Esa cosa rusa

Los abogados de Flynn le dijeron al equipo legal del presidente Donald Trump que ya no se están comunicando con ellos en lo que respecta a la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la interferencia de Rusia en las elecciones. Foto: Carolyn Kaster / AP archivo.

Los abogados de Flynn le dijeron al equipo legal del presidente Donald Trump que ya no se están comunicando con ellos en lo que respecta a la investigación del fiscal especial Robert Mueller sobre la interferencia de Rusia en las elecciones. Foto: Carolyn Kaster / AP archivo.

La designación de Robert Mueller III como asesor especial para investigar la interferencia rusa en las elecciones de 2016, y la posible colusión, constituye una consecuencia directa del despido del director del FBI, James Comey, el 9 de mayo último, en medio del ambiente entonces creado acerca de una posible obstrucción a la justicia por parte del presidente Donald Trump.
A partir de entonces, Mueller se dio a la tarea de armar un equipo integrado por hachas y machetes en sus respectivos dominios: digamos que incluye a un ex fiscal del caso Watergate (James Quarles), a una experta en lavado de dinero (Lisa Page), y a uno en privilegio ejecutivo y obstrucción de la justicia (Michael Dreeben), entre otros. Empoderado por el Departamento de Justicia (DJ) para abarcar esa interferencia y “cualquier otro asunto que surja o pueda surgir directamente de la investigación” –de hecho, una especie de carta blanca–, el factor común de sus integrantes, y en primer término de su jefe mismo, consiste en llegar adonde la evidencia los lleve, más allá de la polarización política hoy prevaleciente en Estados Unidos.
Se trata, en breve, de un equipo muy bien dotado para buscar los hechos sin cortapisas –por ejemplo, cosas tales como evasión fiscal y engañar a agentes federales. Por ello en la prensa –y también fuera de ella– se le conoce como el Dream Team, tal vez el más poderoso equipo investigativo que se haya armado alguna vez en la historia del DJ.

Flynn es el primer exfuncionario de la Casa Blanca que se declara culpable dentro de la pesquisa que encabeza el fiscal especial Robert Mueller sobre la intromisión rusa en los comicios de 2016. Foto: Susan Walsh / AP archivo.

El Dream Team ha venido hurgando en problemáticas, situaciones y personajes con una intrigante peculiaridad: cero filtraciones a la prensa, a contrapelo de la práctica casi diaria de una administración apabullada por leaks que no hacen sino remitir a sus contradicciones internas, e incluso a un caos que no ha podido frenar ni el general John Kelly, traído del Department of Homeland Security para remplazar a Reince Preibus como jefe de Personal de la Casa Blanca.
Por su parte, Mueller es el director del FBI que más tiempo ha permanecido en el cargo (2001-2013) después de Edgar J. Hoover. Convocó un Gran Jurado federal, señal inequívoca de que había evidencia de actividades criminales, y de que la pesquisa se extendería más allá de Michael Flynn. Ello sin embargo no significaba necesariamente la presentación de cargos, pero sí la citación de testigos bajo juramento y la obtención de documentos.
El mecanismo, desde luego, funcionó. A escasos cinco meses de la designación de Mueller, y en medio de crecientes cuestionamientos / acusaciones por supuestos conflictos de interés en boca de republicanos como Newt Gingrich, se conocieron los primeros resultados:

Declaración de culpabilidad de George Papadoupolos. Acusado de “omisiones materiales” sobre las numerosas comunicaciones que tuvo con aliados del gobierno ruso. Entrevistado por el FBI el 27 de enero de 2017, desactivó su cuenta de Facebook, con evidencias al respecto, y creó una nueva. Durante su campaña, Donald Trump lo consideró “uno de mis cinco asesores en política exterior”, pero después de su declaración ante Mueller el tono cambió radicalmente: “un joven voluntario de bajo nivel llamado George, quien ya ha probado ser un mentiroso”. Todo un modus operandi que aplica a los suyos una vez cogidos in fraganti: minimizarlos o negarles toda importancia.

