrán, un alivio momentáneo e inmediato hasta que vuelva la próxima lluvia de artefactos disparados sin piedad; pero estos instantes de recuperación significan justo el tiempo para pensar qué haré: si me quedo ahí o si salgo corriendo a una zona donde pueda respirar un poco más ligeramente.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Confianza y riesgo

Y como dicen que el hombre, para bien o para mal, se acostumbra casi a cualquier cosa, el estar tanto rato ahí bajo el bombardeo con la adrenalina disparada, va haciendo que me tome las cosas con más calma, que vaya distendiendo los sentidos de la alerta y que confíe un poco más; es un momento ventajoso para mi profesión, pues dejo de tomar fotos a lo loco y empiezo a pensar en mejores emplazamientos para obturar, en captar ángulos más beneficiosos que abarquen un panorama más amplio y en obtener mejores imágenes que denuncien esa atroz represión que están cometiendo las fuerzas armadas y la policía.

Debo pensar como fotógrafo y también estar pendiente de las explosiones. Las bombas lacrimógenas salen de los cañones y debo seguir su recorrido con mi vista para poder esquivarlas cuando vienen directo hacia mí y evitar un impacto que pueda ser fatal, pues aunque no estén consideradas armas letales y solo disuasivas, ya hay personas que han muerto a causa de su impacto. Me vuelvo experto en torearlas y en una especie de danza combino varios pasillos, los de buscar un mejor ángulo de foto y los de estar gardeando los proyectiles visibles.

Pero confiarse nunca es bueno. Además de las bombas lacrimógenas, los policías disparan bombas antimotines, que no puedes ver.

Escucho una explosión a un metro de mí y siento como si me hubiesen tirado arena en las piernas. Me reviso y a simple vista no tengo nada. Una muchacha enmascarada –a quien nunca reconoceré– me avisa que mi mano derecha está sangrando. Inmediatamente siento los ya conocidos gritos de «¡médico! ¡médico! ¡médico!» que suenan cada vez que un manifestante sale herido. Y aunque no tengo dolor ni me siento lesionado, llegan con bandera blanca los estudiantes de Medicina que asisten voluntariamente a los afectados, me sacan de la zona cero, me llevan a un lugar tranquilo y revisan el dedo medio de mi mano derecha. Al comprobar que tengo una esquirla metida, sacan una pinza, hurgan mi dedo, extraen de él un pedazo de plástico, lo limpian y lo vendan. «Si te sientes mal, te llevamos a alguno de los hospitales cercanos que hemos improvisado», me dicen. Pero no, mi dedo parece como si le hubiese pasado un cuchillo de cocina: nada del otro mundo. Me levanto con intención de seguir haciendo fotos y otra persona se acerca a mí para solicitarme que realice una denuncia. La intención es que todos los heridos lo hagan, pues de esa manera es posible realizar registros estadísticos reales.

Finalmente, sigo mi camino pues siento que lo que me ha sucedido es un rasguño en comparación con otros casos: muchachos con cabezas partidas, con piernas desgarradas o con ojos enceguecidos.

Continúo, sí, pero con una carga psicológica muy fuerte que deviene de una toma de conciencia de los actos de represión: actos del cuerpo policial que dispara a mansalva sin importar si hay mujeres y niños dentro de los manifestantes. Además de las estadísticas, hay una serie de perjuicios que no se pueden representar en cifras:  el dolor de los familiares de los caídos, las intoxicaciones y asfixias, miles de perdigones en brazos y piernas, persecuciones posteriores a personas y muchos más que irán sanando poco a poco, dejando cicatrices de enseñanzas en todo el pueblo.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Un pueblo solidario

Los medios de comunicación repitieron mil veces que esta movilización estaba financiada por Correa, desde Europa, y por Maduro, desde Venezuela. Dijeron también que contó con financiamiento de las FARC de Colombia y de grupos narcotraficantes, pues no creían que una marcha de tal calibre estaba siendo sostenida de forma autónoma y con apoyo y decisión espontánea de todo un pueblo.

Miles de personas, aun cuando no estuvieron presentes en las primeras líneas de combate, organizaron cocinas colectivas o prepararon comida desde sus casas para llevarla a las zonas de paz y refugio humanitario ubicadas en varias universidades. Los panaderos donaron cestos y cestos de pan; gente de todas partes entregó zapatos, cobijas y medicinas para los manifestantes y sus familias; y jóvenes, hombres y mujeres, levantaron guarderías donde protegieron a los niños mediante juegos y cantos. A los policías no les importó: lanzaron proyectiles de gas lacrimógeno a estas ZONAS DE PAZ Y REFUGIO HUMANITARIO obligando a que los manifestantes y niños que descansaban en ellas sean evacuados.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Cafeterías y restaurantes ofrecieron sus cocinas para alimentar a la gente que luchaba. Varias familias prestaron sus casas para que los muchachos que llegaban intoxicados por los gases pudieran bañarse y descansar un poco antes de retornar a la zona de combate o punto cero.

