Sotomayor y Robles

¿Quién gana en mis simpatías? ¿Quién, en mi admiración o mis afectos?

Integralmente, el tipo era un demonio. Habían puesto en su cuerpo todos los ingredientes para volar las vallas como si fueran simples, diminutas caravanas de insectos, y él volaba sobre las hormiguitas y las migas de pan y el hormiguero, y aun hubiera volado sobre nidos de ametralladoras y trincheras siempre y cuando las colocaran con exquisita precisión, a 9.14 metros una de otra.

Integralmente, insisto, fue genial. Careció de la estabilidad de Greg Foster, la velocidad de Colin Jackson, el insólito brío de Roger Kingdom, la técnica de Anier García y la durabilidad del fenómeno Allen Johnson, pero cuando nos adentramos en el bosque encontramos en él a un árbol formidable. Una sequoia negra, si es que existen.

Nunca voy a olvidar aquella escena que llegó a ser habitual: el crucifijo enorme rebotándole en el pecho, los espejuelos aferrados a las sienes como con goma loca, la lycra roja, el índice apuntando hacia las nubes… Un pasaje que está inmortalizado sobre la línea de meta de Juegos Olímpicos, Mundiales y Panamericanos. Un pasaje imborrable, inclusive, para sustancias agresivas como el odio o las envidias.

Digo esto, y usted sabe muy bien por qué lo digo. Hubo un momento en que, después de conquistar las plazas más difíciles (Europa, América y el INDER), Robles quiso zafarse del joystick y andar por sí mismo, ignorante de que podía haber obstáculos más complicados que las vallas y los hormigueros y los nidos de ametralladoras. El más grande de todos fue una puerta, y esa puerta se la cerraron en la cara.

En ese justo instante, la rigidez mental mató al atleta al tiempo que oxigenaba la leyenda. Así, poco faltó para que Dayron Robles alcanzara categoría de mártir. Camiones iban y venían, todos llenos de tierra destinada a sepultarle el mérito. Sin embargo, más allá de anatemas tan duros como ese “traidor” que tan fácil regalamos hoy en día, el guantanamero sigue siendo un orisha vital en el panteón atlético cubano.

Tan abrupta resultó su salida del movimiento deportivo nacional como plácida es la estancia de Javier Sotomayor, quien jamás se emborrachó de las alturas pese a vivir dos décadas venciéndolas.

El Soto no admite comparación con ningún otro especialista en saltos verticales, como no sean Sergey Bubka o Yelena Isinbayeva. Pero aquellos vivían del despegue asistido, empleando garrochas cada vez más generosas, mientras él llegó a elevarse medio metro sobre su cabeza con el único auxilio de las piernas. O, para ser más exacto, de su estupendo y tal vez irrepetible metatarso del pie izquierdo, para mi gusto, la novena maravilla del mundo moderno. (Por distancia, la octava es el brazo de lanzar de Nolan Ryan, según verificaron 5714 bateadores en las Grandes Ligas)

Esa tarde de 1993 en Salamanca, cuando el limonareño le asestó la peor de sus muchas bofetadas a la Ley de Gravedad, el maestro Santiago Segurola escribió el siguiente párrafo perfecto:

“De pie, a pocos metros de la varilla, repasó mentalmente su salto: la carrera y el despegue. Cuando revisó la película en la cabeza, suspiró, abrió los ojos y se lanzó con una carrera medida y potente. Era el gran Sotomayor. Tenía la fuerza y la agilidad del muchacho que comenzó a asombrar a sus rivales cuando apenas había cumplido 18 años. La carrera y la batida fueron tremendas. Sotomayor se elevó oblicuo a la varilla, dobló la espalda y tocó el listón con la parte dorsal. Las piernas pasaron después de un extraordinario golpe de riñones. Aunque la varilla se tambaleaba, el saltador cubano estaba seguro de que no caería. Salió como un huracán de la colchoneta y se abrazó a Guillermo de la Torre. Acababa de batir el récord y de recobrar todo el poderío de sus mejores días…”

Nadie lo había logrado antes, y nadie, desde entonces. Fue el disparo de gracia para las ilusiones de una generación encabezada por Patrick Sjoeberg, Carlo Thranhardt, Dietmar Moegenburg, Sorin Matei, Igor Paklin, Charles Austin y Rudolf Povarnitsin, y significa todavía el sueño inalcanzado de Ivan Ukhov, Mutaz Essa Barshim y Bohdan Bondarenko.

Al jubilarse, su camino quedaba roturado con siete títulos mundiales, uno olímpico y cinco récords planetarios, además del Premio Príncipe de Asturias de los Deportes y un montón de fanáticos que le perdonaron (le perdonan) hasta aquellos sonados escándalos de doping. Total, ¿qué pueden representar palabras malsonantes como nandrolona y cocaína, al lado de esa otra tan armónica y eternizante que es la gloria?

MI VOTO: Javier Sotomayor, el único cubano reconocido casi unánimemente como el mejor exponente de todos los tiempos en su especialidad. Es el Bolt del hectómetro, el Jordan del básquet, el Wayne Gretzky del hockey sobre hielo. Dices “Sotomayor” y la gente mira instintivamente al cielo.

Salir de la versión móvil