Caballero… ¿a qué jugamo?

Uno podrá pensar lo que quiera de la película Conducta, que al final los gustos son personales e intransferibles, pero al menos habrá que concederle el mérito de dos ansiados retornos: el de la gente a los cines, y el de las peleas de chapa a las escuelas.

Gracias Chala, de corazón, por treparte en los Elevados de Jesús María y provocar esa lluvia de chapas al paso del tren, para recordarnos que existen batallas más cercanas, reales y emotivas que esos duelos artificiales de Yu-Gi-Oh, el Diablo los confunda…

No quiero resucitar un viejo debate ya superado, sobre si este juego es favorable o nocivo, bueno o malo. Total, a los chamas de ahora les gusta, y por algo será. Quizás si yo hubiera nacido hace 10 y no 34 años, también sería un vicioso de esta baraja.

Pero quiero creer que no…

Quiero creer que tendría un gusto menos sofisticado. Que no incordiaría a mis padres cada tercer día pidiéndoles 50 pesos para comprar un mazo de cartas que ni siquiera son legítimas. Que sería capaz de remontarme a mundos construidos por mí, gracias a una imaginación alimentada por lecturas, no por absurdas criaturas importadas.

Por otra parte, el Yu-Gi-Oh tampoco es un juego sencillo, y de cierta manera obliga a razonar para aplicar estrategias con pertinencia e iniciativa. Por ejemplo, si mi cuñado le dedicara al estudio las neuronas que le pone a esa bendita baraja, sería un Nobel al seguro. Yo me consuelo pensando que Einstein y otros genios fueron malos estudiantes. Quién sabe. Va y él acaba manteniéndonos a todos…

Al final, cada época tiene sus juegos. Los de mi padre consistían en hacer “yuntas de bueyes” con botellas de refresco. Los míos no los cambiaría por ningún tareco moderno, en primer lugar porque aunque quisiera no podría hacerlo. Todavía en mi adolescencia una computadora era una rareza, y las que había solo tenían jueguitos de palo como Digger, Dave, Budokán o el Prince. Eran unos tarecos monocromáticos de pantallas verdes, tatarabuelos de las primeras Pentiums. Después vendría la hemorragia de Ataris, Tamagoshis, Nintendos, GameBoy, PlayStations, X-Box, supercelulares y tablets…

Como decía, no reniego de tanta rodilla que me raspé cuando fiñe, porque si jugaba pelota no era sentado solitariamente ante una pantalla, sino en el placer de la esquina o en la calle, con esa pandilla de hermanos de barrios que nos criamos y crecimos juntos en aquellos tiempos en que todos éramos, más o menos, de la misma clase: ingenuos.

No digo que ahora no lo hagan, porque la sociedad se ha estratificado drásticamente, pero antes uno correteaba, brincaba, sudaba y solo regresaba a casa cuando lo llamaban a comer, con el cuello y los sobacos surcados por tabacos de churre. Teníamos juegos para todos los horarios y escenarios posibles. Si no me creen, sobran los ejemplos…

Mi generación hizo una maestría en yaquis, palitos chinos, parchís, dama china, las casitas, el pon (estilo rayuela o bailando suiza), burrito 21, los escondidos, los agarraos, policía-bandolero, la Casita de Martí, el Zunzún de la Carabela, el Viejito pega-pega, el chuchito escondido, Cuba-España, a la Una mi Mula, cuquitas, el juego de la oca, ahorcaos, ceritos, minas y barcos, flechita stop, la pañoleta, la solterona, ula-ula, veo-veo, prenda y castigo, las mencionadas chapitas, en fin…

También se jugaba por temporadas. De pronto era tiempo de bolas (o chinatas, como dicen en Vueltabajo), y todo era quimbes, carambolas y tiritos cuatro veletas. Después nos daba por bailar trompo con pitas enceradas para afianzar el agarre, y rematadas con una tapita de aquellos tubos plásticos de desodorante azulito. Lo bailábamos al macho, a la hembra, de costalazo o al vuelo del pájaro, siempre sobre tierra, pues el asfalto ponía “carretero” el trompo. Y si caías en perdón, podías acabar con un pozo o manchado…

Había velocípedos y bicicletas, pero más rico era montar en carriolas y chivichanas hechas con tablas y unas cajebolas que hacían un estruendo digno de cualquier circuito de Fórmula Uno. Igual echábamos carreras con aros de barril impulsados por trinchas de metal, haciendo magia para que no se nos cayera en las curvas o los baches.

A medida que crecíamos los juegos perdían inocencia, y en la Secundaria jugábamos pelota en el aula: uno se levantaba y trataba de darle una vuelta, si el profe te cogía eras “ao”, si completabas el periplo era carrera. En la escuela al campo, al iniciático jueguito de la botella se unía el peligroso cometierra o comefango, con una docena de maneras de encajar cuchillos de mesa o tenedores mutilados. Par de veces tragué mis terrones…

Pero el rey era el béisbol y sus múltiples variantes, desde la quimbumbia en desuso hasta el quiquimbol, elevado a la categoría de deporte por profesores de educación física aburridos y jamoneros. Ahí entraban también el cuatro esquinas, el taco, el pisicorre y la pelota a la mano, y se jugaba con guantes o a mano pelá, con esféricas de diversa laya, desde las originales de casco hasta las de goma, de tenis, o de trapo forrado con “teipe”.

Admito que tengo ese maldito síntoma de vejez, de creer que antes éramos más sanos y felices, porque uno jugaba para divertirse y no para enajenarse. Pero quién sabe, tal vez solo estoy siendo tremendista, y mientras los científicos por ahí se fajan buscándole los pros y contras a los videojuegos, en Siguaraya City hay más chiquillos de los que uno piensa haciéndose la ancestral pregunta: “Caballero… ¿a qué jugamo?”

 

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