Cataluña: el derecho a decidir

Los catalanes se congregaron la noche de este 1ro de octubre en la Plaza de Cataluña, en Barcelona, tras el referéndum independentista que concluyó con el triunfo del "sí" a pesar de su prohibición por el gobierno de Mariano Rajoy. Foto: Santi Donaire / EFE.

Los catalanes se congregaron la noche del 1 de octubre de 2017 en la Plaza de Cataluña, en Barcelona, tras el referéndum independentista que concluyó con el triunfo del "sí" a pesar de su prohibición por el gobierno de Mariano Rajoy. Foto: Santi Donaire / EFE.

Llegué a España el 21 de noviembre de 2015. Justo ese día se jugaba el clásico de la Liga Española de Fútbol en el que dos emporios deportivos de alcance planetario, el Real Madrid y el FC Barcelona intentaban, una vez más, dirimir sobre el césped una rivalidad que supera lo deportivo y se instala en lo sociopolítico, en lo histórico.

Llegué a Cataluña, específicamente a Tarragona, sabiendo que se trataba de una sociedad compleja –aunque no pretenciosa ni especial, como suelen endilgarle algunos– y con el desafío de aprender un idioma que no necesitaría, teniendo en cuenta que una buena parte de los catalanes son perfectamente bilingües, tan decentes como para recurrir al castellano cuando detectan que el interlocutor no entiende su idioma. También muchos hablan inglés. Otros el francés y el árabe. Son cosmopolitas y multiculturales, descendientes de un antiguo pueblo de empresarios y mercaderes, que no de conquistadores ni guerreros. No les va el asunto de la violencia militarista. No se les da natural.

Desde mi llegada, he tratado de mantenerme al margen de los rollos políticos de mis amigos y conocidos, situados en su mayoría en el entorno de la izquierda republicana, antimonárquica y anticapitalista.

No voy a negar que conecto abiertamente con la causa de la independencia catalana. Siempre les digo a mis amigos con orgullo que su bandera estrellada e independentista se inspira en la nuestra, y que el contingente extranjero más numeroso que combatió en la Guerra Civil Española del lado republicano fue el de los cubanos. Luego recuerdo que no tiene sentido que un cubano advenedizo venga a meter la nariz en lo que no debe. Pero esta vez no pude esconderme.

El presidente catalán, Carles Puigdemont, y la alcadesa de Barcelona, Ada Colau, encabezaron este lunes una concentración en la plaza Sant Jaume de Barcelona en protesta por las cargas policiales del domingo para impedir el referéndum sobre la independencia de Cataluña. Foto: Alberto Estévez / EFE.
El presidente catalán, Carles Puigdemont, y la alcadesa de Barcelona, Ada Colau (al centro), encabezaron este lunes una concentración en la plaza Sant Jaume de Barcelona en protesta por las cargas policiales del domingo para impedir el referéndum sobre la independencia de Cataluña. Foto: Alberto Estévez / EFE.

Los preparativos para celebrar el Referendo Independentista fueron arduos y sutiles. Se sabía que el gobierno español vendría a por todas, movido por una mentalidad anacrónica, incapacitada para reconocer que estamos en el siglo XXI y que el país precisa de una reforma constitucional –que el gobierno del Partido Popular se niega a poner sobre la mesa de las negociaciones– para actualizar el corpus legal, pero también el imaginario de un Estado plurinacional que prefiere la etiqueta hegemónica de Nación de Naciones.

El debate pasa siempre por ahí. Que muchos en España todavía piensan que más se perdió en Cuba.

Por primera vez se gestó la más inverosímil de las alianzas políticas contemporáneas. La Candidatura de Unidad Popular, más radical en sus ideas, forzó a la Izquierda Republicana y al Partido Demócrata de Cataluña a maridarse por conveniencia mutua bajo la bandera del independentismo. La alianza apostó fuerte a la ruptura definitiva, irreversible y total, con el Reino de España. Para ellos no hay Plan B ni salidas de emergencia.

