Pestano y El Pianista

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis afectos?

Si el pitcher es el dueño del partido, el receptor es el dueño del béisbol. Nadie como él tiene el terreno de frente, y nadie está más facultado para ubicar al cuadro y los jardines, y nadie sabe dirigir mejor al lanzador. A menos, claro está, que se trate de un receptor mediocre.

Pero cuando el enmascarado tiene galones suficientes, es una falta de respeto ver cómo algunos managers pretenden llevar los hilos del pitcheo desde el banco. Por desgracia, esa tendencia está ahora (y hace rato) de moda en la pelota nacional. Que es algo así como una esponja para las enfermedades.

Del año ochenta para acá, el que escribe se precia de haber visto a todos los catchers respetables que han pasado por las Series Nacionales. Unos brillaron en el uso del barquillo, como Pedro Medina, Pedro Luis Rodríguez, Juan Manrique… Otros (digamos, Albertico Martínez, Alberto Hernández o Roger Machado) sentaron cátedra agachados detrás del home, armados de esa indumentaria de caballero medieval que viste al jugador más sacrificado del diamante.

Sin embargo, hubo dos máscaras que sobresalieron. A mi modo de verlo, deslumbraron, y su clase fue tanta que hicieron parecer pequeños a los otros. Uno era de Pinar, se llamaba Juan Castro y le decían El Pianista porque recibía los piconazos con un simple movimiento de mascota, sin bloquear el envío con el cuerpo y el guante, según mandan las normas. El otro fue de Villa Clara, decía Ariel Pestano en el dorso de su chamarreta, y despertó codicia en los scouts más avezados de las Ligas Mayores del Béisbol.

Juan Castro… Ariel Pestano… Cada uno, una época en lo suyo. Ambos con un número que nunca les fue aciago, el “13”. Magos y arquitectos. Con receptores como ellos en activo, la crisis del pitcheo nacional sería menos notable. Eso, seguro.

Castro revolucionó la posición en Cuba. Era capaz de recibirle sin señas al mismísimo Rogelio García (en cierta época de su carrera, un lanzador descontrolado con 99 millas en la recta), y significó una pieza clave en la creación de lo que ha sido el staff más rutilante de la pelota post-revolucionaria: además del Ciclón de Ovas, los tabaqueros encaramaban en el box de las Selectivas a Julio Romero, Félix Pino, Jesús Guerra, Juan Carlos Oliva, Mario Negrete, Maximiliano Gutiérrez…

Maestro de maestros, solo salía a buscar el foul fly -¡tan fino era su oído!- cuando existían posibilidades reales de alcanzarlo. Lo recuerdo durante los Panamericanos del 87, contra un tremendo equipo de Estados Unidos y dando clases de elegancia con los lanzamientos wild del zurdo Omar Ajete. O encarado con Lázaro Vargas, la careta en la mano y el corazón caliente, a punto de estallar. Lo recuerdo cuan alto lo puedo recordar, inteligente, impositivo, grande.

También Pestano era un jugador acalorado. De esos que llegan al estadio, más que a ganar el duelo, a exponer el orgullo. Por eso lo expulsaron varias veces, y por eso le dio recitales de improperios a varios de sus pitchers, y por eso su última imagen fue la de un hombre con la mano en los testículos, mirando hacia un dugout entre eufórico y rabioso.

Nadie dejó números similares en la receptoría (las estadísticas, ya lo sabemos, no dicen la palabra definitiva en la pelota, pero suelen decir la antepenúltima y la penúltima). Ni siquiera Juan Castro se le pudo acercar integralmente, atendiendo a indicadores como average defensivo, porcentaje de cogidos robando o errores cometidos. Baste con apuntar que el propio Iván Rodríguez -13 veces Guante de Oro en Grandes Ligas- dijo que Pestano parecía un shortstop detrás del plato.

Estos dos personajes, el verde y el naranja, son el alfa y omega de la posición entre nosotros. Bateaban poco, es cierto, pero suplieron tal carencia con una habilidad inimitable para fildear todo lo que les mandaran para el home, y bloquearle la entrada a los contrarios afanosos por subir una carrera al marcador, y llevar la batuta de la orquesta con mano firme y lúcida.

Cada vez que me acuerdo de ellos, entiendo que cualquier tiempo pasado fue mejor.

MI VOTO: Por una nariz, para Juan Castro, el único artista natural –con Germán Mesa- que ha jugado en las Series Nacionales. Tanto arreo, tanta estatura, tanto peso corporal, tanta presión, y aquel tipo bailaba como si el mundo fuera una esfera con costuras hecha a la medida justa de su guante.

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