Paranoia y futuro de Venezuela

"Bueno, chamo, nadie sabe qué es lo que ellos tienen en la cabeza. Paranoia no: se llama realidad".

El presidente Nicolás Maduro ve a través de unos binoculares durante un acto del gobierno en Caracas, Venezuela, el sábado 2 de febrero de 2019. Foto: Ariana Cubillos / AP.

El presidente Nicolás Maduro ve a través de unos binoculares durante un acto del gobierno en Caracas, Venezuela, el sábado 2 de febrero de 2019. Foto: Ariana Cubillos / AP.

Son las 2:30 de la mañana. Caracas duerme. Uno de cada dos focos arroja timoratos lazos de luz dorada. Los demás auspician el fascinante gobierno de las sombras. Los gatos son los dueños de las calles, los reyes del mutismo. Ellos son el pueblo noctívago: nadie se atreve a salir.

Estas no son horas para nada. Excepto para el sueño. A las 9 de la noche los caraqueños empiezan a asumir una frenética carrera cuyo objetivo final es la desaparición. A las 11, los pocos seres humanos que quedan por ahí zanganeando, son estrictos lémures sospechosos hasta de lo más inconcebible y, a la media noche, el desierto es tan tétrico que, haciendo el menor de los esfuerzos, puede escucharse la respiración de la imponente cordillera de la costa.

Es un toque de queda espontáneo. Nadie lo impuso oficialmente. Lo cierto es que esta voluntad de resguardo tiene que ver con una proscrita pero muy convincente salvaguardia vital: si sales y cuentas con suerte, solo te roban, si estás de malas, abusan de ti y, si es un día absolutamente desafortunado, te matan. Para los opositores la inseguridad es culpa de los chavistas y para los chavistas todo es culpa de los opositores. No hay tregua.

Así las cosas, el concepto de fortuna dentro del imaginario social de la ciudad de Caracas tiene dos caras: en una se enaltece aquello que alude a no estar en la ciudad ni en el país: la migración como fortuna. Es la evasiva perfecta para escapar de “el infierno”. Para no quemarse más.

La otra cara revela que la fortuna es, básicamente, contar con la escueta posibilidad de sobrevivir. Esto es: admitir y aguantar ese “infierno” donde todos son diablos y dedicarse a resolver la intransigencia que plantea el paso del tiempo. O, lo que es lo mismo: enfrentar el azar a como dé lugar. Finalmente la gente se puede salvar de cualquier cosa, menos de su realidad.

¿Y el infortunio? Nada. A él no hay que enfrentarlo, ni sufrirlo. Es menester esperarlo, tal y como venga. El infortunio es, para todos, la otra fatalidad, una especie de sino, una simple circunstancia más de la cotidianidad venezolana. Hace mucho llegó, está sucediendo o pronto pasará.

Manifestantes contra el gobierno se concentran al inicio de protestas en Venezuela para exigir la renuncia del presidente Nicolás Maduro, en Caracas, sábado 2 de febrero de 2019. Foto: Fernando Llano / AP.

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A las 2:30 de la mañana, mis anfitriones y yo cumplimos poco más de tres horas viendo videos de Hugo Chávez en YouTube. En uno, el comandante abraza a un niño de seis años, intenta conversar con él y ambos comparten una galleta. La gente sonríe. En otro, aparece en plena Asamblea Nacional, con su banda presidencial, ajusticiando verbalmente a una diputada que lo acusa de expropiador y ladrón. La gente celebra la serenidad y contundencia del mandatario. Más adelante, en un consejo de ministros, cuenta una historia que rápidamente se convierte en chiste. La gente que lo rodea suelta muecas de regocijo. Mis anfitriones miran fijamente la pantalla del monitor. Puedo ver en sus rostros cierta aflicción. Cierta melancolía.

En la escena en la que el comandante comparte la galleta con el niño, Marcos se limpia una lágrima. Felipe la contiene. La palabra admiración se queda corta y la madrugada se torna emotiva. Ambos coinciden en que la revolución bolivariana se hirió de muerte con la muerte del comandante. La voz de uno se quiebra. El otro permanece ensimismado.

Para explicarme cosas que no saben transmitir oralmente, deciden mostrarme el video en el que Chávez dice, o exige, en televisión abierta, que si por la razón que fuera él llegara a faltar o se viera incapacitado para seguir capitaneando el rumbo del país, todos deberían votar por Nicolás Maduro porque, entre tantos, la inteligencia y la sagacidad de su pupilo, su mano firme y su corazón de hombre del pueblo, eran las características idóneas para sucederlo en el poder.

Mi opinión firme, plena como la luna llena, irrevocable, absoluta, total, es que en ese escenario, que obligaría a convocar, como manda la constitución, a elecciones presidenciales, ustedes elijan a Nicolás Maduro como presidente de la República Bolivariana de Venezuela.

