Esto no es Cuba

A quienes me preguntan si no me da miedo —y con miedo se refieren a los cambios que emigrar representa— les digo que sí. Da miedo la soledad, las 90 millas y más que me separan de todo lo conocido.

Palacio de los Jugos en Miami. Foto: Leydi Torres Arias.

Desde que vivo en Miami, ha sido una de las frases más pronunciadas: “Esto no es Cuba”. La digo a mis amigos, a mis antiguos compañeros de clases y, sobre todo, a mi familia. Mi familia me pregunta, cada día, si desayuné a las 7:00 a.m., si almorcé a las 12:30 p.m., si a las 7:00 p.m. ya me he bañado y comido. A veces les digo que sí por condescendencia. Les digo que cumplo con esos horarios con la puntualidad de un reloj suizo.

A veces soy menos paciente y les explico que no. Que no puedo aferrarme al reloj, al almanaque, que en ocasiones no sé en qué día vivo, que hay cosas más allá de las tres comidas diarias. Que esas cosas dependen de mí, totalmente de mí. Y que esto no es Cuba.

Mi familia se pregunta por qué y cómo aprendí a manejar y ando en mi carro en distancias tan largas como de mi casa al mercado. No les he dicho ni les diré que también he manejado por el expressway, porque entonces tendría que explicarles qué es y lo que significa la velocidad de 60 millas, y el cambiarte de carril rápidamente. Tampoco les diré que he ido a Tampa, sola, con las 4 horas de ida y las 4 de vuelta que eso significa. No se los diré porque si desde la casa al mercado se preocupan y me aconsejan tantos cuidados, si les digo de velocidades, millas y más distancias, imagino que seré —para ellos— la primera conductora en ponerse, además de cinturón de seguridad, casco, rodilleras, almohadas, y hasta adornos navideños sobre el capó para aminorar las consecuencias de cualquier posible choque.

A quienes me preguntan si no me da miedo —y con miedo se refieren a los cambios que emigrar representa— les digo que sí. Da miedo la soledad, las 90 millas y más que me separan de todo lo conocido. Da miedo manejar en Miami, haber pasado casi dos horas diarias por más de un año en el transporte público, tener que ubicarme en direcciones, protocolos, horarios, aprender a cocinar, a administrar mi salario… pero ¿cuáles son mis opciones? No me puedo paralizar ni llamar a mi hermano para que me lleve de punto A a punto B, ni pedirle a mi mamá que me tenga listo el almuerzo. Si me da mido, tengo que hacerlo con miedo. Ellos están en Cuba. Y esto no es Cuba.

La primera vez que me preparé algo tan básico como un picadillo, compré los ingredientes y busqué un tutorial en YouTube. Luego de ver tres o cuatro videos —porque soy de las que se pone a analizar hasta los cacharros de cocina que tienen las personas que graban tutoriales en YouTube, y me distraigo hasta cuando dicen que hay que cortar la cebolla “en juliana”, como si no fuera más fácil decir “en tiritas”—… luego de todo eso, llamé a mi mamá. La llamé para preguntarle cómo prepararme un picadillo. Me explicó con su santa paciencia. Y, conociéndome, me advirtió tener cuidados: a no quemarme, a no dejar el fogón encendido, a no distraerme y que se me quemara la comida… Llegado este punto me imaginé otra vez con casco, rodilleras y guantes hasta las mangas, para evitar salpicaduras. Y con un extintor al lado del fogón. Cuando terminé de cocinar aquella mezcla rara que nunca tomó forma comestible, la tiré a la basura, apagué el fogón, fregué todo y me fui al Palacio de los Jugos.

Comida cubana. Palacio de los Jugos, en Miami. Foto: Leydi Torres Arias.

El Palacio de los Jugos, para quien no sepa, es un museo a la nostalgia. Una suerte de tablita de salvación para que los que no tienen tiempo o paciencia para cocinar, o carezcan —como yo— de todo manual básico de supervivencia en esa área geográfica de la casa. Al Palacio de los Jugos podemos ir y llevarnos en un plato un pedazo de Cuba. Las frutas que allá (ALLÁ) comías. Los postres que parecen hechos por tu abuela, y que allá (ALLÁ) te preparaban. El arroz congrí, la carne, el pescado, la sopa, los potajes… todo lo que sabe a Cuba.

Te acercas a esas vidrieras que están calientes y al otro lado está toda la variedad de ofertas. Ordenas tu comida en español. No en inglés; en español. Porque esto no es Cuba, pero es Miami. Descubres que esos objetos no son tan museables y, además de mirarlos, los puedes tocar y hasta comer.

Palacio de los Jugos, en Miami. Foto: Leydi Torres Arias.

En Miami vives entre los mismos sabores, colores, árboles, personas, el mismo mar. Puedes ir a sentarte en el malecón de la Ermita de la Caridad y mirar a la derecha y que te digan: allá está Cuba. E imaginar que hay alguien en ese momento, en el malecón de La Habana, también viendo el mar, el horizonte, el otro pedazo de tierra que somos, con esa “maldita circunstancia del agua por todas partes”.

Debe ser por eso que no me he ido, que no he “subido”, como me aconsejan algunos. Subir significa irte a la nieve, al frío, al país más profundo y tremendamente desconocido. Y no. No quiero. Esto no es Cuba, pero es lo más parecido a Cuba que existe.

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