De amores y amantes

¿Será eso el amor? ¿Alcanzar el conocimiento extremo del otro? ¿La compañía o la intimidad? ¿Compartir lo cotidiano? ¿Caminar de la mano millas sin percatarse, en Brooklyn, Filadelfia, Barcelona, Berlín o La Habana? ¿O solamente un baile? ¿Gozar? Tal vez todo o nada de eso.

Planeaba esta semana continuar con la serie de los viajes de antes y después de la pandemia; pero no he conseguido mantenerme inmune a la plaga de rosas, corazoncitos y bombones que aquí me dejan tumbada, pensando en los amores y los amantes —que no es lo mismo, que no es igual.

Llenando planillas, en la casilla correspondiente a mi estado civil, he marcado ya todas las posibilidades. Sólo ser viuda me falta. Y eso, si por viudez se comprende exclusivamente el deceso biológico del acompañante de cama y desayunos. Porque hay otras muertes conyugales, y en esas hasta soy experta. No voy a contar los vivos difuntos, cuyos nombres a veces confundo y olvido, teniendo que dudar en ocasiones si de veras llegué o no llegué a ser amante de uno u otro; una u otra. En fin, que “Con tinta negra” se pone rosa esta semana, pues la columna va por lo de San Valentín o el Día de los enamorados o del amor o de la amistad. Nunca he sabido realmente qué habría de ser celebrado.

¿El amor?

Si ni siquiera puedo decir qué es. Sé cómo lo siento en vísceras y músculos, pero jamás podría explicarlo.

¿Qué es el amor?

Me lo he preguntado cada vez que se me ha ocurrido enamorarme. Tampoco han sido muchas. En cuanto a abandonarme al entusiasmo y la calentura, quizás me haya sucedido en exceso —para aquellos que puedan medir con justeza cuándo algo empieza a convertirse en exceso. Pero, amar, sobran los dedos de una sola mano.

Todo lo que importa es haberlo hecho.

Y puede que no lo parezca, pero así es: las académicas nos enamoramos. No sé ellos. Sólo conozco un académico, un amigo —ni amante ni amor— de quien doy fe que se enamora, porque lo he acompañado a recorrer durante toda una noche los bares y clubes de New Orleans persiguiendo el fantasma de una mujer que estoy segura que no existe. Fuera de ese amigo académico, no se si ellos se enamoran. Nosotras sí, un montón. ¿O acaso no recuerdan el desordenamiento erótico-filosófico entre la judía Hannah Arendt y el en cierto momento pro-nazi Heidegger?

“Me desordeno, amor, me desordeno”, entre cubanos es infaltable la enmelazada Carilda Oliver en estos días. El amor y el orden expeliéndose. Será tal vez por eso que parecen tan poco propensos al amor los académicos. ¿Les asusta? Aunque, ¡cuidado! Tantos congresos, coloquios, simposios, mesas redondas y cuadradas, plenarias, seminarios y workshops… Al final de las demasiado extensas jornadas encerrados en salones sin ventanas discutiendo de todo menos de la vida, cualquier pretexto sirve para desabotonar camisas, dejar las gafas abandonadas quién sabe dónde y dar inicio al ajetreo, si no romántico, al menos sexual. El deseo que no se detiene ante la fría circunspección de los del podio y su aquiescente auditorio. Deseo irreprimible que tal vez, solamente, alcance a detener esta necesaria aridez que nos impone COVID, este tener que esconder la sonrisa en todas partes menos en Zoom. ¡Ay, Zoom, quiebradeseo nuestro de cada día! ¿A quién le restan ganas para cybersex después de haber gastado ante la pantalla toda la semana, de reuniones en clases, cada mañana maquillándose y preparando el set de grabación como si fuera locutora en el noticiero del mediodía? A bolina se fue aquel flirteo pre-COVID que, como canta Jorge Drexler, solía seguir un curso paralelo, haciendo que una cama se llenara mientras otra se vaciaba, en hospitales, congresos, giras, rodajes, ferias agrícolas y convenciones… Y que la historia es una red, no una vía, seguía cantando, para horror de académicos.

Pero el ordenamiento es más frágil de lo que se piensa. Siempre es posible desbaratarlo. Se deshace de hecho a veces naturalmente. Ahora mismo, encerrados y diezmados por la pandemia, aun privados del flirteo en ascensores y pasillos, sigue el deseo sibilino recorriendo los cuerpos, asediando el espíritu. Ahora, más que nunca, concuerdo con mi amigo Elio Rodríguez, que lleva años repitiendo que “all you need is gozor”. No amor, según Lennon, sino gozancia y ricurancia, si encima reconocemos en todo su valor la filosofía de Chequera en el programa Vivir del cuento. Eso, gozar, incluso en el estado conventual en que a algunos nos ha obligado COVID permanecer; porque, si no se puede en el presente, por lo menos podemos recordar lo mucho que se ha gozado antes de la pandemia.

