La Ruta del chocolate

Apelar a una más que discutible "denominación de origen" para productos que serán eventualmente contrastados con similares de todas partes es un suicidio comercial.

El emperador chino Wu, el sexto de la dinastía Han, tenía cara de sapo. Intentó de todo para suavizar sus rasgos. Se dejó el bigote y una barbita lacia sin resultados. Unas gafas de sol podían haberlo ayudado, pero no se inventarían hasta el siglo XII. Allí mismo en China. No se idearon para protegerse del resplandor sino para ocultar la expresión de los ojos de los jueces durante los juicios. Para que no delataran el posible veredicto. Así que huyó de sí mismo llevando el imperio consigo más allá de las tribus bárbaras. Este obtuso periplo se conoció luego como la Ruta del Jade.

Hacía tres siglos que los griegos y romanos llamaban a los chinos “los Seres”. Adoraban sus sedas. La Ruta del Jade no tardó en convertirse en la Ruta de la Seda —cuya historia es fascinante, pero demasiado larga. Lo significativo es que sus miles de kilómetros eran recorridos una y otra vez para conseguir los espléndidos productos que se fabricaban del otro lado del mundo.

Asociar un producto a su origen como sinónimo de calidad es tan viejo como los bostezos. Hemos escuchado de la excelencia de la porcelana de la ciudad de Sèvres, en Francia. Tanto como de las artesanías en vidrio de Murano, una isla de la laguna Véneta, en el noreste de Italia. Los maestros del millefiori, cristallino, esmaltado y lechoso persistieron hasta redescubrir los antiguos cristales romanos, las actuales murrinas. Aquellos antiguos talleres son hoy empresas de renombre mundial como Salviati, Barovier & Toso, Ferro Murano y Berengo.

Como las manufacturas de Klášterec nad Ohří, empresa fundada por Jan Mikoláš Weber en territorio Checo, en Bohemia, en 1793. Precisamente la fábrica que produjo los juegos de porcelana del Titanic. ¿Alguien duda hoy de la primacía europea en la fabricación de los mejores quesos del mundo? Pues sí. La Rogue Creamery, de Estados Unidos, que recientemente produjo el mejor queso del mundo. Organic Blue Cheese Rogue River Blue, con una calificación de 101 puntos. Con el jamón español nadie se mete. De las productoras Geminiano, Dehesa del Conde, Dehesa Maladúa y Niento Martín salen las mejores piezas del orbe. Inmejorables.

Nuestra isla es asociada a dos grandes géneros. El tabaco y el ron. Esto no resultó de un plan quinquenal ni fue iniciativa de los funcionarios de ningún Partido. El tabaco, cultivado en Cuba por inmigrantes españoles, era tan popular en el siglo XVIII que Felipe V —”el animoso”— le impuso un Estanco (para asegurar el monopolio) en abril de 1717. Hoy día nuestro tabaco sostiene su calidad porque el clima y los suelos son los mismos, porque los campesinos cubanos, descendientes de aquellos esforzados españoles lo miman como requiere, pero también porque lo lleva de su mano la Alliance Tobacco Distribution asociada a Habanos S.A. A salvo de las reuniones y de los heroicos llamados a incrementar la producción.

El ron por el estilo… A fines del siglo XVI Cuba era considerada la reserva azucarera del mundo. Preferido por piratas, comerciantes, marinos, artesanos y mujeres de vida jacarandosa, el popularísimo licor acompañaba y aún lo hace, desde bautizos hasta entierros, con todo lo que entre estos dos eventos acontece. El murciélago de Bacardí levantó vuelo en 1862 convirtiéndose en la mejor y mayor exportadora de casi todo el siglo XIX y parte del XX. Diez años más tarde, en 1872, nacía el Matusalen en Santiago de Cuba. Un nombre que, casi 140 años después, sigue siendo mundialmente reconocido por su calidad y excelencia y que en su momento, cambió el mundo del ron para siempre.

Y hasta ahí.

La información que se replica exitosamente lo hace por su capacidad de convertirse en irresistible a los difusores. Si algo me gusta lo comento. Estas unidades semánticas se sirven de otras previas para, mediante su refuerzo, incrementar sus propias posibilidades de éxito y replicación.

Por el contrario. Apelar a una más que discutible “denominación de origen” para productos que serán eventualmente contrastados con similares de todas partes es un suicidio comercial. Los productos que llegan del exterior son producidos por compañías privadas que invierten muchos recursos no solo en su calidad sino en su presentación. Porque están expuestos a la competencia y no disponen de un mercado cautivo y desesperado.

Aunque ya no lo vemos tanto, el uso reiterado del caimán como sinónimo de cubanía además de provocar ruido a nivel semántico —porque no contribuye a cimentar el significado general del mensaje— añade al producto las carencias, problemas e insatisfacciones que pesan sobre la imagen del país. Toda información comercial asociada a “la caimanidad” a día de hoy, resalta el equilibrio crítico entre la supuesta vocación igualitaria del sistema y sus ostentosas carencias materiales.

¿Y su implementación? Para retrasadas y retrasados. El caimán que representa este producto se antoja insuficiente para enunciar la cubanía. Necesita una gorra roja con la palabra Cuba. Sólo falta una palma y un tocororo para sellar el embalaje. Señala el brebaje con el índice y levanta el pulgar, lo que parece ‘garantizar’ que el producto  —que luce como tierra y fango— es bonito, sabroso y baila bien. El logotipo reitera literalmente el mensaje: está rico. Tanta ingenuidad sería adorable si el problema de la alimentación no fuera tan sensible.

Deducimos el perfil del consumidor por el mensaje. Un cliente poco exigente, bastante tonto, que responde a estímulos primarios, un niñato. Similares de muchas partes utilizan también sus mascotas. Pero las usan con inteligencia y picardía y apuntan a estímulos algo más sofisticados. Y una segunda deducción. Si esto es lo mejor que diseñador y creativo nos pueden ofrecer deberían dedicarse a otra cosa. Lejos de la industria de la comunicación. 

 
 
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