El Arbolito y La Casa de la Cultura Ecuatoriana, lugares que fungieron como sedes centrales del movimiento indígena, fueron como una especie de hormiguero donde miles de personas entraban y salían sin parar: estudiantes voluntarios de Medicina que curaban a los heridos, periodistas de medios de comunicación alternativos tratando de decir a gritos la verdad y desmentir lo que los medios oficiales nunca dijeron, jóvenes cargados de agua con bicarbonato para asistir a quienes se ahogaban con los gases y gente común que decidió sumarse a las marchas.

 Espontáneamente, quiteños y quiteñas se auto-convocaron a un cacerolazo nocturno. Fue un hecho sin precedentes. En todas las azoteas de los edificios de Quito las personas hicieron sonar sus utensilios de cocina o sus instrumentos musicales. Hubo quien sacó sus equipos de música y puso a todo volumen canciones de Inti Illimani, de Molotov y de Calle 13. Los más osados, sin importar el toque de queda, salieron a las calles a marchar con sus cacerolas, reivindicando a los grupos indígenas y legitimando la protesta.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Toda protesta tiene sus frutos

Lo que más me gustó de todos estos días fue la organización de un pueblo, la perseverancia de luchar por lo que se quiere, la decisión de unirse para pelear por sus derechos y lograrlo. A mí en lo personal me devolvió muchas utopías y varias certezas.

Con esto no quiero decir que se logró todo, fue un primer paso que habrá que seguir empujando; faltan muchas respuestas después de la negociación entre el presidente Lenín Moreno y los dirigentes indígenas, pero ver la fuerza y la emoción de miles y miles de personas encabezadas por el movimiento indígena, la lucidez, la tozudez a pesar de haber puesto los heridos y los muertos, es algo que quedará en la historia y en mi cabeza.

Después de la supuesta calma, vienen también las reflexiones y algunas conclusiones: la mía es que nunca había tenido tanto significado aquella vieja y repetida consigna de ¡El pueblo unido, jamás será vencido!

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

 

Testimonio de Meysis Carmenati (periodista y profesora cubana)

No voy a olvidar la rapidez con que la gente se une y se acompaña en una insurrección popular…

Me asombró mucho la capacidad de movilización de las personas. Aunque el movimiento indígena se empezó a identificar como el actor fundamental del paro, el levantamiento fue, desde su inicio, diverso: estudiantes, mujeres, feministas, trabajadores de diferentes sectores, campesinos, migrantes. Yo tenía la impresión de vivir en una ciudad estructural e históricamente desconectada pero el paro unió a personas del norte y del sur de Quito (regiones geopolíticamente antagónicas),  indígenas de diferentes comunidades y mestizos, sectores urbanos y rurales, gente con ideologías políticas contrarias; en un entrelazamiento que se tejió como lucha de clases, antirracista, anticapitalista, antipatriarcal. Fue una toma espontánea del espacio público que reflejó el descontento popular ante mucho más que el paquetazo, y evidenció la crisis de legitimidad de esa reestructuración institucional y cultural que el neoliberalismo lleva introduciendo en la región hace décadas.

No voy a olvidar la rapidez con que la gente se une y se acompaña en una insurrección popular, la capacidad para aprender juntos, cuidarse, darse ánimo, alimentarse, caminar y sostenerse en colectivo. Tampoco olvidaré la rapidez con que escala la violencia de las fuerzas policiales y militares. En medio de los neumáticos quemados, los gases, metales y piedras, una y otra vez les gritaban “ustedes también son pueblo”, pero el disciplinamiento parecía un muro infranqueable proyectado en la brutalidad con que golpeaban, arrollaban, gaseaban y reprimían.

También fue rápido el abandono de la institucionalidad democrática. En pocas horas, y sin mayor escrúpulo, se disolvió el estado de derechos, se militarizó la sociedad y se criminalizó la protesta. El uso desproporcionado de la fuerza se apoyó en discursos de un nacionalismo excluyente y rampante, con tintes facistoides y hacia la generación de odio. Si el paso de la democracia representativa al fascismo es tan coordinado y procedente, de lo que se trata es de una relación orgánica entre ambos, de la forma en que se presuponen y acompañan como aristas interconectadas de una misma racionalidad: la hegemonía del capitalismo neoliberal en su avanzada de acumulación y despojo. No voy a olvidar que nuestras garantías y derechos conquistados penden de un hilo. La gravitación de la violencia también será difícil de olvidar, su presencia, la manera en que estamos definitivamente expuestos.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

(…) en las condiciones excepcionales de un levantamiento popular, nada está garantizado…

Primero, la lucha de clases no habla de un bloque homogéneo y coordinado. Al contrario, tiene una elasticidad y una capacidad de absorción impresionantes; es decir, la lucha de clases está latente y cuando despierta en un enfrentamiento concreto puede metabolizar –y recrearse a través de– actores políticos que antes no parecían llegar a posibles acuerdos. Pese a las diferencias que nos identifican, o debido a ellas, estamos más cerca a la hora de “poner el cuerpo”. Por eso es importante retomar la crítica a ese predominante concepto de “clase” que se reduce a identificar sectores o esquemas y, en su lugar, entender el componente contradictorio que se encuentra en los escenarios cotidianos de producción de la vida: el carácter productivo del antagonismo. Desde el punto de vista de la política, parece imperativo comprender las estrategias en que se viven, se padecen y se resemantizan las formas de resistencia cotidianas, y que llevan, en un determinado momento, a la insurgencia organizada.

