Arrastre y destino de JFK

El presidente John F. Kennedy en Dallas poco antes de ser asesinado. Foto: AP / El País.

El presidente John F. Kennedy en Dallas poco antes de ser asesinado. Foto: AP / El País.

A fines de 1992 el Congreso de los Estados Unidos legisló la President John F. Kennedy Records Collection Act ordenando sacar a la luz documentos, materiales fílmicos y grabaciones relacionadas con el magnicidio en un plazo de veinticinco años, a menos que el presidente de entonces determinara lo contrario por daño identificable a la defensa, la inteligencia o las relaciones exteriores, entre otros aspectos. Firmada por el presidente Bush (padre), la legislación, a su vez, también ordenaba a National Archives and Records Administration (NARA) establecer una colección específica y diferenciada sobre el crimen de Dallas, como se sabe, un verdadero parteaguas en la historia norteamericana.

La ley operó bajo ciertas condicionantes, una de ellas el impacto social y psicológico de JFK (1991), del conocido y controvertido realizador Oliver Stone, filme que selló con broche de oro en el imaginario colectivo una idea presente desde el inicio: Kennedy fue ejecutado por una conspiración que involucró a actores como el FBI, la CIA, la mafia, los exiliados cubanos y el alto mando de los militares. Veintidós años después, en el cincuenta aniversario del magnicidio (2013), una encuesta nacional llevada a cabo por la Gallup arrojó que el 61% de los norteamericanos pensaba que la muerte de Kennedy había sido consecuencia de lo que en Cuba llamamos una cama; solo el 30% avalaba la conclusión de la Comisión Warren (1964) en el sentido del tirador/asesino solitario ubicado en la esquina sureste del sexto piso del almacén de libros de Texas.

El 26 de octubre pasado el presidente Trump procedió a implementar aquel mandato de 1992, es decir, abrir los archivos a la mirada social, si bien con restricciones de última hora impuestas por la CIA y el FBI, que ahora tendrán hasta seis meses adicionales para tomar una decisión final. Según se asegura, quedan unos 18 000 récords por liberar, menos del 1 por ciento del total: unos quinientos millones de páginas.

Los documentos ciertamente no revelan esa “pistola humeante” que esperaban algunos entusiastas, más apegados a las series televisivas tipo X Files que a la investigación histórica, pero está fuera de discusión el hecho de que arrojan un poco más de luz y/o complementan temas/problemas referidos a actores y situaciones relacionados con el magnicidio, bien por factualidad o por construcción ideopolítica. O por ambas cosas a la vez. Y, sobre todo, valen por un detalle no menos importante: constituyen un peldaño más en la compresión de la mentalidad de Guerra Fría, algo que inevitablemente los atraviesa.

Entre esos nuevos textos, por lo pronto valen la pena dos llamadas telefónicas, un bar de New Orleans y un corte abrupto.

El 24 de noviembre de 1963, después de la muerte de Oswald, J. Edgar Hoover (1895-1972) dictó un memo dando cuenta de una llamada anónima recibida en el cuartel general del FBI en Dallas. Se lo advirtió dos veces a la Policía local. Así lo relata:

Anoche recibimos una llamada de nuestra oficina de Dallas de un hombre que hablaba calmadamente y que decía ser miembro de un comité organizado para matar a Oswald.

Se lo notificamos inmediatamente al jefe de Policía, y nos aseguró que Oswald tenía suficiente protección.

Esta mañana llamamos de nuevo al jefe de Policía […] y de nuevo nos aseguró que se le brindaría protección adecuada. Sin embargo, esto no se hizo.

Un fallo, cuando menos, en la custodia del prisionero –pero también pudiera tratarse de otra cosa. Muerto Oswald, la conclusión de Hoover fue tan clara como terminante:

No hay nada más en el caso de Oswald, excepto que está muerto. Lo que más me preocupa, y también al Fiscal General, el Sr. [Nicholas de Belleville] Katzenbach, es tener algo en la mano para convencer al público de que Oswald es el verdadero asesino.

