Entre la compasión y el poder, la vida habanera

Muchos mundos distintos, aparentemente distantes, contiene La Habana, pero al final es una sola. Nos duelen sus ruinas y quienes la arruinan.

Foto de archivo.

“Señora, respétese la edad” gruñó M., el guardián que el viernes pasado custodiaba la puerta de Fábrica de Arte Cubano. Yo hubiera querido esa noche asistir a un concierto de X Alfonso, que nació sólo tres días antes que yo en la misma ciudad, tal vez en el mismo hospital. Cuando era adolescente la policía solía apostarse a la entrada de los conciertos de los padres de X, los líderes del Grupo Síntesis. Recuerdo particularmente un concierto en los tardíos noventa, creo que en el cine Rampa, en que la policía parecía a punto de suspender el concierto, pero al final nada sucedía y en hordas entrábamos y bailábamos con la música de “Ancestros”.

Los guardianes de Fábrica de Arte no son policías. Los identifica un t-shirt negro, mas su aspecto no inspira temor; diríase que hasta podrían resultar atractivos. Pero no importa qué uniforme llevara el guardián M., él tenía el poder —por ralo que este fuese— el viernes en la noche a las puertas de FAC. El poder de imponer el orden. Y el orden era su orden, uno en el que yo debía recibir sus insultos, tal vez aceptarlos con toda naturalidad.

Soy habanera mas no vivo en la ciudad desde 1995. No soy joven, no soy blanca y, como vivo en El Vedado, intento ir caminando a casi todas partes y no suelo vestirme para exhibir un status social o económico que despierte el interés de los cubanos en la calle. Es decir, que me confundo con ellos; pero no con los que aquella noche también se acercaron a M., el Guardián. Todos, más tarde o más temprano, de una manera u otra, recibieron autorización para entrar. Cuando me acerqué a preguntarle por qué yo era la única en su entorno que no recibía su visto bueno, M. replicó que, si no me gustaba, podía quejarme. ¿Con quién? —inquirí. A lo que él, con agilidad, respondió: “Quéjate con López-Calleja, que murió hoy.”

No entendí. Y el desprecio avanzaba, de su boca y sus ojos a mi cuerpo, doliendo. Otra se hubiera retirado. Yo no. Decidí permanecer a las puertas de Fábrica de Arte. No me fue posible asistir al concierto de X Alfonso como era mi intención, pero tras recibir los insultos del portero hasta llegué a perder interés, o lo olvidé. Creo que, aunque hubiese entrado, ya no lo disfrutaría. Me dominaba, en cambio, la necesidad de saber cuáles eran las razones que motivaban el atropello de aquel guardia.

Los guardianes de La Habana constituyen una especie bastante singular que venía atrayendo mi atención últimamente. Ahora contaba al fin con la oportunidad —aun si dolorosa— de observar su funcionamiento de cerca. Durante las dos horas que me mantuve de pie ante la valla de Fábrica de Arte, escuché todo tipo de justificaciones —algunas tan inverosímiles que hasta M., tan inflexible conmigo, tenía que admitir su escasa validez justo antes de cederles el paso con un ademán entre obsequioso y resignado. En algún momento apareció un colega y amigo que vino a saludarme con entusiasmo. Al percatarse de mi situación, se ofreció para ayudarme a entrar. Pero ¡no! M. no lo permitiría. Comprendí entonces que una fuerza muy poderosa, visceral tal vez, dominaba la actitud del guardia. La humillación redobló mi curiosidad, me hizo mantenerme aun más decididamente frente a él, preguntándole por qué, ¿qué en mi apariencia provocaba en él tal repulsa? Nunca respondió a mis preguntas. Prefirió amenazarme con que las cámaras de seguridad estaban grabándolo todo. Yo sonreí, y allí seguí, observando y preguntando.

La discriminación consiste en la actitud o el trato que son proferidos a una persona o grupo de personas en función de ciertos rasgos particulares de estos.

A mí no me conocía M. Así es que sólo por mi apariencia podía establecer un juicio que determinara su decisión de negarme a mí la entrada y permitírsela a todos los demás que se le aproximaron. ¿Qué había en mí que motivaba su mirada de asco? Y, también, la burla. Cerca de nosotros estaba B., una muchacha negra que también trabajaba como guardiana, que no paró mientes en reírse de la situación y apoyar a su compañero. Pero no me fui. Estaba cada vez más curiosa. E indignada.

Tenemos demasiados guardianes en La Habana, y yo quería saber quiénes son estos personajes. ¿Cómo alguien se convierte en guardia? ¿Qué cualidades debe tener? ¿Por qué lo hacen? ¿Extraen placer en su trabajo? Pienso en el poder. En las dosis de poder que les están reservadas mientras fungen de guardianes, durante esas horas en las que controlan un espacio y el movimiento o la parálisis de cuerpos ajenos, a lo que puedan dedicar su tiempo.

El viernes, yo fui el blanco perfecto del guardia M. No pertenezco a la farándula actual y pocos me conocen en esta ciudad donde no practico el deporte habanero por excelencia, la especulación. En aquella ocasión, llevaba un sencillo vestido de verano, sandalias de cuero negro. Estaba sola. ¿Qué poder podría ejercer yo? ¿Por qué entonces no aplastarme a mí y así liberar las tensiones de la noche? Toda la represión y las negativas que no había podido ejercer sobre otros, podría al fin volcarlas contra alguien que tanta vulnerabilidad aparentaba. Conmigo, M. no corría riesgos de equivocarse. Hiciera lo que hiciera, la insignificancia que veía en mí lo protegería.

