Cuestabajo

Dice un viejo adagio que en política las casualidades no existen. En el plazo de una semana –la peor de todas para la nueva administración– dos testimonios en el Comité de Inteligencia del Senado han ratificado, al margen de especificidades no públicas por razones obvias, la existencia de contactos de miembros de la campaña de Donald Trump con agentes rusos, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Además, se han dado a conocer varias advertencias de la entonces Fiscal General a la Casa Blanca en el sentido de que el ex asesor de seguridad nacional, Michael Flynn, había mentido y era potencialmente chantajeable por los bolos. Para seguir hablando en cubano, que el general estaba embarretinao, a pesar de lo cual no hicieron nada al respecto hasta 18 días más tarde, solo después de que The New York Times publicara un reportaje sobre el tema, una de las comidillas de los corrillos políticos en el DC y en la sociedad estadounidense toda. Como remate, durante su único encuentro en la Casa Blanca, el presidente saliente le había advertido al entrante que no lo designara por razones similares o idénticas a las manejadas por ambos. A él, por supuesto, también se lo habían informado, y le pasó la bola.

Con el despido del director del FBI, James Comey, Estados Unidos parece haber recibido un jab de izquierda en la cara. Su impacto es difícil de calcular desde ahora en toda su profundidad, pero por lo pronto puede considerarse un conteo de protección para el presidente. La oposición demócrata está presionando para acelerar los mecanismos y procedimientos a fin de llegar al fondo del problema, incluyendo la designación de un fiscal independiente que acaba de ser rechazado por Rod Rosenstein, el segundo al mando en el Departamento de Justicia, y por el mismo Trump. Ecos de Watergate. “Nixoniano” –dijeron. La “masacre del sábado por la noche” (20 de octubre de 1973), en la que Nixon quiso despedir al fiscal general Archibald Cox y terminó con la renuncia de los dos funcionarios de más alto rango del Departamento de Justicia, salió del congelador. Las palabras “impeachment” y “prisión” se han disparado ante un posible caso de obstrucción de la justicia, una manera de enfocar el truene de Comey considerando el contexto y el timing. Algunos republicanos empiezan a recoger amarras ante la posibilidad de ser conectados de algún modo con esa probable felonía y con el espectro de uno de los presidentes más feos en la historia de los Estados Unidos. Un verdadero abanico de motivaciones: algunos por convicción y valores; otros por conveniencia ante las elecciones de medio término; y otros por si las moscas. Ya el pelotón empieza a ser un poco menos compacto que antes, aunque todavía siga ahí.

Las encuestas, que a pesar de todo lo que se diga funcionan como sismógrafos, marcan una tendencia adversa al ejecutivo. Una de la NBC arrojó un dato nada sorprendente: el 67 por ciento de los votantes demócratas creen que se trata de un cover-up, es decir, que la motivación tras bambalinas es la pesquisa sobre el papel de Rusia en las elecciones. Pero hay otro acaso más sintomático y sugerente: solo el 43 por ciento de los votantes republicanos respaldan la versión de la Casa Blanca. Esto indica que el presidente anda perdiendo apoyo entre sus simpatizantes en un momento en que su partido atraviesa serios problemas existenciales como resultado de la victoria pírrica del Trumpcare 2.0 en la Cámara, con el detalle de que 24 millones de estadounidenses quedarán sin cobertura de salud en unos diez años en caso de que el Senado no lo pare. Las reacciones populares ante los representantes que votaron a favor, de Indiana a Miami, han alcanzado altísimos decibeles y hasta amenazado con pasar de las palabras a la violencia física, como lo ha venido difundiendo la televisión. La idea de que la salud es un derecho humano, no una mercancía determinada inmisericordemente por las aseguradoras, ha ido ganando terreno debido en gran medida al Obamacare, que a pesar de sus problemas garantizó cobertura a millones de personas, incluyendo a aquellas con enfermedades llamadas prexistentes.

En realidad, no hay una versión oficial sino varias. Esto plantea el problema de las representaciones sociales y los efectos políticos prefigurados, áreas en las que el presidente y su banda de difusores solitarios se han comportado como verdaderos mamuts en una tienda de Tiffany & Co. Partieron de la idea de que los demócratas habían sido muy críticos con el desempeño del funcionario federal en el affaire de los emails de Hillary Clinton, incluyendo el hecho de que la propia ex Secretaria de Estado había identificado el reciclaje del problema por parte de Comey, apenas días antes de las elecciones, como una de las causas de su derrota. Ello, supuestamente, los dejaría satisfechos.

