El dolor del verano

Me siento exhausta de desear, soñar, de luchar.

Foto: Jade Thaicatwalk, vía SHUTTERSTOCK

Habíamos casi olvidado su siniestra estampa y ahora, tras veinte años lejos de Kabul, vuelven los talibanes, paseándose por los salones del palacio presidencial con esa aterradora marcialidad que, cualquiera que haya rebasado la treintena, recuerda de su mandato anterior.

Que veinte años no son nada, cantaría Gardel. Y, ¿veinte meses? Es ese el tiempo que llevo sin abrazar a mi madre. 1.186,3 casos de COVID por 100.000 habitantes hacen de Cuba el quinto país con mayor incidencia per cápita a nivel mundial. ¿Podremos volver algún día a la isla? Al hacerlo, ¿cuál será ese país?

Hay que soñar. El llamado a la perseverancia me llega por Telegram desde La Habana, gracias a una antigua condiscípula de la escuela secundaria. Aunque lleve semanas con el refrigerador roto, ella toma café y fuma tabaco con sus amigas en las noches de sábado; y se le nota muy equilibrada y saludable. No sé si se ha vacunado ya o si considera no hacerlo, pero a mi barrio ha regresado el miedo y no precisamente instilado por los talibanes. Con Moderna, Pfizer y Johnson & Johnson casi todos en mi entorno llevan meses vacunados y sentimos en cierto momento esperanzas de vislumbrar la luz al final del túnel. Pero no tiene mucho sentido imaginar nada bueno, eso nos ha estado enseñando esta pandemia desde el principio. Arremete Delta. Se infectan los ya inmunizados. Mueren niños.

Sin embargo, el ser humano es una máquina de soñar e insistimos en creer que podemos esperar tiempos mejores.

La gente quiere cambios, salir del atolladero y respirar. Y entonces, un mes atrás, la olla de presión explotó. En las calles de unos cincuenta pueblos y ciudades en toda la isla, cada cual a su manera y desde su frustración, su cansancio, la impotencia o la rabia, pedían lo mismo: mejorar sus vidas, ir más allá del sueño, o al menos conseguir que se les permitiese abrigar sueños de cualquier color y forma, sueños no programados, a los que no se hace alusión en noticieros y mesas redondas. Mas el derrame de sueños fue con presteza detenido por las llamadas fuerzas del orden. Los soñadores, abatidos y arrestados. Por estos días a algunos se les juzga en oscuros tribunales, pero no entendemos las condenas ni el procedimiento seguido para imponerlas.

Con todo, me esfuerzo en volver a soñar, aunque me congele las intenciones el gélido vaho exhalado desde la misma vieja caverna que siempre termina reabriéndose, la que creíamos sellada con el supuesto fin de la Guerra Fría en los 1990s. Podemos intuir que dentro se debaten villanos contra héroes, pero está todo tan oscuro que eso es cuanto podemos hacer, intuir. Hace tiempo que ha dejado de ser posible distinguir a los buenos de los malos. Yo todavía me aplico en seguir los consejos de mi condiscípula: cierro bien los párpados, ansiando que alguna ilusión aun fugaz surque el imaginario, y ser lo suficientemente ágil para a tiempo aferrarme a ella; mas al entreabrir los ojos sólo descubro más caos alrededor. 

Supongo entonces que aquellos que pedían mano dura contra Cuba celebren las recientes sanciones de los Estados Unidos. Se anuncian también planes de rendirles internet accesible a los cubanos, pero nada se dice de levantar las restricciones sobre el envío de remesas ni mucho menos suavizar el embargo. Con las reticencias de Biden en revertir las drásticas sanciones de Trump el Furibundo, ¿se elevará el voto cubanoamericano en favor de los demócratas? ¿Es eso todo lo que preocupa en los salones de la Casa Blanca?  Y en los del Palacio de la Revolución, ¿qué es lo que más inquieta a los dirigentes en impecables guayaberas?

Cuba necesita ayuda, venga de donde venga. Pero internet ni sirve como antibiótico ni aumenta los niveles inmunológicos ni consigue colmar estómagos vacíos. Solamente el sábado, 98 muertos. Ya suman más de 4000. Había 11.333.483 de cubanos en el 2020. ¿Cuántos al final quedarán? ¿Quiénes? 

Es difícil seguirle el ritmo al verano, definir su color. Los días pasan, los políticos parecen más recalcitrantes, aferrándose de un lado y otro a la más obsoleta retórica. Entretanto corre el tiempo, el virus avanza tan tenaz como los talibanes y, allá abajo, el pueblo sufre. No los fornidos policías ni los militares de boinas rojas o negras con sus bien alimentados perros, sino el pueblo de a pie, en las calles. Faltan medicinas. No hay gasolina para las ambulancias. Continúan los apagones. ¡Y hace tanto calor!

En alerta roja para la humanidad nos puso la pasada semana un informe sobre el cambio climático recién emitido por la ONU.

