De Guantánamo, unos guantanameros

Poco escuché durante mi infancia hablar de Guantánamo pero cada cierto tiempo y por lo general de improviso llegaban a casa, con abultado equipaje y una cajita de cartón, los parientes.

Foto: Radio Guantánamo / Archivo.

Foto: Radio Guantánamo / Archivo.

Guantánamo tiene un son que no se parece a nada.

Guantánamo tiene un son que no se parece a nada.

Es difícil de tocar.

Es difícil de tocar.

Es difícil de tocar.

Y es más difícil el baile.

 

Cuando llegues a la fiesta,

cuidado con tu cintura

y con tus pies que te anuncian

que aquí la cosa es más dura.

(…)

 

Guantánamo, Cenicienta de esta isla atormentada,

es la más acosada por los tiempos que viví.

El que sienta algo por ti

debe hacer una cruzada.

Pues tú debes ser salvada y ser salvado el changüí,

porque sueño ver en ti mi provincia inmaculada.”

Pablo Milanés.

 

¡Vamos, bailen!

O al menos, inténtenlo.

Aunque no vaya a hablar de La Guantanamera ni de la Base Naval. Tampoco del cuarenta aniversario de la ascensión del primer y único cubano, Arnaldo Tamayo Méndez, al cosmos. Gran proeza es gravitar en lo inconmensurable; pero lo que encalla en mi mente siempre que pienso en el cosmonauta dentro de la Soyuz 38, es el decir crispado de otro guantanamero, negro también, el poeta Ángel Escobar:

Yo fui al cosmo, compay.

Estuve un rato ahí.

Conozco el cundiamor, el culantro y la estrella.

Estoy en talla y a mí mismo pregunto.

(…)

compay, canto porque soy moriviví;

pero también siguaraya-: tengo mastuerzo

y pru; apazote y quítate del medio:

soy mucho, compay; soy demasiado.

Corren los versos de Escobar como pasos de bailarín changüisero. Rápidos sin lucir apresurados, entrecortados, siempre a ras del suelo, resistiendo la tentación del arabesco salsero: exactos. No hay desparpajo habanero en ellos sino ágil a un tiempo que fragmentada gravedad rítmica. La misma que rezumaba del tres de Reyes “Chito” Latamblet, todavía hoy su espíritu en la Loma del Chivo o bajando o subiendo; y, mucho antes, desde los barracones donde nació el changüí, su bisabuela Atina, mandando.

Ellas mandan siempre, las abuelas.

Por eso más que el Tamayo volador empujan mis dedos sobre el teclado Escobar y los Latamblet; y por alguna oscura razón se filtra la voz de Pablo Milanés acompañado por el tresero Luis Peña “El Albino” en disco memorable, Años:

“Guantanamera,

¿por qué me desprecias…?”

Canta Pablito y yo quedo dentro del gesto acidulado, la mirada retadora y tierna, la ineludible contradicción. Ya entonces no hay más que una reina sobre lo que sea que vaya a escribir, Cecilia, mi abuela, la dueña de aquel gesto y la mirada y su contradicción.

Ella es el centro.

Ella en el centro.

Y ese centro no puede estar en otra parte que no sea en el centro de una sala-comedor, casi llegando al centro de La Habana. Espacio en penumbras que nunca conocí pero mi imaginación es capaz de dibujar con fidelidad, de tanto que se ha hablado en mi familia del exiguo apartamento donde carenó mi abuela cuando definitivamente abandonó Guantánamo.

Hay un antes y un después de aquella huida o migración o lo que fuese. Uno de esos momentos turbios que empujan los domingos de toda familia, de año en año. No hay explicaciones. Sólo un antes y un después del tren que en abril de 1945 trajo a mi abuela hasta el apartamentico en la calle Humboldt; desde la casa de seis cuartos y amplios ventanales que abrían sobre las calles Carlos Manuel y Carretera, la casona que al ser construida, por los años 1900, se pretendía tan para siempre —rareza siendo su constitución de mampostería y tejas en un Guantánamo donde casi todas las casas eran entonces de madera.

El antes: candelabros de plata y porcelana de Sèvres, las fiestas de disfraces o sin disfraces, por cualquier motivo, veladas donde a veces se sentaba al piano de cola del salón la gran Zenaida Manfugás, las cenas y bailes en el Club Moncada —nadie en la familia era lo suficientemente claro de piel para ser admitido en la Siglo XX, la sociedad de los mulatos.

El después: La Habana donde crió casi enteramente sola a mi madre; pocos muebles, pues evitaba comprarlos a plazo por miedo a no poder pagarlos, y ni siquiera una tabla para planchar las camisas del esposo, el abogado más bien ausente. En La Habana, adiós al fausto y señorío disfrutados mientras en Guantánamo fue respetada por pertenecer a un famoso clan de negros que, contra todos los pronósticos, lograron enriquecerse tras salir de la esclavitud.

Mas el vínculo entre el antes y el después nunca se desvaneció. Dejó mi abuela de vivir en el cuchitril de Humboldt, se conocieron mis padres, gozaron luna de miel en Varadero, nací yo en un hospital de El Vedado. Poco escuché durante mi infancia hablar de Guantánamo pero cada cierto tiempo y por lo general de improviso llegaban a casa, con abultado equipaje y una cajita de cartón, los parientes.

