Al que quiera celeste, que le cueste

Como la vida está tan cara, vamos a hablar de costos. Y la primera frase que veremos es la que titula esta columna, antiquísima y usada para indicar que quien pretende algo muy valioso deberá esforzarse mucho para conseguirlo.

Varios ilustres paremiólogos sostienen que su origen se vincula con el arte, porque en épocas remotas resultaba complejo obtener el color azul claro o celeste para las pinturas de cuadros y esculturas. Dicha tonalidad, a todas luces, solo podía alcanzarse a partir de una piedra preciosa: el lapislázuli. De modo que quien aspiraba a que su obra incluyera el celeste, debía pagarlo a bolsillo sufriente.

(El lapislázuli solo se encontraba en unos pocos lugares del Oriente. Con él se fabricaba un color muy resistente a la acción del tiempo, y su rareza y los costos de su transportación hicieron que su valor fuera comparable al del oro. Cuando los papas y los grandes señores del Renacimiento encargaban un cuadro, se estipulaba por contrato cuánta pintura de oro y cuánto azul de ultramar entrarían en la obra).

El modismo en cuestión se emplea habitualmente con sentido irónico, y es válido para todos aquellos que, calcinados por la resolana en las afueras del Consulado de la Madre Patria, protestan incesantemente mientras hacen la cola para poder viajar a España. “¿Quieren Mediterráneo? ¡Que les cueste!”, pensarán los generosos funcionarios de la delegación ibérica.

Costar un ojo de la cara

Durante las expediciones para conquistar “las Indias”, el conquistador manchego Diego de Almagro perdió un ojo por causa de una flecha en el asedio a una fortaleza inca. Al regresar a España se presentó ante el rey Carlos I y, al rendirle parte de su gestión en las nuevas tierras, lamentó que “defender los intereses de la Corona me ha costado un ojo de la cara”.

Ello ocurrió –el flechazo- en septiembre de 1524, y medio milenio después todavía la frase discurre por doquier cada vez que se pretende hacer referencia a los altísimos precios de un artículo o empresa.

Pobre Diego de Almagro. Perder un ojo (de la cara), acuñar una expresión inmarcesible, y que algunos la deformen con variantes como “me ha costado un riñón” o “cuesta un huevo”.

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