Tengo que dejar de leer las noticias, si quiero sobrevivir, o tan siquiera llegar más o menos cuerda a la fecha de caducidad del planeta. Aunque, pensándolo bien, tal vez ya no sea necesaria la cordura. Pienso en mi hijo, que no sabe de los talibanes porque no tiene veinte años ni se afana en leer la primera plana de los diarios. ¿Para qué, si todos mienten?, alguna vez me ha dicho. Por estos días está arrancando su vida adulta y me pregunto cómo hace para entrarle con ganas a su futuro. Supongo que tampoco se ha enterado de lo de la alerta roja, ni de los estragos de COVID en la ciudad donde vive su abuela. Quizás sea esto lo más saludable. Pongo mi teléfono en modo avión y hasta me imagino que montada en uno escapo lejos. Los que me conocen saben que viajaría a Stykkishólmur otra vez. Tendría que revisar los requerimientos de viaje y entonces me pregunto qué pasaría si me quedara atrapada en Islandia por un brote de COVID, lentamente navegando entre icebergs en lo que llega el fin… por pandemia, incendio amazónico, ascenso de las aguas…

Apago también el teléfono para no confirmar que me he quedado sola. Un amor que creía verdadero se ha esfumado esta semana. Suele sucederme: yo los quiero y ellos a mí no. En apenas tres o cuatro días la quimera construida a lo largo de casi dos años de relación se desvaneció. Nítida la vi resbalárseme entre las manos y  romperse en tan minúsculos pedazos que es inútil pretender su recomposición. Quedan ahora esparcidos por el piso los añicos. Partículas que se me pegan a las plantas de los pies.

Barefoot in the park, you start rubbing off on me”, suena en Spotify la voz de Rosalía, jugando con James Blake. Eso planeaba estar haciendo ahora, andando descalza por el parque con el hombre que yo quería. Pero ¿quién osaría salir al parque ahora mismo, bajo este calor? Y las partículas del amor roto esparcidas por el piso dificultan el avance de las horas.

James Blake - Barefoot In The Park feat. Rosalía (Official Video)

Harta de no poder soñar. Ya ni intento cerrar los ojos porque sé que no vendrá la ilusión sino el espanto. Adentro y afuera. La olla de presión, yo dentro de ella. No soy el pueblo pero puedo sentirlo, y no entiendo qué hacen los unos y los otros, encerrados en sus cómodos palacios. No he entrado jamás en ellos, ni en Washington ni en La Habana y tampoco en Kabul; mas diría que cuando veo las imágenes de las reuniones que en ellos sus adustos inquilinos celebran, alcanzo a escuchar el discreto, casi imperceptible ronroneo de los potentes equipos de aire adondicionado. Allí donde no se suda. Sudar sólo ocurre en la calle. Dentro de la olla. Reventará mi cabeza como lo hará el día menos pensado el planeta. Todo lo que he de preguntarme es cuál estallido sucederá primero.

Podría dedicarme a cocinar: ¿sopa para mitigar el efecto de los gérmenes de COVID o frijoles negros contra los veinte meses sin ver a mi madre? Agarro la olla de presión. La verdadera, aunque no funcione bien. Se ha convertido en una olla silenciosa. Quién sabe qué manipulación hice alguna vez en ella que dejó de emitir silbidos cuando la comida está lista. Hay que adivinarlo ahora. Yo tampoco dejo escapar sonido alguno. Estoy bajo presión pero nadie lo sabe. Voy a explotar y solo yo me daré cuenta.

Desisto de cocinar sopa o frijoles, ¿para qué, si el mundo se va a acabar? Mejor dicho, se está acabando ya. O lo estamos acabando. Aceleradamente. Como desesperados porque llegue el final definitivo. El mucho calor abrasa mis neuronas, que se desconectan para que mis dedos se muevan solos, liberados de mi voluntad, encendiendo el teléfono:

En pánico la multitud sobre la pista del aeropuerto de Kabul, intentando escapar de los talibanes. Saben lo que se les viene encima, lo que ya está ahí. Tampoco tuvieron tiempo de huir —¿a dónde podrían hacerlo?— los más de mil muertos dejados tres días atrás por el terremoto de 7,2 de magnitud que sacudió Haití. La gente pide rezar. Incrédula ante la efectividad de la sugerencia, dejo caer un par de. ¿Por qué he reabierto Twitter?

Tanto caos me agota.

Me siento exhausta de desear, soñar, de luchar. También hará poco más de una semana que Yunier García Aguilera abrió en Facebook un grupo que debía funcionar como forum donde todos los cubanos pudieran expresar lo que más rapido o con mayor intensidad les visitase el espíritu: Archipiélago. Explicando la elección del nombre, insiste García Aguilera en que Cuba no es isla sino un archipiélago. Tras dejarme llevar por algunos posts, enseguida pensé en Virgilio Piñera y en “el peso de una isla en el amor de un pueblo”. Luego, en Reinaldo Arenas y las escenas finales de su novela El color del verano, donde Cuba, roída en su base, pierde amarres y parte a lo desconocido. Por un momento parece concedérsele a sus habitantes la posibilidad de imaginar todos los futuros posibles, mas, no logrando ponerse de acuerdo, se hunde la isla “entre el fragor de gritos de protesta, de insultos, de maldiciones, de glugluteos y de ahogados susurros.”

Yo no puedo saber de qué el futuro estará hecho. Ni sé si exista el futuro. Demasiado calor hace para pensar y, en definitiva, el planeta está en alerta roja. Pero a mí me sigue pareciendo que no nos queda otro remedio: habrá que soñar.

 

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