Segundo, en las condiciones excepcionales de un levantamiento popular, nada está garantizado. Por muy viva y activa que esté la protesta, en cualquier momento se puede dar un giro inesperado. El día antes del diálogo entre el gobierno y los dirigentes indígenas la ciudad de Quito estaba levantada, y gran parte del país se había sumado al paro. La caída del gobierno parecía, cada vez más, posible y las consignas iban de la eliminación de subsidios a la exigencia de renuncia de ministros y presidente, hasta la salida del FMI del país y el rechazo al neoliberalismo y las políticas extractivistas. No obstante, pocas horas después, y mientras se escuchaban los estallidos de la bombas y se peleaba en las calles, en la mesa de diálogo las demandas se centraron en la no eliminación de subsidios al combustible. Tal vez hay muchas razones para esto, y sabemos del cansancio físico y psicológico enorme, del miedo y la inseguridad, de la ausencia total de garantías. Pero se estaba luchando por mucho más, y aunque el acuerdo trajo la paz, dejó un sabor amargo.

Tercero, la importancia de un proyecto político. La pregunta más acuciante durante todo el levantamiento fue ¿qué viene después? ¿qué pasa si se va el presidente? ¿si el que le sustituye tiene la misma agenda, cuál es el sentido de todo esto? ¿podemos, en estas condiciones de caos y rebelión, articular una fuerza política? ¿cuáles son los acuerdos que coexisten en medio de la diversidad del movimiento? Si bien la protesta social es legítima, productiva, propositiva y necesaria, salir a las calles sin un proyecto político de fondo genera cuotas insostenibles de incertidumbre y puede conducir a pactos con resultados parciales. El mayor temor es que los días pasados hayan funcionado como un mecanismo de escape de la energía de la protesta, sin que se haya impactado en las estructuras de reproducción de la crisis.

Cuarto, la historia es imparable y se está haciendo ante nuestros ojos. Hay que ser cada vez más conscientes de nuestro rol en la producción de la historia, al interior de esa tensión de hegemonías políticas, y de cómo las acciones individuales adquieren sentido solo a través de nuestra relación con los demás y con los objetos, materiales y espirituales, que nos rodean. Concurrimos en circunstancias tácitas, a través de las cuales nos entrelazamos y coexistimos, que sustentan los discursos individualistas y excluyentes pero, al mismo tiempo, los fracturan. Esa interconexión orgánica de un posible Nosotr@s parece idealista, pero es la forma concreta en que se produce la vida: lo discursos que nos separan, los mecanismos que nos disciplinan, pero también la necesidad que nos impulsa y sostiene, el tejido que estamos, sistemáticamente, recreando. Hay que asumir el significado de la lucha de cara al futuro, como una disputa por la soberanía, por la autodeterminación y, en especial, por el sostenimiento de la vida. Creo que de eso se trataba esencialmente.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

(…) el estupor que nos dejó la derogación del decreto 883…

El diálogo para la derogación del decreto terminó en la noche del día 13, aproximadamente a las 22h00. A solo pocas horas, mientras seguía la celebración, ya había gente en las calles limpiando la ciudad. A la mañana siguiente miles de personas salieron a continuar la limpieza. Se reunieron con ímpetu similar al de días anteriores, se acompañaron al recoger los adoquines y lavar la sangre y el sudor de las calles. Fueron comunidad otra vez, en medio de la alegría y el dolor, el estupor que nos dejó la derogación del decreto 883, la certeza de que el resto (flexibilización laboral, despidos masivos, baja de salarios, evasión tributaria, salida de capitales, pérdida de soberanía, modelo extractivista y de despojo, precarización de la vida, justicia para detenidos y muertos…) no iba a poder disputarse y se nos había arrebatado.

Al mediodía del 14 ya se afirmaba en redes que los lugares de mayor enfrentamiento habían quedado arreglados y limpios. Luego de una desconexión brutal y cómplice entre el discurso de los medios masivos y las voces populares junto a la cobertura de medios alternativos, que duró todo el levantamiento y continúa, el único momento en que todos los discursos se aunaron en una misma voz fue para celebrar la prontitud, la espontaneidad y la presteza con que miles, en pocas horas, dejaron la ciudad como nueva, como antes. Lo entiendo completamente. En ese empeño participaron tanto los voluntarios, como las fuerzas del orden que el día anterior sostenían el estado de excepción. Muchos se felicitaban orgullosos por la grandeza de ese pueblo que cambiaba los escudos de cartón por la escoba y regresaba los adoquines que habían lanzado a su verdadero lugar: dejaron de ser armas para volver a ser suelo firme, apariencia de estabilidad. Sin embargo, todo ello parecía un llamado al orden, a la normalidad, a la vuelta al pasado. En la noche del 14 la ciudad estaba limpia, los cafés y restaurantes de los barrios acomodados estaban llenos, los supermercados se abastecían tranquilamente. Parecía de pronto imposible que menos de 24 horas antes los francotiradores disparaban desde los edificios aledaños a las barricadas populares. ¿Por qué tanta celeridad en limpiar, ordenar, normalizar? Repito, lo entiendo completamente, pero me deja una profunda inquietud.

