¿En Estados Unidos se habla español?

Miami. Foto: Osbel Concepción.

Miami. Foto: Osbel Concepción.

A mediados de los años 90, un joven académico cubano aterrizó por primera vez en Miami. Ese mismo día una amiga lo recogió para un recorrido por la ciudad: de la calle 8 a la Ermita de la Caridad. Entrando a una tienda, dio de pronto con un letrero en una vidriera: ENGLISH SPOKEN. Su primera reacción no fue verbal sino gestual, una rápida mirada a su socia y compañera de estudios, de esas miradas que se hacen con los ojos bien abiertos. ¿No se suponía que fuera al revés? ¿Dónde estábamos? Poco después, continuando lo que llaman proceso de inmersión cultural, topó con otras realidades. En Miami no le devolvían a uno la llamada, sino lo llamaban pa’ atrás; no se pagaban cuentas, sino biles; los aires acondicionados y las pilas de agua no goteaban, sino liqueaban; no se ponía una demanda, sino un sue, algo que los estudiosos de la lengua llaman préstamos, una de las resultantes del contacto entre dos cuerpos culturales que ya había desembocado en el Spanglish, en el cual los puertorriqueños de Nueva York y los chicanos de Nuevo México habían acumulado suficientes horas de vuelo.

Pero también el joven fue testigo de otros procesos. Dos de sus primas segundas, nacidas en Miami, hablaban en español en su casa de Kendall con sus padres y abuelos, pero en inglés entre sí. Al día siguiente, lo llevaron a Lincoln Road a cenar en un restaurante llamado Yuca (Young Urban Cuban-American). Otro primo segundo –nacido en Miami, graduado de FIU (Florida International University), que sabía lo que nadie sobre los Muñequitos de Matanzas sin haber viajado jamás a la Isla, y que en su conversación usaba eventualmente las mismas palabras / expresiones de cualquier marginal habanero– le entregó un ejemplar de una revista llamada Generation Ñ –esta última, como bien se sabe, letra ausente del alfabeto anglo.

Estas experiencias estimularon en el joven académico el interés por esos y otros problemas socioculturales al otro lado del Estrecho, y en particular en Miami. Lo primero fue dar cuenta de un verismo que no siempre sale a la superficie: el hecho de que los cubanos habían llegado ahí después que otras comunidades emigrantes / minorías. En efecto, entre finales de los años 70 y mediados de los 80 había comenzado a emerger un fenómeno hasta entonces inédito: el bilingüismo. Estamos hablando, en este caso, de un grupo humano descendiente del exilio histórico, que llegó a Estados Unidos siendo niños / adolescentes y que vindicaban para sí la categoría de cubano-americanos, en similar sentido a lo que ya había ocurrido con otros grupos emigrados a la Unión –digamos los italianos, los irlandeses y los asiáticos–, entre quienes la conciencia de una identidad diferenciada (o más propiamente de identidades) ya formaba parte del llamado melting pot, en correspondencia con eso que el sociólogo brasileño Darcy Ribeiro alguna vez denominó “pueblos trasplantados”, es decir, formados a partir de un fuerte, disímil y sostenido componente migratorio.

Este proceso de asimilación implicaba, de alguna manera, des-exiliarse y echar raíces en la cultura receptora, a menudo a partir de uniones –maritales o no– con norteamericanos o norteamericanas, o con otros latinos/as. Y los históricos no habían llegado para eso, sino para regresar a la mayor brevedad posible, aunque por puro pragmatismo fundaran una escuela bilingüe en Coral Gables a fin de facilitar que sus hijos dominaran el inglés y el español en lo que las aguas tomaban su nivel.

