Allá se fueron todos

Sobre una singular señalética identitaria cubana que apunta más a una expresión cultural que comercial.

No es lo mismo cultura de taller que taller cultural. Son conceptos que se alejan bastante, sin lugar a dudas. Pero es posible que, entre ambos, en el ecuador de sus dos polos, encontremos algo en común. Pueden compartir, por ejemplo, expresiones visuales que desvían la comunicación interactiva hacia planos intrascendentes. No es ni mucho menos obvio. Pasa inadvertido para la mayoría de nosotros. Esta singular señalética identitaria apunta más a una expresión cultural que comercial.

Los dos primeros ejemplos revelan la antropomorfización de sus contenidos prácticos y simbólicos. El Taller “Santa Catalina”, de la empresa de Servicios a la Agroindustria Azucarera nos saluda con un solecillo picarón armado de destornillador y llave. El astro debe ser un factor determinante en la producción de azúcar de caña.

 

Foto tomada por el autor.

Los rayos recuerdan ciertos peinados de moda asociados a la juventud y, por extensión, al vigor y a la energía natural. No está mal. La expresión es un poco infantiloide, contenta y jubilosa de encontrar un motor fundido en viela. El overall nos deja un mensaje críptico: lo que parece ser una caña dando cadera bajo el sol, “es azúcar”. Debe haber aquí algo escondido. Porque la caña no sólo es azúcar. Se emplea además en la fabricación de papel, fertilizantes, piensos, bebidas alcohólicas, entre otros. Yo, conductor de un camión, no me siento tentado a tomarme el taller en serio.

Otro taller, en Carlos III, está vez de celulares, nos ofrece un móvil humanizado con su llave en la mano. No entiendo la obsesión con esta herramienta. Llaves las encuentras en todos los hogares. Solteros, esposos y esposas las usan en esta Isla casi a diario. Las ves en las vidrieras, en los estantes de las ferreterías. Están en todos lados. Han pasado a operar como símbolo de la acción de “reparar”, lo cual constituye un atributo de identidad precisamente por ser de uso común. Con tal presupuesto estos locales aseguran solamente su pertenencia al gremio de “la reparación”, que sí es una señal clara de sus aspiraciones en la vida. En resumen, me parece una “cosa de niños”.

Quiso la fortuna que compartiera espacio con una cafetería. Un ejemplo de laboratorio sobre una relación simbiótica comercial. La cafetería parece… pero no se llama “Taller de celulares”, sino “La esquina de Plasencia”. Convivencia que genera ruido al permitir el traspaso sostenido de atributos codificantes de un local al otro, al endulzar las pinzas electrónicas en tanto transmite corriente alterna al café.

Foto tomada por el autor.

No hace mucho casi me enredo en un altercado en un grupo de Facebook cuando señalé —quizás inapropiadamente— lo impropio de nombrar Diverxo a un restaurante habanero. Diverxo —así, con x— es un conocidísimo restaurante madrileño, propiedad del chef David Muñoz. Es un local con tres estrellas Michelín, multipremiado a lo largo de la última década. Quien algo sabe de gastronomía conoce este restaurante. Entre la lluvia de improperios que desató mi nota destaco uno en particular. Una airada dama me recriminaba que: quién era yo para comentar si no tenía un restaurante. Que el día que tuviese uno le pusiera como me diera la gana; argumento que delata un rasgo cultural invasivo y peligroso: como dueño puedo hacer lo que me de la gana. Percibo más bien una actitud totalitaria y dictatorial asumida de la atmósfera circundante. Al final, el plagio se da en todas partes, como podemos ver en un café homónimo de la Ciudad de México.

DiverXo Habana y México.

¿Cómo se daría esta singularidad en un taller habanero? “Tesla”, por ejemplo, que además de reparar laptops en Centro Habana, participa en innovación y sostenibilidad de energía limpia y produce automóviles eléctricos.

Foto tomada por el autor.

 

Una empresa estadounidense que exporta a todo el mundo y es conocida por todas las personas con capacidad de lectura y discernimiento. Es cierto que nombrar las cosas puede ser una especie mórbida de reconocimiento o admiración. No es muy inusual encontrar pobres criaturas que se llaman Bruslí Pérez Albizu o Diego Armando Maradona Fernández Martínez. Son niños que dan un poco de pena.

Y son, los de arriba, establecimientos, talleres y restaurantes, que también nos dan otro poquito de pena. 

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