Foto: EFE.

En concreto, el diálogo entre los sectores indígenas y el gobierno existía antes del levantamiento, le dio cierre al levantamiento y evidenció al movimiento indígena como un actor político indispensable en la construcción del estado ecuatoriano. El diálogo no solo se sostendrá sino que puede escalar de muchas formas, hacia el posicionamiento de la dirigencia indígena en puestos gubernamentales, hacia su identificación como candidatura posible en las próximas elecciones, ojalá avance hacia el logro de ciertas demandas históricas de las comunidades.

Muchas cosas están pasando luego de la derogación del decreto. Algunas que me parecen importantes son: el discurso decrépito del gobierno sobre la responsabilidad del correismo y ciertos extranjeros en la incitación al paro –por demás incierto- está convirtiendo a los representantes de esa fuerza política en perseguidos, refugiados y/ detenidos, lo que sirve para allanar el camino a otros grupos políticos hacia las próximas elecciones del 2021. En lugar del subsidio parece que se optará por compensaciones focalizadas, decididas mediante diálogo del gobierno con los sectores indígenas. Pero no se ha dicho nada sobre las medidas contra los servidores públicos, la precarización del trabajo, la eliminación de los aranceles o la liberación de inversiones, el endeudamiento y la salida de capitales, entre otras medidas que eran parte sustantiva del paquetazo y que también movilizaron al pueblo en su contra.

Foto: AP.

Las causas profundas están asociadas al descontento popular ante las políticas neoliberales…

Es difícil especular. Por ahora Quito parece acoger la normalidad. Pienso que los actores políticos a favor y en contra del paro se moverán para construir un discurso en torno a este que, posteriormente, pueda favorecerles de cara a las elecciones. Creo que los resultados finales se verán en esas elecciones, aunque para el movimiento popular los días del levantamiento, la noche del cacerolazo, las imágenes compartidas en redes y, especialmente, el encontrarse y acompañarse en la calle, pueden tener, espero, una influencia de largo aliento, y convertirse en abono de futuros desafíos.

Creo que una consecuencia importante se puede reflejar a nivel regional, como la evidencia de una reacción social a las políticas neoliberales que impactan, también, en países como Argentina o Colombia. Ecuador puede ser punta de lanza para otras geografías.

Las causas profundas están asociadas al descontento popular ante las políticas neoliberales, que desde la década de los 70, aunque de diferentes formas y con niveles y ciclos variables, han estado definiendo el escenario político sudamericano. Esas políticas se reflejaban en procesos sistemáticos de precarización de la vida, contextos de violencia, economías dependientes, deterioro de los derechos laborales y políticos adquiridos, depreciación y/o secuestro del sector público y una disputa esencial sobre el sentido, la capacidad administrativa y el rol de los estados. Junto a estas, hay causas de orden estructural, debido a la preeminencia de un modelo extractivista, racista, colonial y patriarcal, auspiciado por la acumulación y el despojo, que ha pautado su desarrollo supeditando el bienestar del pueblo, con el mayor peso en los grupos históricamente desposeídos, en las mujeres que sostienen la reproducción y el cuidado, en los campesinos que permiten el sustento más elemental de la vida. De ahí que se entienda la centralidad del movimiento indígena, la forma en que empezó a representar la lucha y absorverla, reactivarla, sostenerla. La suma de estas y otras circunstancias conduce, inexorablemente, a un atrapamiento de las personas en procesos políticos y culturales trasnacionales complejos, a la subsunción de nuestras vidas, nuestros cuerpos y nuestras energías en estos procesos, pero no sin capacidad para reaccionar, y no de la misma forma ni con el mismo peso para todos y todas.

Foto: AP.

(…) los cubanos volvimos, una vez más, a formar parte del discurso que usa la xenofobia con una capacidad instrumental fabulosa…

Dentro del discurso del gobierno y los medios de información se empezó a construir, desde el inicio del paro, un enemigo. Este era una suerte de criatura mítica con partes de venezolano, colombiano, vándalo pagado por Correa, y también cubano; además una criatura con súper poderes, pues podía incitar a cientos de miles por todo el país. De manera que los cubanos volvimos, una vez más, a formar parte del discurso que usa la xenofobia con una capacidad instrumental fabulosa, enormemente productiva cuando se trata de enfrentarnos unos a otros sobre el pretexto de nuestras diferencias. No es nuevo y viene ocurriendo con frecuencia desde la ola migratoria de hace unos 6 años.

