Pito y Despaigne

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis afectos?

De Babe Ruth a la fecha (es decir, en los últimos cien años), el espectáculo del béisbol lo hacen los jonrones. Nada hay en el mundo del diamante, ni la temeridad del robo de una base, ni el estallido de la recta en la mascota, que se pueda comparar con el batazo por encima de las cercas, activador de gradas y pizarra. Ya se sabe: los goles son amores, y el jonrón es un gol fabricado con los brazos.

En Cuba nos han llovido jonroneros. Yo no olvido al abuelo Dagoberto cuando me hablaba de Roberto Ortiz y Tarzán Estalella, pero tampoco puedo desprenderme de la imagen de aquellos bombarderos de mi infancia: Muñoz, alzándose las mangas en el home; el malogrado Pedro José Rodríguez, que pudo y debió ser nuestro Hank Aaron; Casanova, un talento por encima del alcohol; Medina, despachando pelotas por el center; Don Marquetti, que se metía en la guerra con un doble swing…

Sin embargo, esa constelación hizo una parte de su historia (o toda) utilizando bates de aluminio, que entraron en escena a contrapelo de la tradición. Otros siguieron luego haciendo gloria –a quitarse la gorra con Kindelán, Junco, Linares, Gabriel Pierre-, hasta llegar a un pobre diablo que el país menospreció porque, se dijo, no era el mismo en eventos internacionales. Tan ingrata las más de las veces, la gente no ha querido reparar en que aquel hombre, Joan Carlos Pedroso, disparó la mayor parte de sus 300 estacazos con madera.

El gigante tunero (un primera base extraordinario) significó el antecedente histórico de los jerarcas. Seguramente, los dos bateadores más completos de las Series Nacionales, en competencia con el Niño inmortal de San Juan y Martínez. Un binomio de miedo, capaz de contender al mismo tiempo –año tras año- por los lideratos de cuadrangulares y average.

El de Cienfuegos, José Dariel Abreu, le pegaba a la bola con esa fuerza más que tienen los peloteros únicos. Ningún antesalista le jugaba al nivel de la almohadilla; ningún fanático quería verlo en contra de su equipo. Esperaba el envío indicado con la calma de un inglés en la estación de trenes, y embestía la esférica por medio del contacto brutal de 230 libras conducidas con técnica perfecta. Para mí, la mecánica de Pito solo podía compararse en excelencia con la de Frederich Cepeda. Acaso con la de Michel Enríquez.

Hay algo más allá de su talla y corpulencia, algo inefable que identifica al elegido entre los uniformes dispersos por el campo. Pura estampa de estrella, José Dariel Abreu estaba on deck y uno tenía la sensación de que el “79” de su espalda despedía llamas. En el abarrotado 5 de Septiembre, cuando el play off tremendo contra Villa Clara, estuve suficientemente cerca de él para sentir que olía a pólvora. (Por supuesto, se trata de un engaño de la señora sugestión, pero ese olor no lo he sentido nunca, ni antes ni después, en el terreno).

En un torneo que agonizaba lentamente –lacerado por el estímulo exterior y el desestímulo interior-, Abreu significaba la atracción de lujo. Era león y domador, bestia y jinete, y si no acaparó más titulares fue porque siempre tuvo un pura sangre resoplando al lado suyo.

Como Andrés Simón, Yarisley Silva o Conrado Marrero, Alfredo Despaigne es la excepción que confirma la teoría del somatotipo. Él dista de llegar a los seis pies; sus batazos aterrizan a más de 400. Es un monstruo (el calificativo “monstruo” no lo he escrito muchas veces en mi vida), constructor de una leyenda levantada con los ladrillos de la calidad.

Ya se sabe: el disparate más costoso de las Ligas Mayores lo firmaron en Boston con la venta de Babe Ruth a los Yankees, y el de los campeonatos cubanos correspondió a Santiago cuando aceptó la ida de Despaigne rumbo a Granma. Las Avispas ahora lo lamentan, sumidas como están en una suerte de reprís de la añeja Maldición del Bambino.

Despaigne –quien no juega en Grandes Ligas porque no le ha interesado- suple todas sus carencias en home plate con el swing más vertiginoso que recuerdo. El pitcher lanza y “bum”, el núcleo de la píldora revienta ante una fuerza en ruta circular que alguna vez estudiarán los físicos de Harvard, conmovidos. Si no fuera porque existió Lou Gehrig, yo entendiera que le digan El Caballo.

MI VOTO: José Dariel. Más temprano que tarde, los vientos de Chicago soplarán cada vez que se escuche su nombre por la amplificación. Ojalá que cupiera en Coopertstown.

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