Aunque la movida había empezado hacía muchos meses, con el aburrido pero habitual e inevitable peloteo parlamentario, todo se decidiría la fecha pactada: domingo 1ro de octubre. La noche previa centenares –quizás varios miles– de voluntarios habían ocupado con antelación y beneplácito calculado los colegios electorales, para evitar que las fuerzas de la Guardia Civil y la Policía Nacional, movilizadas por miles y alojadas en costosos buques –uno de ellos con dibujos animados de la Warner Brothers– acabaran echando por tierra el esfuerzo de mucho tiempo.

La noche la pasamos en vigilia feliz. Cervezas. Conversaciones con picante y algún cigarro para los ansiosos. Largas caminatas en círculos de los que no conseguían dormir. La consigna era concentrarnos a partir de las 05:00 de la mañana, no como en una operación bélica bien planificada sino para estar allí y celebrar, o ejercer, el derecho a decidir. Así de sencillo. En España, tras el 15M y el despertar de la consciencia adormecida, las movilizaciones sociales van más del palo de la rumba catalana que de los disturbios, innecesarios y costosos, y que al final pagan los contribuyentes. Más que lógico.

El del domingo fue un amanecer apacible. Los catalanes asistiendo, desde bien temprano y en grupos familiares a votar, como si aquello fuera una fiesta. No se respiraba tensión en el ambiente. Más bien una alegría cerebral, contenida, como de la que tanto disfrutan los catalanes, tan poco dados a los aspavientos folklóricos. Pero era una sensación engañosa. Con el nuevo día llegaron las furgonetas cargadas de policías. El ambiente fue electrizante y más que tenso toda la jornada.

Lo bueno de una sociedad altamente conectada es que puedes vivir en directo las pequeñas hazañas de los ciudadanos anónimos que combaten por su derecho a decidir. En la Cataluña profunda, rural, pirenaica, los agentes del orden apenas hicieron acto de presencia. Se trata de pueblos microscópicos pero inexpugnables, habitados por unos pocos campesinos muy rudos, que situaron sus coches y tractores en la entrada de la localidad y no hubo Dios que los moviera de ahí.

El gobierno central sabía que debía concentrar su atención y esfuerzos represivos en las grandes ciudades, las capitales de provincias y algunas que otras poblaciones, habituales focos de independentistas intransigentes que se dejan aporrear con valentía para demostrar su punto de vista pacifista. Fue lo que sucedió. Los antidisturbios entraron en tromba, sin pedir perdón ni permiso, sin hacer pedagogía ni profilaxis social. Sin hablar.

Con cascos, escudos, gases lacrimógenos, porras y escopetas que disparan pelotas de gomas y están prohibidas por las fuerzas del orden, intentaron acallar el clamor popular. No lo consiguieron nunca.

Agentes antidisturbios reprimen a catalanes que intentaban llegar a los colegios electorales este domingo. Foto: Foto: Alberto Estévez / EFE.
Una joven llora durante la operación de los agentes antidisturbios de la Policía Nacional mientras retiraban material electoral del Instituto Can Vilumara de L'Hospitalet de Llobregat. Foto: Quique García / EFE.

Es cierto que requisaron urnas, muchísimas, y que cerraron colegios, o los destrozaron. Pero solo para que media hora después abrieran de nuevo y la gente siguiera ejerciendo su derecho democrático a elegir. No había forma de que la Guardia Civil y la Policía Nacional pudiesen impedirlo. Un dispositivo de seguridad ciudadana se activó de manera espontánea y eficiente.

Informantes sobre ruedas, en bicicletas, carros o motocicletas los seguían a todas partes, para avisar por dónde iban, con tiempo suficiente para que los vecinos y apoderados de los colegios electorales escondieran las urnas y las boletas comprometedoras.

A los uniformados les daba lo mismo. Cargaban con una violencia sin sentido contra ciudadanos que los esperaban con los brazos en alto, cantando, no porque se rindieran de miedo, sino porque iban en paz. Los machacaron sin reserva.

En varios lugares incluso hubo encontronazos institucionales entre la Guardia Civil y la Policía Nacional del lado español y los Mossos D’Escuadra y los bomberos por el otro. Poco importaron los observadores internacionales y las decenas de líderes políticos de Europa y el mundo que desaprobaron la gestión de la crisis secesionista por el gobierno de Rajoy.