Una pregunta se impone: ¿por qué el viejo sabueso del FBI escogió, precisamente, las palabras “convencer” y “verdadero”?

La segunda llamada anónima no fue al FBI sino al periódico Cambridge News de Gran Bretaña. Se trata de un cable de la estación CIA en Londres, fechado el 23 de noviembre de 1963, al día siguiente de los sucesos. La fuente de información, Jaguar, es un agente no identificado del MI5, el servicio de inteligencia británico:

Jaguar reportó que a las 1805 GMT se hizo una llamada anónima a Cambridge, Inglaterra, al reportero jefe del Cambridge News. Quien llamó dijo solamente que el reportero debía llamar a la embajada de los estados unidos en Londres para obtener una gran noticia, y después colgó. Anoche, después de recibida la noticia de la muerte del presidente, el reportero informó a la policía de Cambridge de la llamada antes referida […]  de acuerdo con los cálculos de jaguar, esa llamada se hizo alrededor de veinticinco minutos antes de que el presidente fuera asesinado. El reportero de Cambridge nunca había recibido una llamada de este tipo. Jaguar dice que lo conocen y que se trata de una persona leal y sin récords de seguridad.

Otro documento retroalimenta, como el anterior, la idea de conocimiento y complot, de cosa sabida de antemano. El 27 de noviembre de 1963 –es decir, cinco días después del asesinato del presidente Kennedy–, E. L. McIntosh le informa a Lewis T. Huff, del Servicio Secreto, el testimonio del ciudadano Robert C. Rawls, quien…

estaba en un bar de New Orleans, LA, cuando escuchó a un hombre apostar $100.00 a que el presidente KENNEDY estaría muerto en tres semanas. No recordaba haber visto al hombre antes y no estaba seguro de si lo reconocería si lo viera de nuevo. Admitió que estaba un poco intoxicado y dijo que el hombre también estaba en condición intoxicada. Dijo que en ese momento no le prestó atención porque pensó que se trataba solo de la habladera de un borracho, y los borrachos apuestan por cualquier cosa. Sin embargo, dijo, después del asesinato del presidente se le ocurrió que esto podría ser relevante y se lo informó a las autoridades. Recordaba, dijo, que el hombre vestía como “un trabajador”, pero que más allá de eso no podía describirlo. […] El hombre que hizo la apuesta no estaba en una mesa, sino en el bar. No escuchó a nadie llamarlo por su nombre.

Por último, el corte abrupto. Una entrevista del abogado David Belin (1928-1999) –miembro de la Comisión Warren, y de la Comisión Rockefeller, que en los años setenta investigó a la CIA — a Richard Helms (1913-2002), director de la agencia de 1966 a 1973, bajo Johnson y Nixon. De acuerdo con su principal biógrafo, Thomas Powers (The Man Who Kept the Secrets. Richard Helms and the CIA, Alfred A. Knopf, 1979), “un planificador caballeroso de asesinatos”. Y con al menos tres datos adicionales en una larga e impresionante hoja de servicios: haber destruido documentos y grabaciones que pudieron haber ayudado a los investigadores de Watergate; haberle mentido al Congreso sobre el papel de la agencia en el golpe de Estado que dio al traste con el presidente socialista Salvador Allende y su gobierno de la Unidad Popular; y haber imaginado más de mil maneras de deshacerse de Fidel Castro mediante un catálogo de dispositivos a la altura de la mejor novela de Ian Fleming:

Sr. Belin: Bien, el final de mi interrogatorio se refiere a acusaciones de que la CIA estuvo involucrada en la conspiración para asesinar al presidente Kennedy. Durante la Comisión Warren usted era el director de planes. ¿Correcto?

Sr. Helms: Así lo creo.

Mr. Belin: ¿Hay alguna información relacionada con el asesinato del presidente Kennedy que de alguna manera muestre que Lee Harvey Oswald era un agente de la CIA o un ag[ente]…

La mano que arrancó la página sigue siendo otro de los misterios. No sabemos la respuesta.

Arrastre y destino de JKF.

 

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