Me lo dijo un pajarito

A veces, este modismo puede ser tan fastidioso como un dolor de muelas. Sobre todo cuando sale de boca de la vieja chismosa del barrio, o del aborrecible correveidile de los jefes.

Eso, porque se trata de un dicho que alude socarronamente al conocimiento de una noticia confidencial, de la cual se pretende mantener en el anonimato a su informante. Por ejemplo: “Me enteré que tu marido se fue de la casa”. “Así mismo es, Ruperta. ¿Puedo saber cómo lo supiste?”. “Ah, bueno, me lo dijo un pajarito”…

En efecto, es indignante. Y el pobre pajarito (¿será acaso un totí?) carga las culpas. Aunque, a decir verdad, las aves siempre han tenido fama de ser portadoras de malas o buenas nuevas, y tanto en la literatura como en la Biblia abundan muestras. Así, en el capítulo X del Eclesiastés se lee: “Ni en los secretos de tu cámara digas mal del rico, porque las aves del cielo llevarán la voz, y las que tienen alas harán saber la palabra”.

Simple y llanamente, entre los pájaros y el hombre ha existido siempre una suerte de conexión espiritual. Los chamanes predicen el futuro observando su vuelo y su canto. Y con palomas mensajeras se enviaron los primeros sms de la historia. Lástima que Ruperta, evocando a los pájaros, les haga tan flaco favor.

El Capitán Araña

Si es cierto lo que cuentan, era éste un tipo deplorable que vivió a fines del siglo XVIII. Se llamaba Arana o Aranha y era vasco o portugués, según tuviera un apellido u otro, e hizo fortuna en las costas ibéricas reclutando voluntarios para embarcarlos rumbo a América.

Por entonces, la insurgencia desencadenada en los territorios españoles de ultramar había obligado al gobierno a alistar grandes cantidades de hombres para hacer frente a tanta agitación. Fue en esa circunstancia que ganó fama y fortuna el capitán de marras, quien llegó a desempeñar su misión con eficacia extraordinaria. Sin embargo, jamás subió a una nave.

Es decir, que nuestro hombre desaparecía a la hora de embarcarse él mismo, quedando en tierra mientras los otros iban a encarar todo el peligro. Y tal actitud, tan astuta como poco honorable, se abrió hueco en el habla popular para describir a la persona que compromete a otras en una aventura o problema, pero luego (llegada la “hora de los mameyes”) se abstrae de participar del trabajo.

Nada, que el viejo capitán Araña resultó defensor de una consigna que de niño escuché centenares de veces, pero que a día de hoy solo enarbolan los pasajeros habituales del P-12: “El que empuja no se da golpes”.

Y el que camina para el fondo tampoco, agrego yo.

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