No obstante, en medio de la difamación mediática cómplice y las amenazas directas del vicepresidente sobre la deportación de los extranjeros que apoyaran el paro, e incluso debido a todo eso, creo que como mujer cubana era un deber estar ahí y apoyar de todas las maneras posibles. En la tradición del pensamiento cubano, y amén todas las contradicciones ciertas y tremendas, hay una larga data de ideales sobre la unidad latinoamericana, el internacionalismo, la necesidad de la revolución, la prioridad de la justicia, el anticapitalismo, la defensa de lo popular, el poder del pueblo. Imagino que es muy difícil no dejarse tocar por todo eso, y que, aún condicionados por la apatía, la pérdida de paradigmas, el enclaustramiento de los procesos revolucionarios, el desgarramiento de la diáspora, la decadencia de esa “postmodernidad” cubana tan compleja y exótica, aún atravesados por esas y otras contradicciones, yo me imagino, o quiero imaginarme, que hay un relato que nos impulsa todavía a sentir toda lucha por la justicia social como propia.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Testimonio de Ailynn Torres Santana (psicóloga, investigadora y profesora universitaria)

(…) el uso intensivo de la fuerza policial y militar fue una sorpresa.

Dos cosas que me han impactado: la represión y su contracara, la solidaridad.

Para todas las personas que estuvimos allí, nacionales y no nacionales, el uso intensivo de la fuerza policial y militar fue una sorpresa.

Apreciarlo de ese modo, como algo inesperado, no es ingenuidad o inconciencia. La historia ecuatoriana nunca registró tal despliegue y uso de la fuerza institucional contra el pueblo. Tanques militares en las calles, detenciones arbitrarias, desapariciones, gaseado con lacrimógenos de zonas de paz y en las manifestaciones, motos policiales arroyando intencionalmente, policías golpeando sin motivo a personas, confrontaciones desiguales en las calles. El presidente Lenin Moreno declaró rápidamente Estado de Excepción, y luego toques de queda parcial y total en la capital. La represión nunca fue tan fuerte, ni siquiera durante las dictaduras militares ecuatorianas –bien apodadas dictablandas porque se desmarcaron de la línea represiva más dura de sus homólogas del Cono Sur– o en las confrontaciones con otros presidentes, muchas veces depuestos por el pueblo.

Luego, en las cadenas nacionales de televisión la Ministra de Gobierno y el Ministro de Defensa atemorizaban más a la ciudadanía. “El ejército está preparado para la guerra”, llegó a decir el segundo. Mientras, la primera relativizaba y apañaba el comportamiento policial y el presidente justificaba el panorama a través de una retórica de seguridad interna que, en su argumento, estaba amenazada por “vándalos”, “zánganos”, extranjeros, Rafael Correa, Nicolás Maduro, o cualquier holograma que le ayudara a difuminar a quien realmente estaba en pie y renacido: el pueblo.

Foto: Carlos Noriega/AP.

Tampoco podrá olvidarse la potencia de la solidaridad popular. En 2016 el pueblo ecuatoriano había mostrado su tejido solidario cuando un terremoto devastó la costa de ese país. Pero a pesar del desastre, del drama, de las centenares de muertes y vidas arrasadas, ahí la solidaridad la tuvo más fácil porque, para los poderes estatales, ella mostraba la nobleza de la ecuatorianidad. Este fue, sin embargo, un contexto distinto. Ahora la solidaridad, el hermanamiento, no se dio en paralelo a la gestión del gobierno ni con su aval; se activó directamente contra las medidas del gobierno, contra el gobierno.

Los primeros días se recrearon lazos en la calle. Se observaba un guion, un repertorio de la protesta que incluía una suerte de “división social del trabajo de resistencia”. Los grupos más jóvenes en la primera línea de frente. Detrás, grupos diversos que entraban y salían en dependencia de la agilidad física, el aguante a los lacrimógenos, la robustez de la voluntad. A la misma altura, otros bloques compactos, organizados, de sindicatos o colectivos identificables por sus banderas o carteles. Después, grupos que no eran ni espectadores ni totalmente participantes, pero que estaban allí, haciendo cuerpo, sonando cornetas. También voluntarios anti-gases, que enseñaban que el humo del cigarro alivia el ardor en los ojos u ofrecían agua con vinagre o bicarbonato, que también alivia. Hubo vecinas en los bajos de edificios con tanquetas de agua para asistir. Y vecinos lanzando cosas desde los balcones para alimentar las fogatas que se prenden, no como atrezzo de la protesta sino para atenuar los gases. En medio de las trifulcas y en sus márgenes, periodistas, fotógrafos, haciendo lo suyo. Parecía un coro, imperfecto, pero funcional y solidario. Potente.

Foto: AP.

Cuando las organizaciones sociales anunciaron que pueblos y nacionalidades indígenas de la Sierra y la Amazonía llegarían a la capital, se activaron con celeridad centros de acopio y acogida, zonas de paz, estrategias mano a mano, boca a boca y a través de las redes sociales, para asegurar su recibimiento y apoyo durante el tiempo, desconocido, que duraran las protestas que tenían como principal objetivo la derogación del Decreto 883. Ese Decreto fue resultado de un pacto previo entre el gobierno empresarial de Moreno y el Fondo Monetario Internacional. Sus resultados más inmediatos serían el encarecimiento súbito del costo de la vida, la profundización de la crisis, y la continuidad de la subasta de la nación andina al mejor postor.