Todavía hoy interrogo el recuerdo de sus insultos: respétese la edad y vaya a quejarse con el general apenas horas antes fallecido. Quisiera entender qué tipo de rabia los inspiraban. Nunca antes M. y yo nos habíamos encontrado; como tampoco conocí a López-Calleja ni a nadie de su entorno. ¿Cómo entonces explicarse qué extraña combinación supuraron sus neuronas cuando hacían coincidir en una frase a una mujer de mayor edad que él, más negra que él, más desconocida según sus cálculos que él, —una vulnerable, en su opinión—, junto a López-Calleja, a las puertas de Fábrica de Arte? ¿Por qué ese odio injustificado?

Tal vez es que no debí haber estado aquella noche allí, expuesta ante el cancerbero M. Tal vez cuanto tenía que permanecer en mi memoria de este viaje a La Habana era el concierto que Pablo Milanés ofreciera semanas antes en el Coliseo de la Ciudad Deportiva.

“Vengan todos a mi jardín.

Toquen y deshojen las flores a su gusto.

Besen los labios cercanos con ternura.

Derramen una lágrima por cada uno de nosotros que incomprendido es.

Y juntos hagamos, un solo canto a la felicidad que nos espera.”

Marginal

Así cantando abrió la noche Pablo, convocando y uniendo y amando a todos los cubanos y cubanas de todas partes del planeta, de un lado y del otro, del antes y el ahora, que asistimos a intercambiar las mejores energías de la nación con él. Fueron veinticinco canciones hilvanadas con preciosismo y lucidez. Un repertorio cuidadosamente seleccionado para sanar el alma de los cubanos. Pablo puede hacerlo porque parte de la escucha. Sólo quien sabe escuchar consigue amar.

Solidaridad, respeto, escucha, amor, eso nos mantenía a todos unidos allí. Eso, también, he podido descubrir a pesar de la dura vida insular de estos tiempos, en mis caminatas a través de la ciudad, en las mañanas, las tardes, la noche temprana; en medio de la gente que probablemente no sería considerada como digna de respeto por el guardia M. a la puerta de Fábrica de Arte.

En medio de la penuria, la desazón y el abandono, persiste la solidaridad entre cubanos. Es la certeza que me llevo de este viaje a La Habana: la luz que disipa atropellos. Quiero mantener esa luz y así espero que mi dolorosa experiencia sirva al menos para reducir la posibilidad que otros cubanos y cubanas padezcan tratamientos como el que me dedicó el guardia M. No estoy ya en la isla, pero minutos antes de despegar mi avión recibí un mensaje de un apenado X Alfonso: quería saber qué sucedió entre el guardián y yo el viernes en Fábrica de Arte mientras él ofrecía su concierto, me hizo saber que investigaría lo ocurrido y que no permitiría este tipo de conductas. Considero su mensaje y actitud muy correctos y agradezco la humanidad. Confío. Sé que hará lo posible por erradicar esos problemas. Todos podemos, aunque sea un poquito, aunque sea en nuestro pequeño espacio, mejorar la vida que compartimos en la ciudad que amamos, donde ser rechazada sólo consigue reforzar mi empecinada pertenencia a ella.

Cuando al fin muy cansada y verbalmente golpeada me alejé de la entrada de la Fábrica de Arte, rumbo a mi apartamento, llamó mi atención, en una oscura escalinata de la calle 23, un grupo de ancianos semidormidos. Como tristes gorriones se acurrucaban a las puertas de una farmacia, una bodega, una tienda. No lo sé. Esperaban el amanecer sin perder su puesto en una cola cuya finalidad tampoco puedo imaginar. Me acerqué a una señora negra y le dejé unos billetes que guardaba en el bolsillo de mi vestidido simple para gastarlos en FAC. Mientras seguía mi camino por la avenida, me entretuve en tejer historias en torno al posible uso que recibiría aquel dinero. Quise imaginar que la señora a quien se los dejé compraría más de lo que sea que iban a vender cuando abriese la tienda, que podría revenderlo y —¿quién sabe?— entre sus clientes podría estar el guardia M. o alguien en su familia.

Muchos mundos distintos, aparentemente distantes, contiene La Habana, pero al final es una sola. Nos duelen sus ruinas y quienes la arruinan. Sintiéndonos impotentes, creemos que no podremos salvarla. Sin embargo, la seguimos viviendo, unos cada día, otros por temporadas más o menos cortas, a veces algo más largas, y hasta hay quienes ya sólo pueden vivirla de lejos, desde la memoria. En cualquier circunstancia, la manera en que sintamos a nuestra Habana depende de las energías que deseemos cultivar y hacer correr por sus calles. Que sean pues las de la compasión y no el despotismo; el amor, en lugar del atropello.

“Juntar estos sentimientos y hacer más bello el camino”, cantaba el 21 de junio Pablo Milanés junto a sus cubanos, cerrando su concierto, abriendo esperanzas.

Salir de la versión móvil