En Tarragona no fue muy diferente. Sabíamos que intentarían entrar donde estábamos. Seguían una estrategia concéntrica. Primero asediaron y tomaron los colegios de los barrios obreros del extra radio urbano, donde la afluencia de voluntarios y votantes era mucho menor. Luego, se acercarían al núcleo histórico de la ciudad para golpear de manera quirúrgica en los colegios electorales más grandes e importantes.

No lo consiguieron tampoco. El zafarrancho de combate electoral duró el día completo. Nos rondaban las furgonetas azules, intentando detectar el momento de debilidad en la barrera humana que bloqueaba el acceso a la Escuela Oficial de Idiomas de Tarragona. Éramos cientos. Algunos con muy malas pulgas y unas ganas enormes de liarse con la policía. Que eso mola, como dicen por aquí.

Me tocó ser un vigía como tantos otros. Creamos un perímetro de seguridad alrededor del edificio, que contemplaba patrullas de uno o dos voluntarios que cambiaban de lugar y aspecto cada una hora. Algunos se movían con mucho sigilo, vestidos de ciclistas de domingo, cuando en realidad vigilaban y estaban en contacto por móvil todo el tiempo con los coordinadores. Fueron capaces incluso de detectar agentes de la secreta. Nunca fueron agredidos de palabra ni acción.

Les habían perdido el rastro a las urnas para requisarlas antes de ese día. Los catalanes les jugaron cabeza y las compraron bajo otro criterio comercial válido. Igual ocurrió con las papeletas, de las que se imprimieron tantas como para que votara España y Europa en su conjunto. Además, cada ciudadano podía votar donde pudiese o quisiese, previendo –como ocurrió– que algunos colegios electorales caerían bajo la bota militar.

El día acabó de manera previsible. En la televisión los tertulianos de las distintas fuerzas políticas en pugna se desgañitan tratando de hablar más alto y de último. En la calle, la gente joven se fue de juerga, esta vez acompañada por los mayores, algunos centenarios o nonagenarios, los mismos que eran aplaudidos en cada colegio electoral cada vez que, casi a rastras, o en sillas de ruedas, acudían alegres.

Una mujer deposita su voto para el referéndum indepedentista de Cataluña en la Escola Collaso i Gil de Barcelona. Foto: Juan Carlos Cárdenas / EFE.
Una mujer deposita su voto para el referéndum indepedentista de Cataluña en la Escola Collaso i Gil de Barcelona. Foto: Juan Carlos Cárdenas / EFE.

Nadie sabe qué pasará a partir de este lunes, cuando se deba volver al trabajo, pero no les preocupa. El martes hay huelga general de 24 horas y eso les dice que quizás pronto haya una Declaración Unilateral de Independencia, con todo lo que esto puede significar ahora. Por lo pronto, lo único verdaderamente objetivo son las estadísticas de la jornada, no tanto por los más de ochocientos heridos –algunos de ellos con contusiones graves–, sino porque el objetivo principal fue alcanzado. Más que todo, el golpe de efecto de una asistencia y participación preocupante para los Borbones como casa real europea.

Tras el recuento manual de unas 2,262,424 papeletas, que representan el 49,7 por ciento del padrón electoral, más del 90 por ciento de los asistentes apuesta por el sí, aunque representan sólo el 37,8 por ciento del censo. La participación sería inferior a la de la consulta del 9 de noviembre de 2014, cuando votaron 2,3 millones de personas. La abstención alcanzaría el 58 por ciento del total y sería mayoritaria, según las cifras de la Generalitat.

Lo curioso, y eso lo viví en carne propia, es que mientras leían los resultados, justo cuando mencionaban la cantidad de papeletas que se manifestaban por el no, los partidarios del sí solo atinaban a aplaudir entusiasmados. Ellos sabían que habían ganado y contra eso ni la Guardia Civil ni la Policía Nacional, sin tricornio y con bastón, tienen nada qué hacer.

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