¿Qué hay detrás de votar a un autoritario?

Foto: Silvia Izquierdo / AP.

Foto: Silvia Izquierdo / AP.

Las encuestas se equivocaron. Pasó la primera vuelta en Brasil, Bolsonaro le sacó 17 puntos de diferencia al candidato del proscripto Lula Da Silva, Fernando Haddad. Haddad tiene un escenario complicado de cara al 28 de octubre: debe sumar todos los votos de los otros candidatos, más los impugnados, los blancos y los que no fueron a votar; todo para evitar que la extrema derecha llegue al poder.

Bolsonaro imitó al Che Guevara. Su última frase en su discurso de victoria fue: “Hasta la victoria, si Dios quiere”. Por las redes sociales circulan las barbaridades que ha dicho a lo largo de su vida política. Parecía tener la impunidad de los que están al margen. Como cuando le dedicó la destitución de Dilma Rousseff a su torturador durante la dictadura. Como cuando dijo que no habían matado la gente suficiente. O como cuando habló de pegarles a los homosexuales.

Bolsonaro no es un Trump brasilero. Trump venía de afuera del sistema, Bolsonaro es un ex militar. Viene del corazón del mundo reaccionario latinoamericano. Es todo lo que Umberto Eco definió como fascismo: culto de la tradición, rechazo del modernismo, culto de la acción por la acción misma, miedo a la diferencia, llamamiento a las clases medias frustradas, nacionalismo, xenofobia, «miedo» al enemigo, la idea de una guerra permanente, heroísmo, desprecio por los débiles, transferencia de la voluntad de poder a cuestiones sexuales.

Todos para varios y uno para una parte

Los sufragios no deberían ser una competencia de una parte de la sociedad para gobernar sobre la otra. La democracia no debería ser una manera de acceder al fascismo. Spinoza se preguntaba “¿Por qué combate el ser humano por su servidumbre como si se tratase de su salvación?”. Gilles Delleuze junto a Felix Guattari en el Anti-Edipo, toman esa pregunta para ir más allá: “lo sorprendente no es que los hambrientos roben, lo sorprendente es que no roben siempre”.

Entre las reacciones de la desesperación, a veces, las mayorías desean el fascismo, lo eligen. Así fue en Alemania y en Italia en la década del 30. En una encuesta realizada en 2017, solo el 13 porciento de los brasileros consultados había respondido que se sentía satisfecho con la democracia, la mayor desconfianza hacia este tipo de régimen en toda la región. Hay enojo.

El problema es el Estado, en Latinoamérica

En América Latina, no hay un contrato social consolidado. Es decir, nunca hubo un acuerdo básico sobre cómo distribuir el ingreso, cómo producir la riqueza, qué hacer con la policía, cómo perfilar la política exterior y en qué invertir. Entonces en cada elección, en la mayoría de los países de la región no se cambia el gobierno sino el Estado.

Podemos tomar el ejemplo colombiano: un gobierno firma tratados de paz y el siguiente intenta tirarlos abajo. O Argentina: después de un gobierno proteccionista, que promueve la ciencia, se alía con Rusia y China, y le apuesta a la industria liviana… viene otro liberal, que se alía con Estados Unidos, le apuesta todo al FMI y manda a los científicos a lavar platos.

Sin embargo, en el mundo hay ejemplos de países con muchas más diferencias étnicas internas, pero con muchos más acuerdos. En Bélgica, por caso, flamencos y valones se reparten el país por la mitad, unos hablan neerlandés y los otros francés; unos siempre se dedicaron al puerto y los otros a la industria. Se detestan con el alma. Pero hicieron y todavía hacen un país a partir de dos porque durante una parte importante de la historia lograron empatar sus intereses, de tal forma que todos tengan algo y nadie tenga demasiado. El sur industrial necesitaba el puerto del norte para sacar la mercadería, había que negociar dentro para salir juntos fuera (y no solo hacer negocios sino también atrocidades como en el Congo pero ese es otro tema).

Hoy, que las fábricas se fueron a Extremo Oriente, el sur belga no tiene manera de empatarle al norte que lo vive como un lastre al que mantiene y eso pone en riesgo la supervivencia del Reino de Bélgica. A medida que se va rompiendo el empate, se va deteriorando el contrato social. ¿Qué lo sostiene aún? El hecho de que el Estado todavía garantiza que nadie (con documentos) se va a morir de hambre ni se va a quedar sin escuela.

En América Latina esa garantía nunca existió y por eso el empate nunca fue posible. En África tampoco y es el principal motivo por el que los migrantes suben al viejo continente.

Entre el Río Bravo y Ushuaia, salvo alguna que otra excepción, la tierra y los principales medios de producción y distribución desde el principio, hace 200 años, estuvieron concentrados en pocas manos locales o explotadas desde el extranjero. Mientras la mayoría de los habitantes nunca han tenido seguro lo más básico.

La amenaza de la nada

En el medio de los que no tienen nada y los que tienen todo, quedó otra parte de la población. Esa clase media se alía con los que no tienen nada cuando los que tienen todo la estafan y así surgen gobiernos de masas. Pero la amenaza de quedarse sin nada la mantiene asustada. Entonces, en algunas épocas, aspira volverse parte (o al menos sentirse) de los que tienen todo, legitimando la violencia o la falta de ayuda a los que menos tienen.

La ambición del sector concentrado de la economía (con la complicidad de una parte de la clase media) no dejando que las mayorías se aseguren lo indispensable genera un sistema económico violento, en el que se compite por todo: se busca el privilegio. Bienes y servicios que en lugares con contratos sociales más sólidos son moneda corriente (desde el alimento hasta ir a la universidad, tener una casa o un carro pero también cuestiones menos tangibles como salir a la calle sin miedo) en América Latina son un orgullo del que «se lo ganó» o «se lo merece».

Lejos de ser algo universal, lo básico es algo que alguien deja de tener cuando otro accede. En ese contexto de «todos contra todos» es normal que la parte que pierde, tenga miedo.

No se puede tener un Estado sin contrato social. Y no puede haber contrato social si no todos los firmantes tienen asegurado lo básico. Los gobiernos de masas cometieron errores o fueron corruptos o dejaron de responder a las mayorías o no fueron lo suficientemente valientes para balancear el pastel. O simplemente no pudieron. Pero no han logrado institucionalizar –dejar asegurado– que todos tengan algo y nadie tenga demasiado.

Cada vez que eso sucede (o deja de suceder) en algún lugar las mayorías suelen inclinarse hacia los extremos. En Europa, el deterioro de ese “seguro” es directamente proporcional al crecimiento de Le Pen en Francia, Salvini en Italia o Vox en España.

Claro que todo esto es pensar el mapa de la región sin meternos en las particularidades de cada lugar y cada proceso político, en los dispositivos culturales, morales, tecnológicos y transnacionales que influyen en que la cosa se configure de esta manera. Y también es sin hablar de los «mercados» (esa gente que gana dinero en todos los países y no paga impuestos en ninguno). El tema es mucho más complejo, claro, pero en el fondo, la vulnerabilidad frente a todos esos factores externos radica en que el acuerdo al que todos adhieren en Latinoamérica es que no hay acuerdo.

Por eso el poder político no es más que una moneda al aire, que cae cada 3, 4 o 6 años según el país. No es la democracia, es la desesperación. Por eso, de repente puede ganar un Bolsonaro y, efectivamente, como dice una parte de la población en las redes: «Uy, lo que nos espera».

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