El Torpedo y El Tiburón

 

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis nostalgias?

Dentro del agua, dioses. Fuera de ella, simples mortales con tendencia a fracasar. Dos atletas gigantes que probaron que el único escenario natural del hombre no es la tierra, y que toda la gloria del mundo puede reducirse a una piscina.

El de Australia, Ian Thorpe, alcanzó la categoría de héroe cuando retó y pulverizó a los norteamericanos en los Olímpicos de Sydney. Tenía una imagen pulcra, 195 centímetros de fibra muscular y una sonrisa deslumbrante que lo pusieron a la altura de sus compatriotas más famosos, llámense Russel Crowe, Nicole Kidman o Mel Gibson.

Llegó a ser invencible. Peleaba únicamente contra el tiempo, hasta el punto de que estableció dieciocho récords del planeta. Sabía lucir una elegancia que empezaba en la envergadura de sus brazos, combinada con un pateo que seducía a mi novia de ese entonces. “Nada como un delfín”, decía ella.

Cierta vez, creo recordar que en medio de unos Juegos de la Mancomunidad, The Daily Telegraph publicó el siguiente titular: “Noticia de última hora: Ian Thorpe no rompió un récord del mundo”. Demasiados ojos había sobre él, hasta que un día lo derrumbaron: a las 2:53 de la tarde del 21 de noviembre de 2006, apenas con 24 años, el muchacho anunció su retiro alegando “fatiga mental” y “desmotivación”.

Cinco títulos olímpicos y once mundiales no habían sido suficientes para librarlo de su sino sombrío. La autobiografía del Torpedo reveló frecuentes crisis depresivas y problemas de adicción a la bebida, en especial tras su frustrado regreso a las piletas para competir en Londres 2012.

Paradojas que tiene la vida. En la misma ciudad donde llegó a la gloria, hubo que recluirlo en una clínica de rehabilitación después de que la policía lo recogió de madrugada, vagando desorientado por las calles. Ya lo decía un siquiatra cuyo nombre no alcanzo a recordar: los campeones son propensos a la bipolaridad, y en ellos conviven un elevado componente narcisista y una gran fragilidad mental.

Amante del café, del cine, de Los Simpsons, hace un tiempo salió del armario con un “quiero decirle al mundo que soy gay”. Eso, tal vez, haga un poco más fáciles las cosas para el más glamoroso de todos los hombres que se han lanzado al agua.

El de Estados Unidos, Michael Phelps, consiguió tantas medallas como nadie en las citas estivales. Bajo los cinco aros, El Tiburón de Baltimore escribió una novela en varios tomos que se resume en veintidós preseas, dieciocho de ellas con el mejor de los colores.

Olvidemos al viejo Mark Spitz: por mucho, Phelps ha sido el más grande de la historia. Pocas veces la fábrica de ídolos norteña encontró un ejemplar tan adecuado para encarnar y vender las mercancías “poder” y “victoria”. Pocas veces un ser humano estuvo tan por encima de los otros.

Lea sin espantarse: si El Tiburón fuera incluido como un país en la clasificación histórica de los Juegos Olímpicos, se ubicaría en el lugar 40. Él solo, con tres lides cuatrienales a cuestas, ganó más que naciones como México, Egipto y Jamaica.

Personalmente, siempre admiré más su carácter que su estilo. Quiero decir, esa voracidad, ese mirar a los relojes sin un esbozo de sonrisa, en plan “i’m a tough man”. En siete años completos, Phelps solo se ausentó en cinco ocasiones de los entrenamientos, y nadó ochenta kilómetros a lo largo de cada semana de esos años. O sea, el equivalente a un viaje de ida y vuelta desde Baltimore a Sydney.

Invencible en la alberca, Michael Phelps ha sido sistemático cliente del escándalo. Lo han arrestado por conducir a exceso de velocidad, y por hacerlo bajo los efectos del alcohol. Ha aparecido en una fiesta de universitarios mientras fuma marihuana. Se le ha visto sobando el costado de una stripper en un club de Las Vegas.

Sí. Contrario a lo nos hizo creer durante años, es humano.

MI VOTO: Phelps. Que no le va a la zaga a Alí, Jordan ni Merckx. Que tiene de villano, y eso siempre es un punto favorable.

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