A la tercera va la vencida

Podía ser a la quinta, a la vigésima o a la segunda, pero el dicho lo establece a la tercera para acuñar que la constancia es un magnífico argumento. Algo así como aquello de que “el que persevera, triunfa”, pero con la exquisita precisión de cuantificar el número de intentos.

¿De dónde surge esta expresión? Unos dicen que derivó de los Juegos Olímpicos Antiguos, donde la lucha conocía dos modalidades: la libre, en la que era preciso poner al adversario tres veces de espaldas sobre el suelo para ganar el combate; y la de pie, que exigía derribar en tres oportunidades al contrario.

Sin embargo, otras dos teorías también merecen atención, por razonables. Según una de ellas, el modismo proviene del Derecho Penal de los siglos XVI y XVII, que imponía la pena de muerte al tercer robo o hurto (ter furtum, en latín). Mientras, la otra aparece explicada con minuciosidad en el Diccionario Castellano del Padre Esteban de Terreros:

“En la milicia romana había los soldados llamados pilati o velites, armados a la ligera, y eran los del ínfimo pueblo y los bisoños, y éstos iban en la fila primera; en la segunda iban los que llamaban piqueros, bastati, y excedían en valor y mérito a los primeros; y en la tercera fila iban los que llamaban triarios y eran más valerosos, veteranos y sostenían a las dos filas precedentes, y de aquí vino el adagio de decir cuando se echaba el último esfuerzo: ad triarium ventum est, que en castellano decimos a la tres va la vencida o se echa el resto”.

Cualquiera que sea el verdadero origen de la frase, lo cierto es que resulta tan socorrida como la duralgina para la migraña. Fernando de Rojas la empleó en La Celestina en boca de Lucrecia (“¡Andar, ya callan! A tres me parece que va la vencida”), y hasta hace muy poco, en Madrid la repetían a menudo cuando la conversación giraba en torno a la tercera candidatura sucesiva de la ciudad para acoger las Olimpiadas.

Al final, ya lo sabemos, el COI no creyó en dichos populares…

A ojo de buen cubero

Érase una vez que no existían sistemas de medición precisos, y las cubas para almacenar líquidos –agua, vino y hasta etcétera- eran elaboradas de manera artesanal, una por una. Así, el cubero no tenía otro recurso que su “buen ojo” para que las vasijas adquirieran el mismo tamaño, y de tal circunstancia nació esta expresión para indicar que la medida del producto comercializado era aproximada, pues nunca se sabía con exactitud.

Otra versión escatológica muy difundida en México habla de un hombre (el cubero) que sacaba en cubetas el orine y las heces de los mineros de Pachuca. Aquel cristiano debía tener suficiente cuidado de que el recipiente no se llenara más de lo debido, so pena de embarrarse generosamente de desechos, pero tampoco resultaba conveniente que lo transportara con escaso contenido, pues la distancia a recorrer era considerable y eso provocaría un mayor número de viajes.

Hoy, en pleno año 2013, pese a contar con artilugios capaces de hacer mediciones infinitesimales, el hombre sigue fiando su suerte al “buen cubero” para picar tortas de cumpleaños, echar sal a las comidas, e inclusive para vender granos, carnes y viandas en el mercado agropecuario. Porque no vayan a decirme ahora que allí pesan los productos. ¿O sí?

Salir de la versión móvil