Dar gato por liebre

Los cubanos conocemos en carne propia el dicho que da nombre a esta sección. En los años más duros del Período Especial –¿recuerdan?- se popularizó la práctica de dar, literalmente, gato en vez de conejo, frazada por bistec, y hasta hubo quienes, alevosos, reemplazaron el cerdo por el aura tiñosa. Y, lo aclaro, no todos vomitaron…

Pero al final de cuentas, dar gato por liebre es una estafa, aun cuando usted le coja el gusto a los mininos y después se la pase rondando los tejados (como ocurrió en lugares que me conozco bien). Estirando el sentido del modismo, equivale a dar, bajo la apariencia de legitimidad, un artículo o servicio de inferior calidad a la que solicita –incluso paga- el otro bando.

Todo empezó en la mala fama proverbial de las comidas en las antiguas posadas, mesones y tabernas, donde se solía servir carne de gato en lugar del conejo, cabrito o cordero que se anunciaba a los clientes.

La costumbre estuvo tan extendida que la literatura del Siglo de Oro hizo frecuentes alusiones irónicas, lideradas por Quevedo (“que lo que es gato por liebre/siempre lo vendió en su trato”, Romance LXXII) y Cervantes (“no hay para qué venderme a mí el gato por liebre, presentándome aquí a Melisendra desnarigada, estando la otra, si viene a mano, ahora holgándose en Francia con su esposo a pierna tendida”, El Quijote).

Tanto era el descrédito de aquellos cuchitriles, que los comensales dieron en practicar un conjuro previo a la degustación, el cual recitaban junto al plato recién servido:

“Si eres cabrito, mantente frito;

si eres gato, salta del plato”.

Así decían, esperando que el exorcismo los librara del engaño. Pero la carne asada no saltó jamás y, felizmente devorado, el gato siempre terminó maullando en sus barrigas.

¿Quién le pone el cascabel al gato?

Lo anterior es tan difícil responderlo como la célebre pregunta sobre el huevo y la gallina. Varias versiones literarias hay que toman la interrogante como meollo de la historia, y todas desembocan en la misma moraleja. Esta es, que se precisa audacia para encarar determinadas tareas esenciales cuya ejecución implica riesgo.

El dicho parece tener su origen en un cuento del siglo XIV recopilado en El Libro de los Gatos. Pasado el tiempo, Lope de Vega se apareció con una de sus ingeniosidades:

“Juntáronse los ratones,

para librarse del gato,

y después de un largo rato

de disputas y opiniones,

dijeron que acertarían

en ponerle un cascabel;

que, andando el gato con él,

librarse mejor podían.

Salió un ratón barbicano,

colilargo, hociquirromo,

y encrespando el grueso lomo,

dijo al senado romano,

después de hablar culto un rato:

“¿Quién de todos ha de ser

el que se atreva a poner

ese cascabel al gato?”

Sin embargo, la verdadera popularidad de la expresión se la dio Félix María de Samaniego en su fábula “El congreso de los ratones”. Allí, los roedores que vivían en la casa de un granjero se sentían amenazados por un gato que les impedía salir de su escondrijo en busca de comida. Por eso, convocaron a cierta reunión en la que uno de ellos propuso colgar un cascabel del cuello del felino para poder oírlo cada vez que se moviese. La propuesta fue vitoreada por todos hasta que el más viejo de los ratones, sabichoso, preguntó quién le iba a colgar el cascabel al gato. Y nadie supo contestarle.

Más allá de la fábula, no es ficción que en muchos países se acostumbra a poner cascabeles a los gatos, en un intento por localizarlos y para proteger a la fauna de la localidad. Es más: en un pueblo perdido de Montana, Estados Unidos, existe una ley que reza: “Los gatos deberán llevar tres cascabeles que con su sonido anuncien su proximidad a los pájaros”.

Lo triste de esta historia es que entre los humanos también hay mucho gato sigiloso que debiera, por dictado de la ley, llevar cencerro.

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