Pero esto parece un zipi-zape –y no escampa. Al inicio comunicaron que el presidente estaba despidiendo a Comey debido a la recomendación de Rod Rosenstein y Jeff Sessions, sus jefes en el Departamento de Justicia, quienes, entre otras cosas, aludían a sus malos desempeños y al desprestigio del FBI. El clásico tiro por la culata. Primero porque los demócratas reaccionaron en cadena en los términos antes aludidos, y segundo, porque el sustituto –provisional– de Comey en el FBI, Andrew McCabe, en su testimonio ante el Comité de Inteligencia del Senado fue claro y distinto. “Tengo al director Comey en la más alta estima. Y tengo el más alto respeto por sus considerables habilidades y por su integridad”. Y añadió que disfrutaba del “más amplio apoyo dentro del FBI –y todavía lo tiene hasta el día de hoy. La mayoría, la vasta mayoría de los empleados del FBI, tienen una profunda y positiva conexión con el director Comey”. Obviamente, una manera de poner contra la pared a la Casa Blanca, y en particular al propio Trump.

Además, pasaron por alto, aparentemente, un detalle: Sessions se había abstenido de intervenir en cualquier asunto relacionado con los rusos por haber olvidado / mentido bajo juramento sobre sus contactos con el embajador Serguei Kysliak, y sin embargo aparecía como uno de los actores en la democión del individuo que, justamente, estaba al frente de las investigaciones… sobre los rusos.

El problema es que Donald Trump parece no tener demasiada conciencia acerca de los impactos de sus andanadas verbales y sus tuits, que muchas veces acaban revirtiéndose contra sí mismo. Esto solo puede significar tres cosas: o el presidente es incontrolable (bajo la ira o no) o está mal asesorado; o que tiene un ego larger than life. Ya una vez acusó a Obama de grabarlo / espiarlo sin evidencia alguna. A James Comey no le quedó entonces más remedio que contradecirlo, desde lo técnico, en una audiencia en el Comité de Inteligencia del Senado, dato imposible de obviar en el caso de una sustitución tan intempestiva como extraña y prácticamente sin precedentes (Clinton tuvo que quitar a su jefe del FBI, pero se trata de un caso muy distinto).

Con la falsa alegación sobre su torre en Nueva York, Trump quedó públicamente en la picota: Pinocho. Y en este nuevo escándalo, durante una entrevista de Lester Holt, de la cadena NBC, apenas horas después del anuncio oficial, se dio otro tiro en el pie en por lo menos tres temas: primero declaró haber tomado la decisión de sustituirlo antes de la recomendación de esos funcionarios federales, lo cual, naturalmente, no podía sino dar pábulo a la idea del clásico engome; después sugirió tener grabaciones de Comey asegurándole que no estaba bajo investigación, lo que podría remitir a una maniobra bastante torpe de auto-exoneración. Resulta cuando menos improbable que Comey –personaje controvertido en un panorama político polarizado, pero con suficientes créditos de profesionalidad dentro del organismo–, hubiera hablado en esos términos. Su sola difusión por parte del presidente supone una contradicción bastante gruesa con los principios de independencia con los que se supone funcionen el FBI y el Departamento de Justicia. Trump parece ignorarlo. Olímpicamente.

Pero sus palabras tienen otro talón de Aquiles, el mismo que llevó a dos republicanos y al líder de la mayoría demócrata del Senado a lo predecible e inevitable: pedirle las grabaciones, según lo estipula la ley, en caso de que las tuvieran. No hay lugar entonces para el bluff. En esgrima a eso le llaman touché. Puesto en lenguaje coloquial: “Te damos la posibilidad de que lo demuestres, pero si no las entregas no solo estarías quebrantando esa ley, sino también evidenciando que la nariz te ha crecido más”.

Finalmente, el tercero es un resultado del famoso modo de campaña, del que Trump nunca va desconectarse. Aseguró, de nuevo, que lo que ya casi todo el mundo denomina Russiagate no es sino una excusa / fabricación de los demócratas por haber perdido unas elecciones que debieron haber ganado. Como decir: “Quítenle el pie, fake news”. Hay, sin embargo, 17 trumpistas identificados por la prensa que tuvieron contactos anteriores y posteriores con los rusos, con distintos fines y propósitos. Y esa información no es festinada, entre otras cosas porque viene de por allá dentro. Uno solicitó inmunidad para declarar, algo que, como en la Dinamarca del príncipe de negro, huele a podrido. Y los testimonios de Sally Yates y James Clapper bajo juramento ubican el problema en un terreno cualitativamente distinto. Una encuesta de NBC / The Wall Street Journal arrojó que solo el 29 por ciento de los norteamericanos aprueban el despido.

Bob Woodward y Carl Bernstein, que huelen bien las huellas del Gran Lobo, han corregido el tiro: “Esto no es todavía Watergate. Ahora bien, no significa que no haya tremenda cantidad de humo”. Y fueron incluso más lejos: “Estamos en un momento muy peligroso porque andamos buscando la posibilidad de que el presidente de los Estados Unidos, y los que están a su alrededor, durante la campaña electoral se unieron a una potencia extranjera hostil para minar las bases de nuestra democracia”.

Y para cerrar –por el momento– con broche de oro, The New York Times acaba de soltar otra bomba: la existencia de un memo de Comey informando a sus correligionarios que el presidente le había pedido dejar a un lado las investigaciones sobre Michael Flynn. Los feds contratacan.

Donald Trump va contra la corriente. O mejor: cuestabajo. Y ahora pisando franco territorio de impeachment.

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