Estar a dos velas

La expresión que titula ha caído en desuso, suplantada por otras más populacheras como “liso”, “pasmao”, “sin un medio” o “Palmiche como el caballo de Elpidio”. Sin embargo, todavía sobrevive en algunos ancianos para aludir a la carencia de recursos financieros.

En su Gran Diccionario de Refranes, José María Sbarbi dice: “Parece proceder esta frase de que, como en las iglesias, después de terminadas las funciones religiosas se apagan todas las luces menos dos que quedan delante del sagrario, y como éstas alumbran poco para el espacio tan grande de aquellas (de las iglesias), puede decirse que quedan tristes y medrosas y, por lo tanto, se compara con el ánimo del individuo que no tiene dinero”.

Sin embargo, su tocayo Iribarren apunta no estar convencido de esa explicación, y señala que el modismo deriva de que hace mucho tiempo, en las timbas y partidas de naipes, el banquero solía actuar entre dos velas. En este supuesto, dejar al banquero a dos velas o quedarse a dos velas equivaldría a dejarle al banquero sin un céntimo.

Hay que añadir, empero, que últimamente la expresión se utiliza con frecuencia para referirse a que ha transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se hizo el amor. Así, en dependencia del contexto, “estar a dos velas” quiere decir “estar pelado” o “padecer espornosis”. Que es como el hambre, pero más punzante.

Vérsele el plumero

Inicialmente, esta frase se aplicaba a la persona que dejaba ver sin equívocos sus intenciones políticas, pero su empleo se ha generalizado para indicar que alguien deja traslucir sus intereses, ideas o defectos, por más que se esfuerce por disimularlos.

Muchos expertos sitúan su origen en el uniforme de la otrora Milicia Nacional -cuerpo de voluntarios instituido en las Cortes de Cádiz en 1812-, cuyos integrantes cubrían sus cabezas con un gorro militar coronado por un llamativo penacho de plumas, lo que hacía que se les divisara de lejos, incluso entre la multitud.

No obstante, me inclino a pensar que la raíz es mucho más antigua y se remonta al siglo VI antes de Cristo, cuando Esopo nos legó para siempre esa fábula exquisita, “La corneja y los pájaros”.

Cuenta el griego que Júpiter quiso nombrar al rey de los pájaros y ordenó que estos comparecieran ante él para elegir al más bello de todos. Consciente de su fealdad, la corneja recogió las plumas desprendidas del cuerpo de otras aves y se las prendió en el pescuezo.

Así, al llegar el día señalado la corneja resultó tener el plumaje más vistoso, y a punto estaba de ser coronada cuando los demás pájaros, molestos por el engaño, le arrancaron del penacho las plumas que les pertenecían. De modo que la corneja, devuelta a su lamentable imagen prístina, no logró el premio por causa de que se le vio el plumero, es decir, su penacho de plumas ficticias.

Definitivamente, mi país está repleto de cornejas.

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