No siempre eran exactamente parientes. Sólo cualquier guantanamero o guantanamera que alguna relación cercana o lejana en algún momento de sus vidas o las de sus antepasados habrían mantenido con la familia de mi abuela. Bastaba la más mínima sospecha de parentesco para que Cecilia los recibiera con brillo en los ojos, súbitamente recobrando una agilidad adormecida y, al unísono, el acento original de los que crecen cerca del río Guaso. Todo reverberando entre el aroma del café retinto y unos tragos de prú. Pues era eso lo que guardaban las cajas de cartón: botellas sin etiqueta que se almacenarían en el piso, la esquina más inalcanzable del pantry. En lo oscuro, las botellas conteniendo el misterioso mejunje aún más oscuro, en su fondo fermentándose hojas, raíces, semillas… ¿qué sé yo?

De Guantánamo llegaban además turrones de coco y las bolas de cacao, los mangos cuidadosamente envueltos en hojas del periódico Venceremos para ayudarlos a soportar el viaje —casi un día— en tren o guagua. Si le avisaban de la llegada, se esforzaba antes mi abuela en prepararles una buena acogida: carne mechada, congrí, separando cervezas heladas sólo para ellos, esmerándose en las natillas y el arroz con leche. La primera noche que pasaban en casa, hasta altas horas sonaban sus vozarrones relatando historias de otros parientes y conocidos, vecinos, enemigos, repitiendo nombres y apellidos, Wilson, Revé, Simonet, Ponteau, Obret…, que me parecían entonces tan exóticos como el prú. La casona de Carlos Manuel y Carretera, aquella que se suponía eterna, derrumbándose.

Me intimidaban aquellos visitantes. Los hombres, camisetas más blancas que el blanco, sobre las que se cerraban almidonadas las camisas, aprisionando vientres prominentes, refulgentes los embetunados zapatos. Ellas me parecían demasiado cariñosas, con mucho polvo en la cara, medias de nylon incluso en agosto, vestidos ceñidos sobre sus cuerpos bien formados, rotundos.

Les gustaba el lino, al que llamaban hilo.

No había nadie mejor para trabajarlo que una vieja amiga de mi abuela, Carmen Fiol; y como “la parentela” pesa mucho más que la fama, ya incluso recibiendo encargos de Chanel, Carmen me tomó las medidas —largo y barroco ceremonial en su caso— y consintió en hacerme una sayita de seda… Mas no alcanzó el tiempo, se nos adelantó la muerte, esa atravesada. Aun así, tuve suerte y gracias a la amistad que desde una pícara adolescencia la unía a mi abuela, Carmen me hizo algunos vestidos. Con dos de ellos me tomaron las fotos de los 15. Sí, también fui quinceañera… Hay álbumes por ahí… No sé… Pero, los vestidos de Carmen, eso es lo importante… que caían sobre tu cuerpo y ya. No faltaban un lazo, alforzas, algún deshilado, cualquier delicada coquetería; pero nunca era necesario, una vez que ella los colocaba sobre la pieza, ir ajustándolos por el camino. Llevar los vestidos de Carmen Fiol me enseñó a reconocer cuando una ropa está bien confeccionada.

Si no cae sin penas sobre tu piel, ¡olvídalo!

Recordar sus vestidos, las manos, la sonrisa de Carmen vuelve a traer la voz de Pablito el bayamés —que no está Bayamo tan lejos, ¿cierto? Y seguimos con el disco Años, siempre bailando:

Para la Nochebuena te compraré

un traje charnet.

Para la Nochebuena te compraré

un traje charnet.

Para las Pascuas,

otro de yorgé.

Para las Pascuas,

otro de yorgé.

Charnet, charnet, charnet,

yorgé, yorgé, yorgé,

crepé, crepé,  crepé no camina.

Charnet, charnet, charnet,

yorgé, yorgé, yorgé,

Juanita Petitón no camina.

Porque así funciona la genuina elegancia; fluye sin espasmos. Solamente, exactitud. El secreto reside en saber escuchar, sin aspaviento inútil.

Saben muchos guantanameros —al menos los que recupera mi memoria— de ese tipo de espera. En mi familia, comienza con el bisabuelo de mi abuela que dicen que era un esclavo lucumí que una noche, cantando algo que nadie entendía, se fue bordeando el río y desapareció. Cuentan que regresó a África, siguiendo el sonido de la corriente que tal vez era bramido como el del bongó changüisero. Es una linda leyenda. ¿Por qué entonces no creer que ese ancestro mío terminó volando a donde él y solamente él quería llegar, si no era en definitiva su destino tan lejano como el de Tamayo? Ni aprender ruso le resultó necesario.

Tampoco cuando el gran Escobar se dejó caer de la baranda del balcón de su apartamento, en La Habana, voló al cosmos. Mas intuyo que se va de la Tierra al espacio, como se componen versos y se engarzan deshilados o cosen alforzas, como se vence la distancia entre el balcón y el pavimento, entre Guantánamo y La Habana. O viceversa. Pues, el regreso, ¿es posible? De suceder, será ahí, así, siguiendo el ritmo asincopado, arrastrando los pies, oiga, vea, y nunca desespere, compay.

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