Justo en ese momento, un auto pasa fugazmente, acompañado de dos motos. Los automotores hacen el ruido necesario para que Felipe y Marcos salten de sus respectivas sillas hacia la ventana. Pasaron, en 3 segundos, de estar plenamente conmovidos con el recuerdo de su comandante, a la viva estructura de una alucinación.

– ¿Paranoia? –les digo.

– No, pana, se llama realidad –responde Marcos.

– Un movimiento a esta hora no es normal, es raro, es porque algo está pasando –replica Felipe.

Sus miradas son temerosas.

Un minuto después los muchachos deciden retomar el scouting audiovisual, no sin antes advertir que, aunque lo ven prácticamente imposible, no hay que menospreciar las intenciones de Estados Unidos de invadir o bombardear: hacer “lo que mejor sabe hacer el imperio”, dicen.

– ¿Es posible que pase algo así? Pregunto.

– Bueno, chamo, nadie sabe qué es lo que ellos tienen en la cabeza –dijo Marcos.

– ¿Cómo no? Hasta ahora esa bomba, ese incendio, se llama Guaidó. Y está entre nosotros –objetó Felipe.

Después de los balbuceos y las especulaciones que el contexto lega para cada uno de los venezolanos, la fiebre en la que se encuentra enfrascada el país y la apremiante incertidumbre que se carga a cuestas como una retorcida maldición, Marcos y Felipe resuelven volver a su fe, tal vez como una forma de resistencia o redención o, quizás, como una manera de omisión y aplazamiento. En eso nos dan las tres y media de la mañana.

Mañana será otro día.

En el siguiente video, seleccionado cuidadosamente por Felipe, aparece Nicolás Maduro, vestido de blanco, anunciando la muerte del comandante. La magia intenta volver, pero abrazada a la duda, a la desorientación. La madrugada perdió el encanto y mis amigos no pretenden forzarlo. Marcos dice que no entiende por qué el comandante tomó la decisión de dejarlo a él en el trono presidencial. Felipe recuerda que aquél día, el 5 de marzo de 2013, la luna se vistió de rojo y, además, duplicó su tamaño.

¿Una premonición? ¿La concreción de una esperanza difícil? ¿La primera señal de orfandad?

Un hombre sostiene un retrato del presidente Nicolás Maduro y el fallecido presidente Hugo Chávez durante un evento a favor del gobierno en Caracas, Venezuela, el sábado 2 de febrero de 2019. Foto: Ariana Cubillos / AP.

***

Para el día siguiente el autoproclamado presidente interino de Venezuela, Juan Guaidó, había convocado a una manifestación que, más que en contra del gobierno de Maduro, era en favor de la ficción del suyo. La tensión, más que perentoria, es decididamente real. Otra vez la realidad. La desquiciada realidad. La ciudad fantasma se vuelve, desde que sale el sol, una ciudad de irrefrenables zombis caribeños. En el centro, en Chacao, en 23 de enero, en Petare, en Las Mercedes, la gente se vuelca a las calles. Todos se baten como si no hubiera futuro.

– ¿Qué es eso? ¿Qué significa esa palabra? Aquí no hay futuro –me dice una señora en un supermercado mientras paga por dos rollos de papel higiénico 6,000 bolívares soberanos (2USD), la misma cantidad de dinero que alcanza absurdamente para llenar el tanque de más 20 automóviles, la cuarta parte del sueldo mínimo nacional.

Ya entrado el mediodía, en la intersección de calles del barrio caraqueño de Santa Mónica, a dos cuadras de la Procuraduría General de la Nación, en donde había ocurrido el hecho aislado del auto y las motos, empezó una pequeña algarabía.

Primero una docena de personas, con pitos y pancartas y banderas de Venezuela, exigían libertad para los presos políticos, ayuda humanitaria, cese de la usurpación, gobierno de transición y elecciones libres.

Dos horas después la romería era de unas doscientas personas, la gran mayoría vestidas de blanco.

La Guardia Nacional Bolivariana mira la concentración desde lejos. Unos fuman, otros hablan por celular, otros conversan. Se ven cansados con tanta cosa encima. Parece ser que están ahí simplemente haciendo acto de presencia. Ganándose el sueldo.

Desde la misma ventana Marcos y Felipe miran el devenir de la calle, quejándose de “la escualidez” o lo que eufemísticamente –para ellos- se hace llamar “oposición”.

– Si el comandante estuviera vivo nada de esto estaría pasando –dice Marcos.

– A él le inocularon la enfermedad esa -apunta Felipe.

– ¿Paranoia? –insisto, y me gano dos miradas tristes.

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