El péndulo de Trump

Donald Trump en Greenville, Carolina del Sur., en septiembre pasado. Foto: Richard Shiro / AP.

Donald Trump en Greenville, Carolina del Sur., en septiembre pasado. Foto: Richard Shiro / AP.

“Cincuenta años es suficiente”, dijo a principios de septiembre de 2016. “El concepto de apertura hacia Cuba está bien”. “Creo que está bien”, repitió. Sin embargo, hizo un distanciamiento: “Pero debemos lograr un mejor acuerdo”.

Es este, de entrada, uno de los problemas del pensamiento de Donald Trump, si se le puede llamar así. A menudo no suele tener definiciones claras y precisas. Usa y abusa de los tuits, espacios válidos para comunicar, pero que satura de mensajes simplistas y torpes que contrarían cualquier complejidad de lo político. En eso consiste, entre otras cosas, su aludida condición de outsider. Su estilo populista no es tan espontáneo como a menudo se asume: tiene gente detrás de la oreja. Y lo seguirá utilizando como hasta ahora, tanto para el muro como para despedir a una funcionaria y descalificar a un juez federal, hablar de fraude o rechazar de manera enfática las encuestas que lo señalan como el presidente entrante más impopular en la historia moderna de los Estados Unidos.

Entonces no se sabía a ciencia cierta en qué consistía ese “mejor acuerdo”. ¿Para quién o quiénes? –se preguntaban analistas y académicos. ¿Para el mundo empresarial norteamericano, en el que se supone sea un experto? ¿Para el interés nacional de los Estados Unidos? ¿Para los cuentapropistas cubanos, en expansión tras las reformas del general presidente Raúl Castro?

En cualquier caso, esas declaraciones estaban atravesadas por varias coordenadas; una de ellas son sus conflictos con sectores dentro del GOP, para nada entusiasmados con la idea de que el hombre de la torre neoyorquina corriera como su candidato. Y, más en específico, con Marco Rubio y Jeb Bush –con los que cruzó varias lanzas en el torneo, algunas bastante fuera de lugar–, quienes se han opuesto siempre a cualquier cosa que se mueva o descongele de alguna manera la política hacia Cuba. Para decirlo rápido: Trump estaba, básicamente, en sintonía con el engagement.

Dicen algunos que las elecciones se parecen a las noches de ronda. A mediados de ese mismo septiembre, en un rally con sus partidarios en el Knight Civic Center, en Miami-Dade, dijo que revertiría la política hacia Cuba a menos que sus dirigentes permitieran libertades religiosas y liberaran a los presos políticos. Fue el primer anuncio concreto: liquidaría las órdenes ejecutivas de Obama, vistas como concesiones unilaterales. “El próximo presidente puede revertirlas, y eso es lo que haré a menos que el régimen de Castro cumpla con nuestras demandas”. La clásica asimetría y los condicionamientos de una clase política, o de sectores dentro de esta, con demasiados problemas de memoria.

A fines de octubre se reunió con veteranos de la Brigada 2506. Para él, como para otros miembros de su partido, “el acuerdo había beneficiado a un solo lado”. Volvía a subrayar así la idea de la unilateralidad, aunque –también como la otra vez– a contrapelo de varias rondas de negociaciones que ya habían tenido lugar entre ambos países para abordar / resolver problemas de interés mutuo. Una lista que ahora incluye migración legal e ilegal, tráfico de personas, aplicación y cumplimiento de la ley, monitoreos sísmicos, áreas marinas protegidas, información meteorológica, búsqueda, salvamento y respuesta a derrames de hidrocarburos en el Golfo de México, entre otros temas.

Más de 20 acuerdos entre Cuba y Estados Unidos

“Todos entendemos la seriedad de estas elecciones”, dijo Trump ante cámaras y micrófonos. “Se decidirán muchas cosas en nuestro país durante los próximos cuatro años, incluyendo la dirección que vamos a tomar en nuestra política hacia Cuba (…). Lo que ustedes piden es correcto y justo. Los Estados Unidos no deben apuntalar al régimen cubano económica y políticamente, como lo ha hecho del presidente Obama y Hillary Clinton continuará haciendo a cambio de nada”.

Entonces declaró a una emisora del sur floridano: “Vamos a tratar a la gente de Cuba bien, justamente debería haber un acuerdo, pero tiene que funcionar para todo el mundo. Castro tiene ahora la mejor parte de todos los acuerdos, han podido mantener esto durante mucho tiempo. Los Estados Unidos no han actuado bien en esto sino de manera muy tonta, parecen niños”. Llegó incluso a descalificar a los diplomáticos y técnicos norteamericanos, marcando la línea distintiva: “Nosotros vamos a tener a verdaderos negociadores que hablarán de libertades civiles y de las cosas que hay que hablar, eso es lo que queremos”. Esta parte estaba clara. Pero quedaron dos bastante imprecisas: “tratar bien” y “para todo el mundo”.