Foto: EFE.

(…) el octubre ecuatoriano nos recordó que no es posible la lucha política sin estrategias y organización para reproducir la vida.

Lo sucedido en Ecuador ha despertado análisis desde todas las orillas. Queda mucho por pensar sobre lo que pasó y sobre lo que continúa pasando; porque aún no se ha terminado. No hay que confundir el episodio agudo con el proceso completo.

No se trata de algo que comenzó el 1 de octubre y terminó el 13, sino de un proceso de largo aliento que han vivido Ecuador, América Latina, todo el Sur: la persistencia y renovación de formas de control de territorios, poblaciones y recursos por actores político-empresariales (globales y nacionales). El resultado verificado es la desposesión, expoliación, empobrecimiento, precarización y asfixia de amplios grupos sociales. Y la estrategia es el progresivo endeudamiento, el enflaquecimiento del Estado y los sectores públicos, la flexibilización y precarización laboral, la privatización de bienes públicos. Es una receta que se aplica sin grandes cambios bajo la firma autorizada del FMI y en contubernio con las oligarquías locales. Entonces, el primer aprendizaje es la conciencia de que lo que ha pasado en Ecuador no es un asunto doméstico.

Entre las consignas que circulaban en las redes sociales y en las calles esos días, una recurrente era “Fuera FMI”. Eso dice mucho. Dice de la conciencia popular sobre por qué se estuvo en las calles y contra qué se está luchando. Dice de la vista larga del pueblo y sus liderazgos. Dice del buen diagnóstico de la enfermedad –el capitalismo subdesarrollante– que no hay que confundir con el síntoma que corporeiza la dolencia –el gobierno de Lenin Moreno.

Luego, es clave el reconocimiento de que los actores populares son diversos y no todos actúan con el mismo ritmo, programa, agenda; ni están dispuestos a los mismos riesgos ni a asumir los mismos costos.

Cuando el presidente anunció el paquetezo del Decreto, hubo un momento inicial donde distintos actores reaccionaron de manera más o menos independiente y empezó a armarse el mapa de la protesta. Los transportistas se declararon en Paro, pero rápidamente pactaron con el gobierno. Estudiantes, trabajadores, organizaciones sociales diversas, también reaccionaron, y se mantuvieron en la línea de frente. El movimiento indígena, más brioso que lo que muchas personas pudimos anticipar, se pronunció y ocupó el liderazgo en todo el país. La fuerza aumentó exponencialmente con la llegada de comunidades indígenas a Quito y su presencia en las otras provincias. Ellas tienen detrás su tejido organizativo, estrategias probadas de lucha popular, bases comprometidas.

Las diferencias y tensiones entre distintos sectores no se anularon, pero se atemperaron frente a la gravedad de la coyuntura. Es un desafío enorme tal diversidad de actores operando políticamente en un escenario en crisis. Ecuador demostró que ese desafío puede gestionarse y capitalizarse para la lucha popular, al menos en el corto plazo. Habrá que ver luego. Pero en lo que suceda tendrá un gran peso las sinergias logradas en octubre.

Por otra parte, el octubre ecuatoriano nos recordó que no es posible la lucha política sin estrategias y organización para reproducir la vida. Detrás de eso que llamamos “actores populares”, “movimientos sociales”, “movimiento indígena”, “pueblo”, estamos las personas de carne y hueso con la fragilidad de nuestra biología, con necesidad de comer, beber agua, tener abrigo en una ciudad de noches frías, dormir al menos unas horas, disponer de algún sostén emocional y algún codo con el que rozar al momento de poner el cuerpo frente al bloque policial uniformado.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

Para que las personas manifestantes pudieran seguirse manifestando, fue necesario armar otros campos de batalla donde se cocinaba, clasificaban las donaciones y se distribuían, se cuidaba a los wawas (niños y niñas), se sanaban las heridas de los cuerpos. Si bien el trabajo para reproducir la vida es usualmente invisible y pocos se preguntan qué tiempo tomó poner la comida en la mesa, cómo la cobija llegó a estar limpia, o quién se aseguró que no faltara el pan cuando ya no había, en situaciones de crisis cobra una nueva importancia: se revela la lasitud de la vida y la tenacidad y engranaje que son necesarios para sostenerla.

Los movimientos sociales requieren ganar conciencia de que no hay política popular viable sin pensar cómo vamos a reproducir la vida en lo que la lucha transcurre, y después. En Ecuador fue posible, no sin dificultad, asegurar el sostenimiento de la vida en el escenario de protesta. Ahí se reprodujo la potencia de las calles.

Ecuador recordó la importancia de la prensa independiente y de los esfuerzos de comunicación popular.