De acuerdo con trascendidos, investigadores federales tienen razones para creer que los servicios de inteligencia rusos utilizaron intermediarios para contactarlo y lograr influenciar en la campaña de Trump ofreciéndole “suciedad” sobre Hillary Clinton “en forma de miles de emails”.
Papadopoulos trasladó mensajes en este sentido al alto mando de la campaña, con el que se comunicó por correo por lo menos doce veces. La información se la ofreció un “profesor extranjero” que contactó en Londres, identificado por The Washington Post como Joseph Mifsud, de la Universidad de Stirlind, Escocia. En uno de esos encuentros, este trajo consigo a una rusa, Olga Polonskaya, que le fue presentada como una pariente del presidente Putin conectada con funcionarios de ese país.
Papadopoulos ha dejado pruebas documentales en el camino, algunas recopiladas por la ola de periodismo de investigación que se ha reciclado durante la administración Trump: “He recibido” –le escribe en un email a Corey Lewandowski, ex comentarista político de Fox News y manager de la campaña de Trump (enero de 2015-junio de 2016)– “muchas llamadas el mes pasado […]. Putin quiere recibir a Trump y al team cuando sea el momento apropiado” (marzo de 2016). Y en otro a Sam Clovis, co-presidente de la campaña, le notifica que Iván Timofeev, director de Programas del Consejo Ruso de Relaciones Internacionales, le había trasmitido la idea de que funcionarios locales estaban abiertos a una visita de Trump a Moscú.
Finalmente, se ofreció para auspiciar “una reunión entre nosotros y el liderazgo ruso a fin de discutir los vínculos EU-Rusia bajo el presidente Trump”. El título del correo electrónico era el siguiente: “Reunión con el liderazgo ruso –incluyendo Putin”. “Gran trabajo” –le respondieron del alto mando–, pero sugirieron no hacer compromisos por el momento.
El 17 de julio Papadopoulos fue arrestado por el FBI en el aereopuerto internacional Dulles, del DC, cuando regresaba de Alemania. Pero eso no se supo hasta finales de octubre, lo cual sugiere la posibilidad de que durante ese tiempo trabajara undercover para el Gobierno Federal. Hoy es un “cooperante proactivo” en la investigación. Una manera de aminorar el problema: una condena (máxima) de cinco años. Papadopoulos es un proyectil contra los conspiradores, a reserva de su calibre.

Procesamiento judicial de Paul Manafort y de su asociado Rick Gates por conspirar contra los Estados Unidos, lavar dinero, no reportar cuentas en bancos nacionales y extranjeros, actuar como agente no registrado del gobierno ucraniano y dar falsas declaraciones a las autoridades federales. Una verdadera letanía de cargos que, sin dudas, podrían traducirse en décadas de prisión.

Jefe de la campaña del megaempresario neoyorquino entre junio y agosto de 2016, Manafort fue uno de los participantes en la famosa reunión de la Torre Trump del 9 de junio, espectacularmente revelada por The New York Times –de nuevo, para recibir “información sucia sobre Hillary Clinton”– junto a Jared Kushner, Donald Trump Jr., la abogada rusa Natalia Veseltniskaia y tres de sus connacionales. Uno de ellos, Rinat Akhmetshin, ex oficial de la contrainteligencia soviética y actual lobista que el 11 de agosto fue citado a testificar bajo juramento ante el Gran Jurado aludido. Según el Times, tiene un historial trabajando para aliados del presidente Vladimir Putin, quien como se sabe fue jefe de la KGB durante la época de los camaradas hasta convertirse en un oligarca después del proceso social y político vivido en el país a partir de diciembre de 1991.

El yerno del presidente Donald Trump, Jared Kushner fue interrogado por el equipo del fiscal especial Robert Mueller acerca del ex asesor de seguridad nacional Michael Flynn, de acuerdo con una persona familiarizada con la investigación que habló el miércoles 29 de noviembre de 2017 con The Associated Press bajo condición de anonimato. Foto: Pablo Martinez Monsivais / AP archivo.