Con la muerte de Fidel Castro sobrevino otro momento. “¡Fidel Castro está muerto!”, tuiteó a las 5:30 am del 26 de noviembre. Y después se explicó a sí mismo echando mano a un argumento que, aparentemente, había dejado en el tuitero en aquel principio: “El legado de Fidel Castro es pelotones de fusilamientos, sufrimiento inimaginable, pobreza, y negación fundamental de los derechos humanos”. Y se montó en el corcel del Gulag tropical: “mientras Cuba siga siendo una isla totalitaria, es mi esperanza que el día de hoy marque una movida que la aparte de los horrores que han durado mucho tiempo, y hacia un futuro en el que el maravilloso pueblo cubano pueda empezar finalmente su viaje hacia la prosperidad y la libertad”. Y lo reiteró una vez más: “Revertiré las órdenes ejecutivas de Obama y las concesiones a Cuba hasta que las libertades sean restauradas”.

Dos días después, el 28 de noviembre a las 6.02 am, otro tuit: “Si Cuba no quiere hacer un mejor acuerdo para el pueblo cubano, el pueblo cubano-americano y los Estados Unidos como un todo, terminaré el acuerdo”. No dice que lo va a tumbar indefectiblemente –aunque condicione su existencia. Y ahí está el detalle. Cualquiera podría suscribir la idea de que en una negociación ambas partes siempre quieren lograr mejores acuerdos. La cuestión, sin embargo, es que no se explicita: el mensaje es, cuando menos, anfibológico. Además, concentrándonos por ahora en su propio terreno, el pueblo cubano-americano no es un monolito, como tampoco el norteamericano. Según una encuesta de FIU de septiembre de 2016, la mayoría de los cubanoamericanos se oponen al embargo (63 por ciento), y en los comprendidos entre 18 y 59 años el guarismo se eleva al 72 por ciento. Y también favorecen las relaciones económicas con Cuba (57 por ciento en general y 90 por ciento de los nuevos emigrantes). Similarmente, las mediciones a nivel nacional vienen marcando de un tiempo a esta parte una tendencia creciente a la aprobación de las relaciones y vínculos comerciales con Cuba. Una de CBS / New York Times, implementada durante la visita de Obama, arrojó que 6 de cada 10 norteamericanos aprobaban la nueva política, y que el 62 por ciento pensaba que la relación comercial sería mayormente beneficiosa para los Estados Unidos.

Con la llegada al poder de la nueva administración, no hubo pronunciamientos oficiales sobre el tema hasta el pasado 3 de febrero. Respondiendo a la pregunta de una periodista de la NBC de Miami, el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, declaró que estaban en un proceso de revisión completa (full review) de todas las políticas hacia Cuba, y que los derechos humanos estarían en el centro.

Cuba y Estados Unidos hablaron “en detalle” sobre Derechos Humanos

¿Cuál Trump? ¿El multimillonario hombre de negocios o el político? –eran las interrogantes antes de que se sentara en la Oficina Oval de la Casa Blanca con sus nuevas cortinas doradas al fondo. Imprevisible en efecto sobre un podio, pero desde su misma toma de posesión la diferencia entre lo pintado y lo vivo es tan fina que prácticamente no existe. La Biblia lo dice: “por sus obras los conoceréis”. Obamacare. Muro con México. Salida del Acuerdo Transpacífico. Revisión del NAFTA. Anuncio, de hecho, de una posible guerra comercial con el vecino del sur, uno de los principales socios comerciales de los Estados Unidos. Políticas antinmigrantes y antirrefugiados a partir de una definición peculiar de la seguridad nacional. Un politólogo lo caracterizó de la siguiente manera: “un tren descarrilado que desafía nuestras nociones de gobierno, tal y como las conocíamos hasta hoy”. Los profesionales de la Psicología aportan otro ángulo: un individuo que padece una enfermedad llamada Desorden de Personalidad Narcisista, rodeado de ideólogos y raptors cuya función no consiste, en rigor, en asesorar al Presidente, sino en otra cosa –aunque estén plagados de contradicciones internas.

Con estas trazas, se impone ahora otra pregunta: ¿Resultará suficiente la cantidad de cemento que le echaron a la relación ambos gobiernos antes de la salida de Barack Obama?

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