El Niño y el Capitán

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?

Hay dos números que nunca me habría atrevido a poner en el dorsal de mi camisa de pelota. Más que por humildad –que no es mi lado fuerte, ya se sabe-, por puro y elemental respeto a los dos peloteros más grandes que me ha tocado ver en Cuba. La gente, creo yo, debiera ser más comedida cuando llega el momento de colocarse un número en la espalda…

Pero bueno –esto también se sabe- acá no somos dados a canonizaciones, de manera que muy difícilmente serán retirados algún día, como ese redentor “42” de Jackie Robinson que ya nadie se puede poner en Grandes Ligas. Porque hay cosas sagradas en la vida: los niños, el buen vino, el sexo, el pecho de las madres, los inviernos, la langosta Thermidor, Borges, Vallejo y la pelota. Poco más.

Así, como mismo camina por el filo de la navaja quien se encasqueta el “4” de Lou Gehrig, me parece demasiado temerario, soberbio y aun sacrílego, salir a consumir un turno al bate –a estadio lleno y con la luz de un montón de bombillas en el lomo- con el “10” de Omar Linares o el “14” de Luis Giraldo Casanova.

Juntos, los pinareños eran suficientes para parar a un escuadrón de acorazados. Su one-two, similar a la caballería de Atila, superior a otros binomios inmortales como Muñoz-Cheíto, Pacheco-Kindelán y Pedro Luis-Romelio, descuartizaba pitchers con la misma soltura que el matarife clandestino deja en hueso la gorda mansedumbre de la vaca.

Solo era posible comparar al uno con el otro. Nadie cabía entre los dos. Ni Víctor Mesa. Había quien prefería al bravo Capitán de jonrones alcohólicos; muchos, en cambio, le apostaban al Niño retraído que jugaba a burlar la barrera de los .400 de average.

Una vez, con la tranquilidad imperturbable del que se come el postre, Casanova me dijo: “A mí no me gusta hacer esa comparación porque a Linares lo crié yo. Me lo dieron de muchachito y lo llevé hasta que me fui de la pelota. Pero al final de cuentas, con 14 años ya él estaba en un Mundial Juvenil y a esa edad yo solo andaba por la EIDE. El Niño tenía más talento”.

Todo apunta a que es cierto. Como Ken Griffey Jr., Omar Linares daba la sensación de haber sido diseñado en las supercomputadoras del Pentágono. Olvidemos por un momento las distancias existentes entre aquella pelota y la nuestra: bateaba a lo Ted Williams, fildeaba a lo Brooks Robinson, corría a lo Rickey Henderson. Era el software perfecto metido en un físico perfecto para jugar al béisbol a la perfección.

Linares podía dar batazos de 500 pies, pero casi se hastió de embasarse con toques de bola. Y si no robó 500 almohadillas fue por falta de ambiciones. Nadie daba mejor la vuelta al cuadro, ni tiraba tan fuerte desde la raya misma, ni tenía reflejos tan exactos. En Atlanta dejó a todo el Fulton County con los ojos salidos de las órbitas al despachar tres vuelacercas, uno por cada banda del terreno. En Winnipeg pegó el cuadrangular que nos clasificó para los Juegos Olímpicos de Sydney, y fue esa la única vez que lo vi demostrar una emoción cuando chocó sus manos y levantó una nube de pez rubia sobre el home.

Hank Aaron, ese señor de los jonrones, lo llamó “verdadero fenómeno”. Mientras, el as Robin Ventura le puso años atrás un pedestal inmejorable: “Considero que en estos momentos ningún antesalista sobresale tanto como yo en las Grandes Ligas -declaró. Pero no me considero el mejor del mundo. El mejor es el cubano Omar Linares, que batea, fildea y corre más que yo”.

A Casanova también lo querían ‘allá arriba’, pero él rechazó tantas ofertas que llegaron a apodarlo “el millonario pobre”. No fueron pocos –ni tampoco advenedizos- los que vieron en él a Roberto Clemente redivivo. Dueño de cada una de las herramientas que en el béisbol son, era capaz de hacerlo bien en cualquiera de las posiciones al campo, y encima de eso, lideraba.

Lo recuerdo con toda nitidez, doblando por segunda con aquel ‘espendrú’ rematado por dos patillas largas. No era espectacular, casi no hablaba. Sin embargo, ejercía un magnetismo extraño sobre los dugouts. Jorge Fuentes ha dicho que en momentos difíciles, Casanova se plantaba ante el grupo y lo espoleaba: “Aquí lo que hay es que ponerse los cojones y salir a ganar, los pendejos que no entren al terreno”. No por gusto, José Miguel Pineda estiraba la entrega del line up hasta el último momento, a la espera de que el Capitán saltara al campo por la zona del left field. Entonces, nada más divisaba la figura del moreno con los bártulos al hombro, comentaba con una sonrisa: “Ya ganamos”.

Una vez, escribí: “Jamás he vuelto a ver, ni aquí ni en Grandes Ligas, swing igual. Y no exagero. Me alborotaba -niño febril, gritón, apasionado- cada vez que aquel negro ‘rompía’ las muñecas haciendo un círculo perfecto y abría entonces los brazos mientras la pelotita -pobre, pobre- viajaba sin costuras rumbo al cielo, y en las gradas gritaban los tirios y aplaudían con respetuosa pesadumbre los troyanos”.

MI VOTO: LG Casanova. Es un hecho que el Niño Linares carece de parangón en las Series Nacionales, pero el “14” no le fue muy a la zaga en facultades y le sacó dos cuerpos en capacidad de mando y magnetismo para la tribuna. Si no hubiera elegido la vida bohemia que adornó su carrera, seguro habría superado la cifra de 400 bambinazos, pero el béisbol cubano –tan propenso a parir héroes monótonos- se habría perdido las páginas más deliciosas de su anecdotario.

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