¿Por qué?

¿Por qué? ¿Por qué? No entiendo.

El 27 de abril de 2011, José Mourinho, entrenador del Real Madrid, daba una conferencia de prensa en la que manifestaba su desconcierto ante lo que suponía un desacierto garrafal y en resumen, una actitud parcial del arbitraje a favor del Fútbol Club Barcelona. El Real Madrid perdió cero-dos en la ida de las semifinales de la Champions, tras la expulsión del defensa brasileño Képler Laverán Lima Ferreira, conocido en el mundo del fútbol como Pepe.

El árbitro alemán Wolfgang Stark lo envió a las gradas por una acción en la que su paisano Dani Alves, aparentemente destrozado por una entrada violenta salió berreando del campo sobre una camilla. No se puede dejar de apuntar que volvería al juego minutos después sin secuelas. El video —que está hoy al alcance de cualquiera— muestra cómo los tacos del defensa blanco jamás impactaron la pierna del culé. Mourinho, muy enfadado, interpeló poco después a la prensa deportiva con una larga serie de ¿Por qué? que a la postre resultaron en la conferencia de prensa más recordada de todos los tiempos.

Repetía Mou: ¿Por qué? ¿Por qué? No entiendo.

¿Por qué encuentro yo contextos comunicacionales tan disparatados cada dos pasos? ¿Por qué? ¿Por qué lo hacen todo mal? Con tanta desidia. ¿Por qué? ¿Por qué nos envuelve la mediocridad como el salitre en una tempestad en medio del océano? ¿Por qué?

Esta columna por ejemplo, pintada de un pálido azul hasta el borde del arquitrabe. ¿Por qué justo hasta allí, subrayando que el resto del edificio le importa un rábano? La palabra “Ideal” fue dibujada en vertical, cayéndose por poco del borde de la columna y envuelta además, con un cordón negro. Si me tomo el trabajo de emplear una palabra de sentido tan efímero como “Oferta”, ¿por qué la eternizan con pintura indeleble? ¿Acaso hay ofertas inalterables? ¿Acaso es el sustantivo idóneo para listar los productos disponibles? ¿Son acaso eternos?

Si sigo mi camino y la ruta es propicia, posiblemente llegue a viejo. Llegaré cansado. Porque ya lo estoy. Sin ser aún un vejestorio no sabría anticipar con qué ánimo voy a llegar. Cuento con los inevitables achaques, las miserias del cuerpo y del alma. En el mejor de los casos, imagino mi vejez tranquila y más o menos satisfecha. No estoy seguro de que llegue alegre. Arrastrando problemas prostáticos, digestivos y respiratorios. El azúcar y la presión un poco altos. Cuidando los pocos dientes ante un irresistible y esquivo chicharrón, convocado a un mundo de papillas, poca sal, moderación y mesura. Y lo que es peor, sobrando en todas las esquinas.

¿No parece demasiado fogoso llamar a una casa de abuelos “Alegría de Vivir”? En esta Cuba de hoy —porque no estamos hablando de residencias de ancianos en el Koninkrijk der Nederlanden— ¿de verdad vamos a proponerles a nuestros machucados abuelitos un nombre como este? ¿Por qué? ¿Es que alguien piensa que el nombre inscrito en ese pedacito de cartón tabla saltará las carencias, la vulnerabilidad, el miedo incluso, de ancianos que ni siquiera pueden pasar sus horas postreras en la intimidad de un hogar propio? ¿Por qué nos hemos aficionado tanto a sustituir la realidad con el relato? ¿Por qué? ¿A quién pretendemos engañar?

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