Que me quiten lo bailao’, sí. Porque en estos asuntos lo del baile puede ser todo lo que dos cuerpos necesitan para dejarse llevar sin pedirle permiso al cerebro, que es un consumado patón. Bailamos y aceptamos perder el control y sudando comenzar a mezclar supuraciones, llegando a respirar dentro de los poros del otro. Casi, casi, ir acercándose al orgasmo, que como dice otra amiga, la escritora puertorriqueña Yolanda Arroyo Pizarro, no debes nunca fingir; hay que dejar que quien sea que esté interrumpiendo tus noches con sus ronquidos pero también arropándolas con sus brazos peludos o lampiños, aprenda de los silencios y algarabías de tu cuerpo.

¿Será eso el amor? ¿Alcanzar el conocimiento extremo del otro? ¿La compañía o la intimidad? ¿Compartir lo cotidiano? ¿Caminar de la mano millas sin percatarse, en Brooklyn, Filadelfia, Barcelona, Berlín o La Habana? ¿O solamente un baile? ¿Gozar? Tal vez todo o nada de eso. Con los años, he desistido de buscar la respuesta. Sea lo que sea el amor, sólo me interesa sentirlo, descubrir una y otra vez la conciencia de irme perdiendo en el otro. Lo cual, paradójicamente, no puede suceder si antes no te tienes a ti misma con tanta fuerza que ya no amedrente diluirse en alguien o en algo, porque sabes que nada demasiado terrible podrá sucederte, que no hay mal real en el desordenamiento y el extravío.

Creo que es, más o menos, eso a lo que llaman amor propio: quien no se ama a sí mismo, no puede amar a nadie más. Así es que si te cuesta trabajo amar tu rostro tu cuerpo tu barriguita tus canas tus arrugas tu inteligencia o tu mal humor; trabájate primero y luego apúntate en Match.com (Tinder es para otra cosa; aunque es probable que los dos sean para lo mismo y yo, incauta, ni lo sepa).

Mas hay que entrarle con precaución a eso del amor propio, porque no es tan íntimo ni tan fácil como sus gurús lo pintan. A algunos, para amarse a sí mismos les toca primero deconstruir todo un entramado social que desde la niñez los hace sentirse los más descartables, los últimos de la fila. Desde la escuela primaria, sólo por ser negra no entraba en la categoría de las deseadas: piel demasiado oscura, labios gruesos, nariz achatada, el pelo —aun si mi abuela y mi madre se esforzaban en que lo mantuviera desrizado— no era el pelo “bueno”. ¿Quién puede amarse a sí misma si, a juzgar por el criterio social, nada en tu cuerpo es valorado? Pero aun así aprendemos a amarnos siendo rotundamente negras —y sonrío escuchando a Shirley Campbell Barr. Duro y largo es el trabajo pero conseguimos amar quienes somos, a contracorriente. Para, después, poder amar al otro o a la otra.

Todo se aprende. A amar, incluso sin alcanzar a definirlo, también se aprende.

Hasta a aquellos que, por miedo o desidia, no saben amar, les es posible aprender a hacerlo. Todo está en darse la oportunidad; solamente, tener el coraje de perderse en la corriente de un río, aun si, asegura Marta Valdés, esa gran maestra en confesar amores, los ríos de amor no saben. Porque el amor es otra serpiente que se muerde la cola. El amor trae más amor. No siempre de la persona que se espera, pero lo trae. Que un clavo saca al otro y así, de uno en otro, se va poco a poco llegando al querer.

Nunca ningún amor se da fácil. Hay, además, que saber ganárselo, colocarlo en la cumbre de tus prioridades; ¿a quién se le ocurriría desobedecer a la virgo reina Beyonce?

Aducen unos el efecto de la distancia. Cierto es que todo puede parecer más difícil con un océano de por medio, pero no imposible. Si se quiere amar a alguien, se sigue pensando en él, y se le hace saber. Los relojes se programan para romper la excusa de la diferencia horaria.

Otros, recurren al cuento del mucho trabajo como obstáculo insalvable: y a veces, sí; pero siempre, no. El que está constantemente trabajando a lo que dedica tanta energía es a buscar siempre más trabajo, más droga que lo enajene y lo saque de sí mismo y de las posibilidades de su cuerpo frente a otro.

Todos pretextos. Lo único que hay que trabajar en esta historia es el amor. Y conservar la paciencia, porque jamás sabremos qué se esconde dentro de la cabeza del que a tu lado deja de roncar para pasarte el brazo por encima, rescatándote noche tras noche de tus pesadillas; del que al escuchar que te desperezas al fin, se apresta a hacer el café para recibirte, en silencio sentado a la mesa sin aristas, la mañana de un domingo cualquiera. Tampoco hay que saber en qué piensa. Ese es todo un mundo, el mundo del otro, y nunca podremos recorrerlo entero; lo mejor siendo de hecho no emprender nunca esa excursión. Es inútil y contraproducente. El otro es precisamente eso, el otro, enigma y respuesta; el enigma y la respuesta con precisión dispuestos para acometer una acción, sin fallas: tu desordenamiento. El darse justo, sólo para que tú te des.

En lo que eso sucede, o mientras va sucediendo, dejo aquí un playlist en Spotify, para dejarnos llevar:

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