Aburrirse como una ostra

A los hombres nos gusta complicar las cosas. Pareciera que maquillarlas con tinta de cultura es el mejor camino para dignificarlas, y por ese camino muchas veces las historias terminan falseadas. Un buen ejemplo es la explicación que algunos dan al origen de este dicho.

Dicen los ‘académicos’ que “aburrirse como una ostra” se refiere al ostracismo, o sea, al destierro que decretaban los atenienses para los que consideraban enemigos de su sistema político, tras votarlo en la asamblea mediante un óstrakon (el trozo de cerámica rota en que se inscribía el voto). Alegan que el condenado al ostracismo, alejado de su país y su gente, debía aburrirse en grado sumo mientras cumplía aquella década de soledad.

Sin embargo, por más que he indagado, en ninguna parte he visto que los griegos de antaño utilizaran la palabra “ostra” como sinónimo de tedio. A mi modo de ver, el asunto es tan claro como el agua de los ríos del siglo XIV…

¿Acaso no es la ostra es la imagen más acabada del aislamiento y la inacción? El molusco de marras permanece inmóvil, pegado a las rocas y encerrado en sí mismo con enfermiza terquedad, hasta el punto de que abrirlo podría representar el decimotercer trabajo de Hércules.

Al final, ni las películas del realismo socialista, ni los culebrones mexicanos, ni los infelices proscritos de la vieja Atenas. Más aburrido que una ostra, nada.

A mí, Prim

Cuando algo les importa un comino, hay personas que apelan a este (hoy casi en desuso) simpático giro de raíces perdidas en la bruma de los textos.

Según varios expertos, la expresión la popularizaron los sainetes de Carlos Arniches, quien retrató los ambientes del Madrid popular y de los barrios bajos. A todas luces, aseguran, Arniches estaba parodiando una expresión muy extendida en la época de la Revolución Gloriosa (1868), que derrocó a Isabel II y en la cual se destacó la acción del general Prim.

Juan Prim estuvo implicado en toda una serie de acciones militares y políticas, y al hablar de la citada revolución, la gente creó la costumbre de decir “a mí, Prim”, para indicar que congeniaba con él y no con las causas de monárquicos y conservadores.

No obstante, otra versión también merece crédito, y es esta. Hace aproximadamente un siglo, había en Cuba dos labores de tabaco picado para liar cigarrillos que gozaban de gran popularidad. Una se llamaba Prim, en honor del citado general, y la otra se llamaba Canilla. Y era frecuente que cuando se hablaba de temas políticos muy comprometidos, alguien saliera de la situación con la broma de “a mí, Prim”, tomando aparente posición contra los conservadores de la restauración borbónica, pero enseguida añadía “o si no, Canilla”, para evidenciar que no estaba haciendo más que sacando a relucir sus preferencias en materia de tabaco. Vaya, que aquello no era más que jodedera.

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