¿Dónde está el hogar?

Ahora, con tantos años a cuestas, me he convertido en la que busca permanecer, explorando mi carne en cada aquí y ahora.

Odette Casamayor. Foto de Georgina Aslanadis

Cuando viajo me descubro siempre en un momento u otro confrontada a la ineludible pregunta: ¿dónde está el hogar? La interrogante me sorprende lo mismo dentro de la duermevela en que caigo en la sala de espera de algún aeropuerto, que despertando entre las suaves pero extrañas sábanas de una habitación de hotel, devorando frutas que no podré comprar en mi mercado dominical —manzanas, peras, fresas y melocotones suelen vender los campesinos de Pennsylvania, no mangos, guayaba, frutabomba o maracuyá—, o degustando platos que, aunque lo intente, no conseguiré reproducir en mi cocina, cuando regrese…  El regreso, ese punto final del viaje, como un espectro acechando detrás de cada acción y pensamiento al que me abandono mientras vago, lejos de casa. La casa, mi casa. ¿Es la casa el hogar?

Desde niña he ansiado la errancia, que asocio al vivir sin límite, no demarcada por mi propia piel, por el idioma, la cultura o el dinero; quería entonces escapar de mi circunstancia: el país, mi historia, mi presente, mi cuerpo con todas sus marcas. Ahora, con tantos años a cuestas, me he convertido en la que busca permanecer, explorando mi carne en cada aquí y ahora. También dentro de la más intensa trashumancia he llegado a descubrir que los viajes en realidad me sirven para reencontrar mi permanencia; ayudan a estar aquí y ahora en diferentes momentos y espacios, descubriéndome en cada oportunidad que se me presenta de infinitamente distinta estar siendo yo misma.

Por estos días, en mitad de mi vagabundeo entre Salvador de Bahía, New York y La Habana, pienso en las mujeres negras cimarronas, entregadas antes y ahora a la errancia que les hiciera posible la supervivencia. En su tiempo huyeron de las plantaciones y fundaron palenques en la intrincada manigua. Luego, ya abolida la esclavitud, abandonaron los campos, escapando de ciclos de opresión que parecían condenarlas a vivir las mismas experiencias ya sufridas por sus ancestros esclavizados. Todavía hoy se les encuentra a esas mujeres caminando de un extremo a otro las ciudades a las que llegaron ellas o sus madres: pasan vendiendo frutas, pasteles, empanadas, quincallería, o cargando con la ropa que lavan, los instrumentos para la limpieza de las casas donde sirven. O vamos de una oficina a otra, esperando en algún momento llegar a la adecuada, tocar la puerta que al fin abra el futuro de nuestros hijos y nietos; la posibilidad que nos permita burlar el destino. Así nos movemos, despojándonos mientras lo hacemos de la fatalidad, lo que parece inevitable, lo que nos han dicho que debe ser siempre así. Nos movemos, mas no es siempre huyendo. Nos movemos buscándonos, encontrándonos, deviniendo quienes deseamos ser.

Aunque es cierto que en un principio estuvo la huida, que por mucho tiempo ha sido el primer recurso al cual echar mano cuando la desazón se instala, esa carcomiente sensación de nunca estar en el lugar preciso.

Huyendo he estado entonces durante años porque no he logrado nunca convencerme de tener un verdadero hogar. No hay sitio propio. De hecho, sólo en espacios transitorios he conseguido sentirme en paz, fantasear con la idea de hallar en ellos un hogar. Sabiendo sin embargo, bien adentro, que ese hogar sería únicamente posible mientras supiese que no me instalaría permanentemente allí: no se me ocurriría vivir en Stykkyshólmur más que unas semanas de verano, cuando en Islandia los días parecen eternos y se puede aun respirar el aire frío sin congelarse hasta los intestinos; no aprendí seriamente a hablar alemán o portugués porque mi carne sabía que nunca me iría a vivir a Berlín o a Porto. Como mi obsesión por un puñado de hombres que no me han amado, mi fascinación por las ciudades que provisoriamente me acogen es inversamente proporcional a la factibilidad de establecerme en ellas. El hogar es un invento, no existe, solía decirme. Sólo me sentía pertenecer en un inexistente espacio en que nadie me reconociese, supiera mi nombre y mi pasado y esperase algo de mí, imaginando mi futuro. Hallaría en la inasible espuma del mar la perfecta imagen para mi idea del hogar. Un espacio tan ubicuo como evanescente.

