Historia de una boda retrasada

No hay duda, nacieron el uno para el otro.

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La semana pasada recibo un encargo de Uber de recoger a una persona en cierto lugar de Miami. Cuando llego a la dirección indicada, frente a un edificio alto, de repente se abre la puerta y sale corriendo un individuo a medio vestir. Me explico mejor: tenía los pantalones puestos pero no la camisa, estaba descalzo y en una mano traía los zapatos y las medidas y en la otra un saco. De la boca le colgaba un clavel.

Ingresa de sopetón al carro y casi vocifera en una voz muy alterada y suplicante: “Corra, corra, que llego tarde”. Le explico que no se puede correr mucho, es viernes y la policía acecha. Vuelve a insistir y agrega: “Es que me caso”.

Wow. Esto solo pasa en las películas, me digo. Y le pregunto: “Oiga, por curiosidad, ¿qué le ha sucedido? ¿Algo serio?”. El cliente estaba calzándose los zapatos, ya había vestido la camisa y parecía, o estaba, mucho más interesado en arreglarse que en conversar. Esperé a que se calmara, terminara de ponerse el saco, la corbata que guardaba en uno de los bolsillos del saco, y colocara el clavel en el ojal de la solapa izquierda de este.

Fue entonces cuando se abrió. Resulta que el pobre hombre me cuenta que estaba retrasado para su boda porque se olvidó de que iba a casarse. Así como les estoy contando. Se había olvidado. La noche anterior se fue de despedida de soltero con sus amigos a un club, se pasaron de tragos. De ahí recalaron en otro bar para terminar la noche, la cosa se complicó y eran las 7 de la mañana y todavía seguía la parranda. La boda era al mediodía y yo lo recogí poco después de la una y media de la tarde.

“Imagínese, se me olvidó. Me desperté a las 11 pero se me olvidó la boda. No sé que me pasó por la cabeza. Si mi novia se entera, hay divorcio antes de casarnos”, me dice de lo más afligido. “Y después me mata”. Le digo que no, trato de tranquilizarlo con la explicación boba de que las mujeres acostumbran a perdonar esos detalles, algo que ni yo mismo creo. Pero el hombre ya se veía frito en el calderón de la furia de su novia. “Que no, que no, me lo va a estar recordando toda la vida”, se repetía. “Ya verá que la felicidad del día lo hace olvidar”, le contesté.

El caso es que en menos de 20 minutos logré depositarlo, todavía temblando, delante de la iglesia donde había un buen grupo de personas. Algunos con cara de resignación, otros de enojo y unos cuantos en un ambiente de sana diversión. “Están matando el tiempo”, me dije. “Si supieran la verdad de por qué llevan más de una hora esperando…”, pensé.

Pero al momento de detener el auto uno de los que esperaban al novio se destaca entre los demás y viene corriendo hacia el carro. “Ese es el padre de mi novia. Me va a destrozar”, casi gritó mi cliente. Seguía muy nervioso. Lo cierto es que el suegro abrió la puerta del auto y, sin dejarlo salir o hablar, le espetó: “Al fin llegaste. Al fin ha llegado alguien”. ¿Cómo que alguien?

Es que la novia tampoco había aparecido. También estaba retrasada. “La he llamado 10 veces pero no aparece. No se que habrá pasado”, decía el pobre hombre. Fue cuando el novio lo arriesgó todo: “¿Se habrá olvidado de que la boda era hoy?”.

A lo que el suegro contesta: “Que ni se le ocurra, con lo cara que me ha salido”. Y yo de lo más divertido escuchando el diálogo, porque mientras tanto el novio seguía sentado en el asiento de atrás. “A lo mejor se quedó dormida”, pensé yo.

En eso aparece una mujer totalmente vestida de rosado, debía ser una de las madrinas de la novia, con un celular en la mano y que le suelta al padre de su amiga: “Mire señor, Marianita me llamó. Dice que está retrasada porque ayer estuvimos de fiesta hasta el amanecer y ella se olvidó de la hora de la boda”.

No hay duda, nacieron el uno para el otro.

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