Además, Ecuador recordó la importancia de la prensa independiente y de los esfuerzos de comunicación popular. Sin los pequeños –y a veces precarios– medios de comunicación, todo hubiese sido distinto y aún peor. La gran prensa oficial y/o alineada con el poder calló, desdijo, mintió u ocultó lo que pasaba. La prensa independiente informó, se arriesgó, tomó partido, denunció y defendió al pueblo.

El monopolio de la comunicación es incompatible con la democracia; beneficia a quienes detentan el poder, reproduce su impunidad y privatiza la plaza pública. Pero, a la vez, Ecuador demostró que actualmente es muy difícil, sino imposible, controlar del todo la comunicación popular. Por más restricciones, censura y amarre, se multiplicaron los esfuerzos comunicativos y se rompió el cerco. Eso fue fundamental.

Leonidas Iza, un líder quichua de la provincia de Cotpaxi, responde a una entrevista en Quito, Ecuador, el lunes 14 de octubre de 2019. Foto: Fernando Vergara / AP.
Leonidas Iza, un líder quichua, durante una entrevista. Foto: Fernando Vergara / AP.

Finalmente, los días de protesta mostraron la fragilidad de los y las migrantes empobrecidos. Moreno volvió a intentar instrumentalizar la protesta exacerbando un nacionalismo rancio y fascista: el culpable del conflicto no era solo Nicolás Maduro sino las personas de nacionalidad venezolana (también colombianas y otras, incluidas cubanas).

Algo similar había hecho a inicios de este año, cuando pretendió traducir un feminicidio, donde el agresor fue un hombre venezolano, como peligro para la nación frente a hordas migrantes de la región. Así justificó la xenofobia estatal, tristemente contrastante con el horizonte de ciudadanía universal que prodiga la constitución. En esa ocasión, Lenin Moreno fue fustigado por la opinión pública y recibió el crudo rechazo de organizaciones feministas. Eso no impidió que migrantes fueran objeto de acoso, maltrato, agresión y persecución por sectores sociales civiles, no institucionales, parte también del pueblo.

Durante las protestas, migrantes se acuartelaron en sus casas. “No es seguro ser extranjero en este momento”; escuché más de una vez. En efecto, hubo detenciones a venezolanos y a personas de otras nacionalidades, incluido un cubano. En el delirio morenista, fueron acusados de conspiración correísta. Ya se sabe que la soga se rompe por el lado más débil, pero fue evidente que hay distintos lados débiles.

Líderes indígenas acuden a una mesa de diálogo con el presidente Lenín Moreno en Quito, Ecuador, el domingo 13 de octubre de 2019. Foto: Fernando Vergara/AP.

La derogación no fue punto y final, solo una pausa…

El decreto se derogó como resultado de una mesa de diálogo entre el gobierno ecuatoriano y el movimiento indígena (no participaron otros sectores sociales), con mediación de las Naciones Unidas y de la Conferencia Episcopal Ecuatoriana. La mesa fue trasmitida en vivo, como exigió el liderazgo indígena para asegurar publicidad democrática.

El instante en que se anunció la derogación del 883 fue de cielo abierto. El hecho de terminar la guerra –porque fue en eso en lo que se convirtieron las protestas– era imprescindible, vital. Hay videos del momento en que la policía bajó los escudos. Fue conmovedor y ha sido leído, con razón, como una victoria popular, extremadamente bien conducida por el movimiento indígena y sus líderes y lideresas, y con la participación de gran parte del país.

Pero la derogación no fue punto y final, solo una pausa. Al 883 le seguirá otro decreto, que se acordó que partiría del diálogo con los sectores sociales. El proceso está siendo y será costoso. No tiene resultados ciertos. Habrá que ver qué sucede.

No hay que olvidar que el FMI sigue ahí, que el préstamo a Ecuador fue concedido en las negociaciones de marzo, que el país sigue en crisis, que el gobierno armó bloque con lo más rancio de la derecha y las cámaras empresariales, y que no hay seguridad de que la receta del Fondo vaya a ser destruida o a tener modificaciones importantes.

Por otro lado, después de la derogación del decreto, la letanía presidencial de que el responsable es el correísmo se ha concretado en un programa sistemático de persecución política a personas relacionadas o presumiblemente relacionadas con Rafael Correa. Una “cacería de brujas”, han dicho distintos medios. El Consejo Jurídico del Grupo de Puebla acaba de denunciar la vulneración de DDHH y la persecución política de la oposición. La Red Eclesial Panamazónica también ha hecho denuncias, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos hará una evaluación en el país, y diversas organizaciones sociales han registrado el programa de persecución.

La ciudadanía organizada ahora sabe que la fuerza pública puede disponerse descarnadamente en su contra. La Ministra de Gobierno y el de las FFAA siguen en sus puestos, aunque su deposición fue una demanda constante en las protestas. El aparato militar está fortalecido, no tienen pudor ni se esconden para reprimir. Pero Moreno no debería olvidar que perdió la poca legitimidad que tenía, que el pueblo ecuatoriano se probó nuevamente en las calles y que Ecuador “sabe botar presidentes”. Ahora el gobierno sabe que tiene un límite, y a la ciudadanía como observadora y forcejeando por ejercer su capacidad mandante. Sabe también que el movimiento indígena ha podido rearticularse en clave popular y que tiene una fuerza movilizativa enorme.