Sé también que el hogar se defiende. Ahí están los mártires patriotas, los que llegan a inmolarse por hacer valer la pertenencia a su hogar, la Patria. Por doquier, en nuestros parques y avenidas, el bronce y el mármol de sus estatuas perpetúan esa ilusión de una permanencia impertérrita, a prueba de siglos, tormentas, revoluciones y desencanto. Pero, yo, que sólo creo a las aguas capaces de otorgarnos la eternidad, que no logro identificar como hogar ningún sitio en el que es esperada mi permanencia; yo, sin nada propio en tal espacio que defender; yo sólo he sabido huir. Es que, de tanto escuchar las preguntas que los demás se hacen al descubrir mi presencia, he terminado por permitirles que se abran camino en mi cabeza, que allí encuentren nicho y se instalen, dominándome: ¿qué hace ella aquí? ¿quién es? ¿por qué? ¿cómo se atreve? Lo curioso es que entonces no pretendía —al menos conscientemente— atreverme. Sólo deseaba flotar… ser espuma marina y deshacerme entre ellos, los que me rechazan.

Porque huimos cuando nos han convencido de que el espacio que ocupamos no es nuestro y nuestra experiencia en él es constantemente agredida o considerada una impostura o un beneficio no ganado; cuando nuestras vidas son reguladas por otros. Es lo que nos lleva a considerarnos impotentes y desposeídos, sin agencia sobre nuestro espacio, nuestro tiempo, nuestros cuerpos.

Así, en los mundos que conozco, me ha sido difícil encontrar hogar porque quienes han escrito y escriben sus reglas lo hacen excluyéndome de ellos. Se habla en los círculos intelectuales de gente como yo. Las negras y los negros somos estudiados por académicos y devenimos personajes sabrosos para narradores y poetas, trovadores y reggaetoneros, dramaturgos, cineastas y pintores. Más raramente somos invitados a hablar de nosotros mismos. Puede hablarse de mí, pero yo no debo hablar. Baste echar un rápido vistazo a las sesiones de congresos y paneles donde los supuestos sabios hablan de la experiencia negra pasada, presente y hasta futura apenas citándonos al final de un capítulo, al pie de la página. Siempre al pie. Jamás a la cabeza. Cualquiera diría que no existimos más que como la idea que de nosotros se forman los que nos observan y catalogan. Para ellos, los presuntos expertos, somos objeto de estudio, tal y como nuestros antepasados fueron objetos utilizados para el trabajo. Cuando en el presente se nos invita —pues casi nunca somos los anfitriones— a hablar sobre nosotros mismos, la entrada es una puerta entreabierta con recelo, bajo la condición de que respetemos las normas de la casa. Esa casa no es nuestra casa, porque sus normas no han sido dictadas por nosotros. Somos solamente los invitados. Ese espacio no puede ser nuestro hogar. No debiera entonces extrañarme —y ya no me extraña, en efecto— el rostro perplejo de mis estudiantes el primer día de clases, cuando irrumpo en el aula y descubren que la profesora es negra, es cubana… y evaluará sus conocimientos a través de un semestre.

Quedan muchas otras imágenes y sensaciones de la exclusión fijadas en la mente. Algunas hasta llegan a resultar provechosas, a pesar de la dolorosa marca que puedan dejar: el carril de la piscina que queda libre para mí en cuanto mi cuerpo negro entra al agua; el cubículo de sauna que se vacía al yo entrar. Recuerdo particularmente a aquel señor ruso que se quedó conmigo en la penumbra de la sauna y hasta entabló conversación. Que de dónde yo venía, quiso saber; porque, por supuesto, que yo disfrutase de los mismos vapores que él y estuviera inscrita en aquel club deportivo, no podía ser normal. ¿Sería una extraterrestre? Cuando supo que era cubana, siguió con sorna, “¿Llegaste a los Estados Unidos en balsa?” “No”, repliqué, “a bordo de un vuelo de Air France. ¿Y tú, te escondiste en un barril de vodka de contrabando?” El ruso no consiguió responder pero tampoco permanecer en el cubículo; y yo sí pude alcanzar total relajación a solas, entre los vapores de la sauna. Entraba más fácilmente en mí.

Y es en definitiva dentro de mí que encuentro hogar cuando los cuerpos que me circundan insisten en alienarme. Sólo es cuestión de reconocer mi pertenencia a mí misma, a mí como ser humano formando parte de este universo que, en su dimensión más precisa, no se detiene a dividirnos por razas, género, orientación sexual, nacionalidad. Para el universo y sus fuerzas sólo cuenta mi carne humana, y cómo esa carne se posiciona dentro de su todo inconmensurable: no dentro de una nación de fronteras artificialmente trazadas, ni sujeta a una ideología imaginada por seres tan mortales como yo, o dependiente de identidades de raza y género igualmente fabricadas por gente que no me conoce ni me conocerá, que nunca sabrá quién soy. Sólo yo tengo que conocerme y reconocer mi presencia dentro de este universo. No hay por qué escapar. El cimarronaje no es solamente fuga; es también, y tal vez principalmente, creación. Es construcción del hogar en que deviene el palenque e invención de una misma —cimarrona por sus manos e imaginación liberada, artífice de su propia existencia.

Entonces, no huyo ya. Estoy. Ahora. Aquí.

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