Si la literatura tiene algún valor cognoscitivo, el joven no podía entonces dejar de acudir a ella. El bilingüismo tuvo su primera expresión en la antología Los Atrevidos (1988), de Carolina Hospital, textos de un conjunto de personas que se atrevieron por primera vez a escribir en inglés habiendo nacido en la Isla alrededor de los años 50-60 y que radicaban en Estados Unidos. Más tarde sobrevendrían testimonios como Little Havana Blues (1996), de Virgil Suárez y Delia López, selección de treinta y dos autores que escribían en inglés. Esta generación, llamada 1.5 (ubicada a medio camino entre su cultura natal y la de la sociedad receptora), quedaría reflexionada a nivel teórico en la obra ensayística seminal de Gustavo Pérez Firmat (The Cuban Condition. Translation and Identity in Modern Cuban Literature, 1989, Lyfe on the Hyphen. The Cuban-American Way, 1994), frecuentemente sometida a discusión, entre otras cosas por dejar a un lado determinaciones como género, raza y orientación sexual.

Aquí lo distintivo consiste, en efecto, en la condición bicultural, esto es, moverse entre dos sistemas de referencias idiomático-culturales. La categoría aludida tuvo amplia recepción en los estudios literarios, empezando por investigaciones académicas hoy ya clásicas como la de Isabel Álvarez Borland, Cuban-American Literature of Exile. From Person to Persona (1998), que daba cuenta de un fenómeno hasta entonces también nuevo: el boom de escritores cubano-americanos de la década de los 90 del pasado siglo, encarnado en las obras de Pablo Medina (1948), Roberto G. Fernández (1951), Oscar Hijuelos (1951-2013), Achy Obejas (1956), Cristina García (1958), Virgil Suárez (1962) y el propio Pérez Firmat (1949), entre otros, y que no puede ser entendido cabalmente si no se tiene en cuenta el contexto de la sociedad receptora, es decir, la presencia hispana / latina y su impacto sobre las industrias culturales, incluida la literatura impresa por editoriales como Arte Público Press y otras que, en sus catálogos, comenzaron a incorporar de manera creciente lo que llamaron escritores étnicos. Lo cubano no fue sino un capítulo específico de ese mismo fenómeno.

Con los años, el joven aprendiz de académico, se pudo ir respondiendo, de alguna manera, aquellas (y otras) inquietudes iniciales, siempre consciente de que se trataba de un terreno resbaladizo por sus múltiples y complejas determinaciones. Sin embargo, a la vez surgían otras nuevas. ¿Qué ocurriría, por ejemplo, con los hijos e hijas de aquellos primos segundos suyos? ¿Renunciarían a Cervantes? ¿Estaba perdiendo terreno el español en Miami, algo que según expertos y académicos ya ocurre en toda la nación, a reserva de la entrada de nuevos emigrantes provenientes de América Latina? ¿Siendo la líder, Miami se quedaría alguna vez por detrás de Los Ángeles, Riverside y Dallas, donde más se habla español en toda la Unión? Y para seguir la rima: ¿Cuál sería el rol de la enseñanza bilingüe en las escuelas? ¿Qué factores la sobredeterminarían? ¿Qué problemas tendría? Y el llamado “punto de inflexión”: los cerca de 125 millones de hispanos / latinos en 2055, ¿serían entonces, desde la perspectiva de la lengua, más o menos “polvo en el viento”, como en aquella vieja tonada de Kansas?

Tampoco hay respuestas unívocas para estas cuestiones, de plena vigencia y actualidad. Pero un sociolingüista del área ha anotado, con razón, lo siguiente: “Miami es una ciudad muy especial en los Estados Unidos respecto al español, porque encontramos gente de nivel socioeconómico alto y bajo que hablan castellano. Es muy distinto, por ejemplo, a Los Ángeles, porque quienes allí hablan español son los inmigrantes o la clase trabajadora”. Por su parte, un estudio local arrojó que, en el mercado laboral, el manejo de ambas lenguas significa un ingreso adicional promedio de unos 7 000 dólares anuales.

Teniéndolo en mente, algo parece asegurable. Para decirlo con Borges: habrá ya un jardín de senderos que se bifurcan, pero muy difícilmente podrá extendérsele un certificado de defunción al español en Miami. Una famosa folklorista chilena lo pondría quizás de otra manera: se fue “enredando, enredando como el musguito en la hiedra”.

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