De nuestros padres, de la ausencia, de Angola

"Yo, a fin de cuentas, no sé qué es ser padre."

Ser madre soltera equivale a fungir como madre y padre, abuela y abuelo, tía y tío; múltiples dimensiones del cariño, la guía y la protección a la vez. Demasiados roles estos, todos distintos, cuya interpretación nos va erosionando casi imperceptiblemente. No aparece la fatiga en el preciso instante en que toca desdoblarse en uno u otro personaje; tampoco justo después de la actuación. El cansancio se acumula con el paso del tiempo, consiguiendo que sea al cabo de cinco, diez años, que comencemos a percibir los estragos. Todo ha sido registrado por el cuerpo, que no perdona excesos.

Ser madre soltera es uno de esos excesos. Implica no sólo la interpretación de papeles que no nos corresponden sino también un esfuerzo aún mayor, tanto o más importante: evitar que la confusión dure demasiado y se imponga como un hecho natural. Muchas energías se requieren para lograr mantenerme en el imaginario de mi hijo sólo como su madre. Que los otros personajes que a veces me toca encarnar se me desgajen de la piel, despareciendo de mí para permanecer entonces por sí mismos, dibujados con exactitud como las figuras ausentes que son. Lo tengo muy claro: no puedo ni he querido suplantar al padre. Ha sido por instinto de supervivencia que he tenido que adoptar ademanes ocasionalmente paternales.

Yo, a fin de cuentas, no sé qué es ser padre.

El mío hizo lo que pudo o supo, y se lo agradezco… con todas sus torpezas.

De pequeña, solía llevarme a cuanto restaurante y hotel le fuera posible, incluso, a la matinée de alguna discoteca y, muy brevemente, a ciertos bares. “Para que los conozcas”, me decía. “Para que ningún hombre pueda engatusarte con aquello de, ‘ven conmigo que voy a mostrarte este u aquel otro lugar’.“ Mi papá, a quien mi madre tenía que asediar de semana en semana para que terminara pequeñas reparaciones domésticas, a mí me enseñó a barrenar paredes y a soldar cables mucho tiempo antes de que un muchacho me besara por primera vez, a los trece años, en la oscuridad del cine Acapulco. Esa noche regresé azorada a casa, llena de la ilusión iridiscente que invade a las niñas cuando creen que han encontrado su primer novio. Una semana después, volvía de la beca toda alicaída: ya no tenía novio. Pero mi padre no sorprendió en mi rostro las huellas del enamoramiento ni las del desamor. Ya entonces se lo había tragado Angola, adonde se fue a dirigir un batallón de artillería antiaérea. En el transcurso de incontables meses que pasó escondido en bunkers, haciendo caer aviones de la UNITA y sus aliados, yo dejé de ser niña y, aun sin sospecharlo, empecé a cultivar mi obstinado resentimiento contra él y su guerra. Contra todas las guerras, incluso si entonces no podía ni imaginar en qué consistía una guerra. No intuía siquiera que a Angola se había ido mi padre a matar o ser matado.

¿Cómo podría ser de otro modo, si de Angola en la prensa o el noticiero se hablaba no como el país lejano al que habían marchado nuestros padres, a entregar sus cuerpos dentro de una guerra que nadie sabría explicar muy bien, sino de consigna en consigna, entre himnos y frases grandilocuentes? En la Isla, parecía aquella guerra ser apenas un nebuloso acontecimiento, ocurriéndole a personajes que llevaban los nombres de los cubanos comunes de la noche a la mañana despachados a África, que no serían sin embargo nunca más realmente ellos. Sólo cadáveres y héroes.

Las causas de una guerra pueden ser justas o no. Por lo general, las razones que la impulsan son tan barrocas que pocos logran comprenderlas cabalmente. ¿El mantenimiento del gobierno de Agostinho Neto, el triunfo del socialismo sobre el capitalismo, derrotar las fuerzas de Savimbi, el fin del Apartheid, el internacionalismo proletario, defender el gobierno del sucesor de Neto, José Augusto Dos Santos, solo para que su hija mayor pudiera convertirse en la mujer más rica de África?

Cuando ya las arcas de Isabel Dos Santos se desbordaban con billones de euros, más de veinte años después de retirarse las las tropas cubanas de Angola, logré al fin hacerle a mi padre la pregunta que secretamente propulsaba mi resentimiento. Sucedió en Berlín, otro espacio simbólico de posguerras y la posmemoria, de destrucciones, reconstrucción y olvidos; y mi padre recordaba hazañas y vicisitudes y muy orgulloso de sí mismo se vanagloriaba de haber marchado voluntariamente a Angola, de haber dado “el paso al frente”. Yo sólo quería saber por qué había elegido la guerra. ¿Por qué Angola y no yo? Él, que siempre tiene la última palabra, que no podré nunca saber si escuchó realmente mi pregunta, contestó algo que aludía a la hombría o el coraje o el deber o la hermandad. Recuerdo que cerré entonces los ojos e imaginé el estallido de minas antipersonales, las ráfagas, el polvo, una serpiente acechante. Al reabrirlos y darle un sorbo a mi copa de vino, lo que volví a ver fueron las botas y el uniforme de camuflaje de mi padre, luego, las cajitas metálicas en las que fueron devueltos a Cuba los restos de los combatientes muertos, en diciembre de 1989, y ya los berlineses habían derribado su Muro, no muy lejos del bar donde intentaba conversar con mi padre. Un bar al que no entramos siguiendo la planificación que en mi infancia nos condujo a La Bodeguita del Medio o el Floridita, sino porque yo pretendía al fin formular las preguntas dolorosas. Un bar cuyo nombre ni dirección recuerdo. Como tampoco recuerdo las palabras exactas de mi padre. Sólo, cajitas metálicas.

He tenido suerte. El cuerpo de mi padre no regresó dentro de una de aquellas misteriosas cajitas, herméticamente cerradas. Tan pequeñas, ¿por qué así? Pero tampoco volvió a su familia, porque esa familia ya no existía. Se había roto según se escurrían sus días bajo tierra angolana, esperando y disparando. Supongo que es lo que llamarían daños colaterales de una guerra: a Isabel Dos Santos su padre presidente le regaló la dirección de Sonangol, la compañía angolana de petróleo y gas natural; mientras yo veía a mi padre convertirse, tras cada misión en Angola, en un fantasma al que ahora le hago preguntas que no responde o finge no escuchar.

Un fantasma. Vivo, sin embargo. Por eso insisto en reconocer que he tenido suerte —aunque no se contabilice mi fortuna como la de la infanta Dos Santos.

Mas el sentimiento de abandono forma un queloide para toda la vida.

Ansiamos ser protegidos por nuestros padres. A cualquier edad, necesitamos esa protección. Pueden educarnos para ser independientes y pretender que ningún amante venga a seducirnos con falsas promesas (será en vano, siempre aparece alguien a quien le creemos todos los inventos); pero ninguna enseñanza nos protegerá del desamparo que acarrea la ausencia de los padres.

Eso es algo que parece ya entender mi hijo, a través de todas las preguntas que no ha podido aun lanzar; pues lo ha intuido, yo, que no soy más que su madre soltera y sola, no podría responderle.

Y así, sorteando preguntas sin respuestas porque no ha estado presente aquel a quien debían haberle sido formuladas, se nos escurre la vida a algunos, los que lamentamos la ausencia de los padres y, al mismo tiempo, celebramos su intermitente y magro estar ahí.

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