Manafort tiene en su haber una impresionante hoja de servicios en pro de ciertos abominables personajes del Tercer Mundo, para quienes ha hecho un lobby alucinantemente bien remunerado, entre ellos el filipino Ferdinando Marcos, el congolés Mobutu Sese Seko y el angolano Jonas Savimbi. Que haya trabajado para el ucraniano Víctor Yanukovich no constituye sino una raya más para el tigre.

Por último, el procesamiento de Michael Flynn, con tantas o tal vez más felonías que Paul Manafort: entre otras, lavado de dinero y agente no registrado –esta vez del gobierno turco. Pero su declaración de culpabilidad ante los federales (también le mintió al FBI) denota a las claras una negociación suya y de sus abogados con los fiscales: acusarlo de un delito de menor peso relativo a cambio de información y testimonio para poder llegar, si cabe, al pináculo de la montaña. Esta es la clave. Con Flynn se ha tocado fondo: no hay excusa de minimalismo. Se trata de una figura central en el anillo interno de Donald Trump, primero de su equipo electoral y después de su administración.

Diciembre fue su mes más cruel. Primero trató de conseguir de Moscú, embajador Serguei Krysliak mediante, retraso en una votación de la ONU sobre Israel. Después, el mismo día en que el presidente Obama anunció las sanciones a los rusos, volvió a contactar al diplomático para tratar de atemperar una respuesta asegurándole que en la nueva administración esos castigos serían polvo en el viento. Una violación de la Ley Logan (1799), que prohíbe, específicamente, a individuos particulares negociar con otras naciones en nombre de los Estados Unidos sin la autorización del gobierno.
El hombre lo negó categóricamente cuando se lo preguntaron, pero había un problema: ambos lo conversaron por teléfono y la contrainteligencia lo estaba grabando todo. The Washington Post, que desde hace mucho rato tiene sus gargantas profundas, puso el resto para hacer de la noticia una bomba: Flynn tocaba la balalaika con Krysliak. Evidentemente, asumir lo que entonces hizo como una iniciativa individual queda fuera de cualquier análisis político.
El caso se coloca así en una situación cualitativamente distinta, con implicaciones para varios hombres del presidente, incluyendo Mike Pence (a la narrativa de que Flynn le ocultó sus conversaciones con Krysliak empieza a entrarle agua por el casco). La táctica de Trump ha sido la misma: limpiarse, distanciarse, asegurar enfáticamente que la investigación de Mueller no lo impacta en lo personal: “solo lo afecta a él” [Flynn]. Ha retomado lo que hizo una vez contra su propia comunidad de inteligencia, es decir, descalificar al FBI, institución “en andrajos” y “tan mala como corrupta”: el clásico elefante en la cristalería. Y, sobre todo, acudido al no menos clásico flip-flop al tratar de mover el foco y la conversación social hacia Hillary Clinton.
Patológicos o no, estos mensajes del ejecutivo y sus orgánicos a lo Sarah Huckabee Sanders, la secretaria de Prensa de la Casa Blanca después que sacaron del juego a Shawn Spicer, tienen el problema de estar dirigidos a receptores con un coeficiente de inteligencia bastante por debajo de la media, una de las limitaciones del populismo en cualquier tiempo y lugar. Podrán impactar de manera positiva en segmentos poblacionales partidarios del presidente, pero difícilmente más allá. De acuerdo con una encuesta de Associated Press / NORC, más del 60 por ciento de los estadounidenses creen que el presidente ha tratado de impedir u obstruir la investigación.
Según confesión propia, Trump pensaba en “esa cosa rusa” cuando decidió despedir a Comey. Ahora, viendo a los toros de Flynn desde la barrera, el ex jefe del FBI encontró razones suficientes para ponerse bíblico y citar a Amos 5:24: “Pero corra el juicio como las aguas y la justicia como una corriente que nunca falla”.

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