Foto: Fernando Vergara/AP.

Que Ecuador estimule preguntas no quiere decir que pueda adelantar las respuestas para otros contextos.

En las últimas semanas una pregunta recurrente está siendo ¿por qué no pasa en otros lugares lo que sucedió en Ecuador? En toda América Latina se diseñan e implementen medidas antipopulares que precarizan a grandes sectores sociales. Entonces, ¿por qué?

He insistido en que esa es una pregunta compleja, y que hay que responderla a través de análisis densos de las historias y coyunturas nacionales, preferentemente elaborados en colectivo. Que Ecuador estimule preguntas no quiere decir que pueda adelantar las respuestas para otros contextos.

No obstante, la inquietud se ha planteado para Cuba: si es constatable descontento popular con medidas del gobierno, si la escasez es creciente y la reproducción de la vida es agónica para amplios sectores sociales, si las vías institucionales no funcionan o se agotan sin resultado cuando se intentan generar cambios desde abajo, si la ciudadanía es informada sobre una nueva crisis y no consultada respecto a cómo gestionarla, ¿por qué no se produce reacción o estallido social?

Más que medir a Cuba con Ecuador, la pregunta que creo puede aportar más luces es: ¿qué hace posible que un pueblo conteste en alta voz medidas antipopulares o situaciones de precariedad creciente cuando las hay?

Pues, primero, que el pueblo exista como agente, como sujeto colectivo que se pruebe en la política cotidiana, en el disenso, en el conflicto que es inevitable, en la diferencia. Segundo, que la política no sea un bien escaso, propiedad de unos pocos.

En Cuba, ese pueblo actuante –el mismo que fue el agente de 1959 y en lo que vino inmediatamente después– se ha vuelto raquítico, enclenque. El centralismo y el verticalismo de la política institucional, justificada en el argumento de que el país es una plaza sitiada, convirtieron al pueblo en gente, que es su opuesto. La gente remite al singular, es autoreferencial, no necesita del lazo con el otro, cree que la propia biografía basta para resistir o para superar la precariedad.

Foto: Alejandro Ramírez Anderson.

En la privatización de la vida se gesta y nace la gente; y la gente se traga al pueblo.

La crisis de los 1990 aportó mucho en ese sentido, no solo por la escasez sino porque las estrategias para resistirla fueron cada vez más individuales, cada vez menos colectivas. La consecuencia más funesta de una crisis es el insilio, el retraimiento hacia lo privado, la desconfianza creciente en los otros, la convicción de que lo que se es depende solo de uno mismo. En la privatización de la vida se gesta y nace la gente; y la gente se traga al pueblo. Entonces, la política pierde sentido y virtud, porque deja de ejercerse. Se oxida hasta, finalmente, hacerse escombros.

Pero la tesis de que en Cuba hay solo gente es falsa. La letanía de que esta Isla es solo inmovilismo, que no se agita una hoja sin que “baje la orientación”, que no hay más que desidia u oportunismo, que aquí solo se acata, es falsa.

El mapa del campo popular de 2019 muestra lo contrario: poderosísima respuesta social y solidaria frente al tornado que arrasó tres municipios de La Habana a inicios de año; profusos análisis y disputas entorno a la nueva Constitución, polarización social respecto a parte de sus contenidos, lucha; demandas de trabajadores por cuenta propia al Ministerio de Trabajo; denuncias de estudiantes, docentes e intelectuales cuando la viceministra y el ministro de Educación Superior prodigaron alegremente la privatización ideológica del campo educativo; marcha LGTBIQ+ autoconvocada y a contrapelo de las instrucciones institucionales; carta de periodistas sobre libertad de prensa; consolidación de medios independientes con excelentes resultados, a pesar del bloqueo estatal; veedurías ciudadanas en las redes sociales, que logran bajar contenidos racistas y misóginos y penalizar a figuras públicas; iniciativas descentralizadas de apoyo mutuo frente a la “coyuntura”; y mucho más en las comunidades, en el día de día de personas que tejen en colectivo en las periferias de la gente.

No podemos morir de éxito con ese esbozo que, es cierto, no es especialmente florido o denso. Pero despacharlo sin más sería, cuanto menos, injusto con quienes ponen su cuerpo para ampliar la horma del campo popular cubano en un sentido verdaderamente más democratizador, sin vender al pueblo ni a la nación a poderes extranjeros ni a conservadurismos u oportunismos domésticos.

Por el contrario, aún en su fragmentación, ese mapa podría ser indicador de que un proceso inverso viene desarrollándose: ahora la gente convirtiéndose en pueblo. Ecuador, antes Puerto Rico y Haití, y ahora Chile, han recolocado la esperanza y la agencia en el pueblo. Quizás Cuba, con sus desafíos específicos, pueda ser parte de ese mapa.

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