Bobby y El Ogro

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?

Fischer poseyó el mismo coeficiente intelectual del viejo Einstein. Kasparov, inclusive, supera al padre de la relatividad. Fischer aborrecía muchas cosas, desde la sangre judía de su madre hasta sus compatriotas. Kasparov odia a Putin, despotrica del presidente de la FIDE y sataniza al comunismo. Fischer era un martillo para sus adversarios. Kasparov, una hoz incontenible. Bobby fue un tipo arisco. El Ogro se sonríe con los dientes apretados. Vaya dos…

Con perdón de ese libro incunable, Capablanca, ellos han sido los más grandes. Tejieron sus leyendas con los hilos del ego y las agujas de la desfachatez, exprimieron toda la sangre que le puede brotar a los tableros y al final, en sagrado ejercicio de onanismo ajedrecístico, legaron el orgasmo de sus ejecuciones. Ambos tenían la perseverancia obsesiva del capitán Ahab, la insolencia de John McEnroe y el hambre de una ballena azul: juntos, fecundaron a media humanidad con su modo de hacer el ajedrez.

Por su culpa me enamoré del juego ciencia. Era apenas un niño cuando supe de Fischer, el rey de los desplantes, y me vi –como él– olvidando la escuela con aquel lapidario argumento de que “los profesores son unos incapaces”. Pasó el tiempo, pasó el águila de siempre por el mar, y en plena adolescencia me estremeció Kasparov, pura y dura vehemencia intelectual, en sus duelos contra la gélida oposición de Tolia Karpov.

Habría que ser demasiado envidioso para no envidiarlos. Fischer era un carácter. Kasparov, un animal competitivo. En el florecimiento de la Guerra Fría, el norteamericano se enfrentó a la rutilante, inigualable escuela de la URSS, y la venció aplastantemente desde la provechosa soledad del estudio individual. Mientras, el azerí significó el hijo del cambio, la cara deportiva de una Perestroika que enfrentó al niño mimado del PCUS en una porfía más mediática y trascendental que las que sostuvieron Alí-Frazier, Johnson-Bird o Sampras-Agassi.

Fischer fue irrepetible desde su proverbial aspereza. Desnucó en matches sucesivos a Taimanov y Larsen, liquidó a Petrosian y llegó a la disputa del trono de Spassky con la tranquilidad del que no pide tregua porque siente que no la necesita. “Nos hemos enfrentado cinco veces. Él venció en tres ocasiones e hicimos dos tablas. Pero yo soy más fuerte y un match largo me va a favorecer”. Así rompió 35 años de dominación soviética en el ajedrez para convertirse en el primer americano de la historia que alcanzó el Campeonato del Mundo.

Para mi gusto, se trató de una máquina de pensamiento en carne y hueso cuyo estilo vivía de una mezcla de hondura teórica, ambición irrefrenable, certeza táctica, saciedad estratégica y ciega autoconfianza. Podía recrear de memoria cada partida jugada de 1898 en adelante. Lloraba como un bebé si lo vencían. En Bobby Fischer, razón y locura se daban la mano hasta llenar su biografía de contradicciones, edificando de manera simultánea el mito del genio en estado natural y la leyenda negra del villano. Héroe y antihéroe. Cara y cruz. Dios y mortal. Al final del camino, cinco personas fueron a sus funerales. Tenía 64 años, uno por cada escaque del tablero.

Igualmente, Kasparov es un personaje único. Modélico. Un comodín contra el aburrimiento, la producción en serie y el temor (o la tirria) a parecerse a los demás. Ningún campeón mundial se coronó más joven, ni nadie consiguió ejercer –Michael Jordan aparte– un predominio tan avasallador a costa de su generación. Tan solo Karpov levantaba la cabeza cuando Garri se enfadaba, pero siempre estuvo claro que a Kasparov le asistían razones para sobresaltar y someter. Aun las computadoras lo supieron.

Hizo lo que le vino en ganas. Número uno durante casi veinte años, némesis de la FIDE, recordista en coeficiente ELO hasta que Magnus Carlsen, su discípulo, lo rebasara. Ganaba donde iba, sonreía –apretados los dientes– dondequiera que jugaba. Decir su nombre era decir Satán, Luzbel, la muerte del que se le cruzaba, mesa por medio y piezas de colores encontrados. Bien lo sabe Topalov, contra quien calculó ¡18 movimientos! antes de un sacrificio de torre en Wijk aan Zee, años noventa. Le decían El Ogro, y muy difícilmente exageraban.

MI VOTO: Bobby Fischer. ¿Que era misógino? Verdad. ¿Y paranoico? También. ¿Antisemita? Sí, confeso. Pero por encima de todos sus defectos –sus sonoros y horribles defectos-, los que saben amar el ajedrez sienten veneración eterna por su juego. Yo llegué al ajedrez por este hombre, y se lo debo.

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