Antes que llueva en Centro Habana

Foto: Roberto Ruiz

Foto: Roberto Ruiz

Les advierto que jamás hay que leer todo un país en el destino de una sola persona, en su circunstancia pasajera o definitiva. Esto, de plano, es imposible. Así que para qué.

Es de mal gusto andar por ahí a la caza de símbolos gratuitos que supuestamente resuman el conjunto, indecible, de lo que hemos sido, somos o seremos como nación. (Los periodistas, claro, tenemos muy mal gusto).

Sin embargo, jamás hay que renunciar a leer esos fragmentos irrepetibles y esenciales de país que se revelan en la vida de cualquiera de nosotros.

Hay tanto niño risueño en Cuba que quizá a alguien se le ocurra exportar sonrisas infantiles. Pero nunca será más que propaganda política el procedimiento de fotografiar el rostro sonriente de un pionero para luego decretar de manera absoluta en la portada de un diario: “Somos felices aquí”.

Tampoco habría que perder de vista que ese niño, en el momento de la foto, por alguna o por muchas razones, está siendo feliz en Cuba. Punto.

La mayoría de las historias no quieren decir más que lo que rectamente dicen. Por ejemplo, que la miseria, el desamparo y la locura son una lluvia demasiado feroz, aunque en La Habana, a veces, haya papas y estén baratas.

***

Va a llover. Camino por Centro Habana con un amigo y una vieja está en el umbral junto a su hija, de unos 30 años. Me llaman para que las ayude a subir medio saco de papas hasta un segundo piso. Ellas han estado esperando que pase algún incauto. Cuando me acerco, la hija, que es la Escualidez con trenzas y en short de mezclilla, me repite automáticamente que suba con las papas (que pesan mucho más que ella) y no dice nada más. Solo aparta a un sato roñoso. La escalera y la habitación están casi sin luz (apenas un foco amarillo), hay fango en el piso, antiguos lamparones de humedad en las paredes. No veo muebles porque la peste a perro mojado lo inunda todo, me marea. Sospecho que es lo que tiene al propio perro sin fuerzas para ladrarme.

Yo asumo que esas papas es lo único que comerán en días. Cuando bajo, la vieja está hablando con mi amigo. Le está contando que su hija tiene problemas, que está así, distrófica, atontada, sobreviviendo, desde que nació. Su única hija, la pobre, que hasta se defecó en el vientre materno antes de venir al mundo.

Dice la madre que la culpa es del padre ausente, que se volvió alcohólico. Él era teniente coronel y fue miembro de la seguridad de un muy muy alto dirigente del país. Nos cuenta que vino con él hace muchos años para La Habana, porque ella es de Pinar del Río, de San Juan y Martínez.

Mi amigo bromea diciéndole que yo, casualmente, soy de los Martínez de allá, que mi abuelo fue alcalde del pueblo.

La mujer me mira fijo un instante, me agarra del brazo, y me hala con fuerza. Se pone a gritar con los ojos desorbitados:

– Es mío, es mío, es mío….

Yo me suelto de un tirón y ella sigue gritando histérica. Los vecinos de la calle Príncipe se ríen y nos dicen que está loca. Nosotros nos vamos de allí antes que empiece a llover.

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