Tener el baile de San Vito

Casi exclusiva de quienes peinan canas –como la sabiduría y las prótesis dentales-, la expresión que da título a esta columna se le endilga a individuos demasiado inquietos, que van como locos de un lado para otro, sin brújula ni pausa.

Pero, ¿por qué el baile? ¿Y por qué San Vito? De éste se cuenta que murió martirizado en 303 durante las persecuciones de Diocleciano, y que exhaló el último suspiro en medio de terribles convulsiones ocasionadas por las torturas a que se le sometió en Lucania.

A partir de ese hecho, San Vito comenzó a ser invocado contra los síntomas de la Corea de Huntington y la Corea de Sydenham, enfermedades de tipo neurológico cuyos afectados eran quemados en la hoguera por el oscurantismo medieval.

Así, el habla popular denominó como “baile de San Vito” (también “mal de San Vito”) a los movimientos bruscos e involuntarios de aquellas pobres víctimas. Pero el dicho, y el baile, y el mismísimo San Vito, no llegaron a su apogeo hasta el siglo XVI en Estrasburgo.

Entonces, una mujer llamada Frau Troffea -desconocemos si era linda o fea- comenzó a bailar durante más de cuatro días sin apenas parar para comer. A medida que pasaban las horas se le fueron incorporando varias decenas de vecinos, y al cabo de un mes, más de 400 danzarines se habían sumado a la misteriosa fiesta.

Ciertas teorías achacaron el fenómeno a algún tipo de culto herético o a los efectos del cornezuelo (un hongo con propiedades psicotrópicas que en ocasiones contaminaba el pan de la época), pero lo cierto es que todo se debió a una alteración psicológica especialmente contagiosa en grandes concentraciones de personas, capaz de provocar episodios de locura en individuos que se mueven y retuercen de forma compulsiva.

Resumiendo: pura y elemental histeria colectiva.

La carabina de Ambrosio

En la revista “Por esos mundos” (Madrid, 1900), un artículo anónimo explicaba del siguiente modo el origen de este dicho:

“Ambrosio fue un labriego que existió en Sevilla a principios de siglo, el cual decidió abandonar la dura labranza para dedicarse a la más lucrativa tarea de salteador de caminos. Acompañado de su inseparable carabina, todos los caminantes a los que asaltaba le tomaban a broma, ya que su candidez era bien conocida en la comarca y todo el mundo sabía que era incapaz de hacer daño a una mosca. El bueno de Ambrosio se veía así obligado a retirarse de nuevo a su lugar maldiciendo de su carabina, a quien achacaba la culpa de imponer poco respeto a los que él asaltaba”.

De manera que Ambrosio, y más que él, su fusil –que en lugar de pólvora cargaba cañamones-, significan inutilidad. Y tanto ha trascendido la expresión, que un pequeño bojeo por los mares de Internet permite leerla en las líneas de Bécquer, Galdós y Juan Montalvo.

No obstante, existen versiones que atribuyen el origen de la frase a la carabina inventada por el militar estadounidense Ambrosio Burnside, que era notablemente propensa a atascarse.

Al margen de tales desacuerdos, los investigadores rememoran unánimemente la más fastidiosa de las carabinas: me refiero a las damas de compañía que los padres de la alta sociedad imponían a sus hijas para garantizar la moralidad en su trato con los chicos. En obvia alusión a su altísimo grado de ineficacia, la gente dio en llamarlas como al arma, y así, ridículamente definidas, pasaron a la historia.

Visto el caso, al parecer también sería válido hablar de “la chaperona de Ambrosio”.

Salir de la versión móvil